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Capítulo 6 Mi mente no descansa

Capítulo 7 Una cena en toda regla

Capítulo 8 Sensual y bella, Kingston


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Capítulo 2. Un intento malogrado
El día de la partida, la Terminal aérea Ignacio Agramonte parecía pequeña para contener mi júbilo. Después de entregar el equipaje- una enorme maleta de muy escaso contenido- y pasar el chequeo de rigor, entré al salón de espera a grandes zancadas y con una inevitable cara de cumpleaños. Mi exultación no me dejaba estar quieto; ya iba de un lado a otro, ya saludaba efusivamente a cualquiera. También de vez en cuando me palmeaba la mejilla para mantenerme lúcido, hecho que debió llamar la atención de los empleados, que comenzaron a mirarme con recelo.
Su acuciosa vigilancia, empero, me importaba un bledo. Solo me aquieté por un segundo frente a la tienda de ventas de recuerdos, para sopesar qué podía llevarles de regalo a mis parientes. Pronto desistí de la idea ante los abultados precios en vidriera y al fin me obligué a tomar asiento y sosegarme, arrellanado en una cómoda butaca, sonriendo de gratis.
Al poco descubrí a mi lado a una señora de rara vestimenta. Se veía encorvada en su asiento, abstraída en la lectura de una Biblia, aunque enseguida la cerró y la colocó en su regazo, para responder a mi saludo. Trabé conversación con ella sin muchas ganas y al preguntarle su nombre dijo llamarse Etienne.
―¿Tiene usted apellido señorita?― insistí en preguntar, sin intención empero de congraciarme, porque, a fuer de ser sincero, la mujer me lucía antipática.
―Etienne Harrison― Respondió ella, para luego añadir otros datos, en pulcro y agraciado inglés, lo cual dio pie a una conversación que me permitió refrescar mis endebles conocimientos del idioma de Shakespeare.
Me contó que intentaba llegar a Jamaica, desde Bahamas, su país de residencia, pero el avión en el cual debía llegar a aquella otra isla había tenido que aterrizar de emergencia allí, debido a algún desperfecto técnico. Etienne me señaló al resto de los pasajeros de su avión averiado, que esperaban dispersos por el salón ser transferidos al vuelo de las diez de la mañana, casualmente el mismo que yo abordaría. De ese modo me alegré de haber hallado una entrenadora lingüística, me pareció la compañía ideal para mi viaje,
Mulata de rasgos afinados, Etienne aparentaba ya una edad, ya otra, según cambiara uno el ángulo de verla, imprecisión que no me atreví a resolver con preguntas indiscretas. Llevaba el cabello recogido en una trenza y rematado con un sombrero de tul negro aplastado sobre la cabeza. El vestido, también oscuro, descendía bajo las rodillas y sus largas piernas, enmalladas con medias de luto, terminaban dentro de unos zapatos de tacón ancho. Unos horribles lentes de aumento, enmarcados en carey, hicieron que su estampa me recordara una película del cine mudo. Aunque el puntillazo era el aroma de flores marchitas que le envolvía. Solo con esfuerzo de voluntad pasé por alto estos detalles y me mantuve sentado a su lado.
Etienne resultó ser buena conversadora,
―¿Nos tomamos un helado?― le propuse en cierto momento, intentando ser amable.
Sin embargo, pasearme por el salón y luego permanecer a su lado en la cafetería tomando un helado a vista de las graciosas y pizpiretas empleadas que rondaban el lugar, me dio un poco de vergüenza. Mas resistí a pie firme mi envanecimiento y en la cafetería, mientras hurgábamos con las cucharillas en los sabrosos potes de coppelia, continuamos liados en animada cháchara. Ya saciados volvimos al salón y una hora más tarde conocíamos el uno del otro cada detalle de nuestras vidas, pues decididamente, en cuanto a locuacidad la bahamesa podía competir conmigo y eso era mucho decir.
Perturbadora fue la historia que me narró, de la cual nacía su necesidad de llegar a Jamaica. Viajaba a encontrarse con una hermana suya, Suzan, la que vivía en medio de una comunidad religiosa, en determinada región muy agreste de las Montañas Azules, en la parte meridional del país. Un año atrás la hermana había perdido a sus hijas gemelas, de apenas doce años de edad, en circunstancias trágicas. A raíz de tal pérdida, Etienne colegía, solo de platicar con ella por teléfono, que Suzan se hallaba psicológicamente afectada, o peor, que estaba mal de la cabeza.
Abundando acerca del incidente, la bahamesa sacó de su bolso de hule recortes de periódicos jamaiquinos que databan de dos años antes, cuando había tenido lugar el triste episodio. Contenían referencias textuales y fotográficas de lo que sin dudas había sido un caso muy sonado en su momento.
El cuadro de las imágenes me sorprendió por lo macabro. Según la versión oficial, las gemelas Larissa y Clarissa se habían escapado de sus casas en el pequeño poblado de Sundrak, para irse a jugar lejos, en la ribera de una ciénaga infestada de caimanes y estos, supuestamente, las habían atacado y devorado sus cuerpos.
Etienne me dijo que tenía motivos para dudar de la versión oficial, pues posterior a aquellas horas trascendió que la policía había recibido un mensaje anónimo. Alguien denunció que las niñas no murieron por un ataque de los caimanes, sino que habían sido asesinadas. Pero como no había evidencias suficientes para continuar la investigación y el denunciante jamás dio la cara, la policía decidió desestimar esta hipótesis. Mas la corazonada de Etienne, la cual hallé razonable, era firme respecto a un posible crimen. Ella, además, temía por la vida de su hermana. Estaba segura de que su afectación mental podía conducirla al suicidio.
Según Etienne, su manera de hablar, las pocas veces que se comunicaban, revelaba un estado anormal de conciencia. Siempre expresaba que le iba muy bien, que estaba contenta porque que sabía que sus hijas no estaban muertas de verdad, sino en un lugar mejor que esta tierra. Y así agregaba otras incongruencias acerca de la bondad de los miembros su congregación, en especial de los que llamaba sus pastores.
Tal fue, de modo sucinto, el relato de mi interlocutora, quien, ya conociendo que yo era abogado, no dejaba de dar gracias a la Providencia, sin que yo entendiera el por qué. Finalmente explicó que encontrarse conmigo debía ser cosa de milagro, por cuanto había pensado buscar quien le asistiera en una investigación privada, para sacar a la luz la verdad de los hechos. La pobre mujer debió haberse imaginado que yo tenía prerrogativas a la manera de los funcionarios de la ley en su país. Tuve que aclararle que mi profesión de abogado no me otorgaba autoridad alguna para emprender una investigación privada en un país ajeno al mío y que en general ser jurista en Cuba no otorgaba la relevancia social que ella suponía.
―Sin embargo si tú me ayudas te pagaré bien.―insistió ella― Y harías bien en hacerlo, pues no tengo ninguna otra persona a mano y me has parecido un hombre serio y responsable.
―Me halaga usted señorita ― dije sonriendo cortésmente― pero en verdad no sé de qué manera pueda ayudarla, tenga en cuenta que Jamaica es un país donde no vale para nada mi título de Licenciado. No puedo ejercer el oficio allí.
Etienne, sin comprender a derechas el motivo de mi negativa, hizo un gesto de frustración y se hundió sobre sí misma, en repentino silencio. A las diez de la mañana se escuchó por fin en los altavoces el anuncio de salida de nuestro vuelo a Kingston.