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Capítulo 6 Mi mente no descansa

Capítulo 7 Una cena en toda regla

Capítulo 8 Sensual y bella, Kingston


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Capítulo 4. A manera de excusa
Antes de continuar con esta narración quiero excusarme previamente por la manera en que esta ordenada. Pues ahora voy a incluir algunas notas que debieron aparecer en el prólogo, como corresponde a un libro normal, pero yo, en mi afán de introducir al lector de modo directo en la trama, decidí trastocarlo todo. El caso es que la composición de este volumen fue un proceso largo y espinoso, a causa de los desacuerdos con mi asesor, un bendito señor que estuvo a punto de hacerme desistir y casi me llevó a jurar que jamás publicaría lo que me aconteció en Jamaica. Mi buen amigo, una vez que revisó la primera versión, que me costó casi tres meses de acuciosa mecanografía, me dio manga suelta para dejar todo al estilo de mi antojo, salvo las correcciones ortográficas que correspondiera. Para mí significada una aprobación halagadora, dada por quien supuse le sabía un mundo a la cosa literaria. Mi asesor (bien pagado, por cierto) me dijo, luego de la primera revisión a mi manuscrito-o mamotreto-que mi obra era un modelo de lo que debía ser una novela de ficción, o sea una creación libérrimamente dispuesta que solo debía distanciarse respecto a lo soez, lo incongruente, lo panfletario o lo trillado,-aunque ya ni para eso existían límites. Admito que me escandalicé porque el término ficción me sonaba a embuste y no había tal cosa en mi relato. Pero en definitiva, como tampoco podía ser una enumeración fidedigna de los hechos y era necesario llenar lagunas evidentes, acepte las reglas y estuve conforme con tal clasificación.
Aquel que me asesoraba en el oficio de componer mi novela me hizo entender que un escritor frente a su proyecto es como un pintor frente a un lienzo en blanco, que lo va cubriendo con pinceladas sin saber el mismo a donde va a llegar, pues una parte una obra tiene sus leyes internas y a veces se construye a si misma o de algún modo nos obliga. Todo un hermoso discurso.
Sin embargo, cuando poco después el hombre terminó la segunda revisión, ya definitiva, todas sus frases laudatorias se habían desvanecido. De pronto mi manuscrito era un completo adefesio, así dicho. En primer lugar-me soltó- debido a la cantidad de digresiones que se apartaban demasiado del asunto principal; en segundo, por las alusiones críticas a la realidad de mi país y en particular la referencia velada a ciertos líderes políticos, lo cual le parecía inapropiado e imprudente. Mi asesor también halló mal que yo en mi libro tomara partido a favor o en contra de ciertas realidades sociales internas.
Quedé muy perturbado por ese cambio de parecer en él, convencido de que su nueva tesis no tenía nada que ver con la historia literaria. Hice un repaso mental instantáneo de todos los autores clásicos que me había leído y entendí que mi crítico acababa de desacreditar a Ibsen, Hemingway, Dos Passos, Víctor Hugo y Galdós; pasando por Cardenal y Neruda y llegando hasta mi co-provinciano Guillén. Todos ellos reflejaron su época en cada escrito. Algunos incluyendo despotricamientos acerca de algún personaje político de renombre, propugnando su caída o su muerte. Pero mi libro no se iba por esa vertiente, ni expresaba opiniones contra el gobierno, además de que el grueso de la trama ni siquiera se desarrollaba en Cuba. Pero aun así para mi editor era un escándalo, cual si el precepto de «no alusión a personas reales» lo hubiesen acabado de inventar en la Isla.
―Bueno,-le contesté a mi editor― si la mención de Fulano, Mengano o Zutano hiere sensibilidades o levanta resquemores; si me resta lectores y entorpece mi deseo de agradar o al menos de darle algo de disfrute a quien se asome a las páginas de este libro, con gusto me sustraigo de ello. Pero siempre diré que está mal, pues los estilos literarios se avienen a las épocas y ocasiones como la vestimenta se aviene a la moda en curso. Aun así dejaré a un lado los nombres, aunque más por el temor de añadirles méritos o deméritos, pues con los que tienen supongo le bastan. Pero las alusiones indirectas, imposible; las digresiones sobre la realidad de mi país, no amigo, imposible quitarlas.
¿Se imagina el lector que obra de ficción o de testimonio puede escribirse acerca de la Cuba de los últimos sesenta años que no aluda de algún modo a su liderazgo? Serían esquivamientos harto trabajosos, por no decir medrosos o hipócritas. ¿Cómo hacer una salvedad tan brutal?
Eso, sin embargo, era lo que me pedía mi asesor editorial.
―Si la alusión fuera positiva, elogiosa, está bien.― me dijo― Pero si quieres hablar de los errores que todos cometen, entonces debes tener cautela para no soliviantar el ego de algún potentado.
―¡No, de ningún modo, mi querido editor!―le aclaré―Si hiciera tal concesión solo compondría una obra insulsa, desvinculada de la realidad nuestra, que tanto se cubre con velos de justicia social, pero tiene más que eso. Si omitiera las manchas y oscuridades del sistema político estaría manifestando un temor cobarde o una genuflexión fanática por los que gobiernan, males que por fortuna no padezco.
Le dije una última cosa: el nivel de entrelazamiento entre el pueblo cubano y su liderazgo es inusual, o lo fue durante muchos años, como cualquiera sabe. ¿Puede escribirse un libro donde no se mencione el sol, la luz, la oscuridad, el tiempo y demás detalles de la obligada cotidianidad? No, sin dudas. Igual, estos líderes fueron nuestra cotidianidad por más de medio siglo. Tienen más salidas a la palestra pública que amaneceres tiene el sol, pues no hay días nublados para ellos. Estuvieron en mi nacimiento, en el jardín infantil donde de pequeños cantábamos loas a su nombre, en el colegio, cuando sus discursos eran la sustancia de nuestras clases... Sus imágenes, de tanto verlas por todas partes, las teníamos grabadas en la retina, en el inconsciente profundo. Y esto no es despotricar, digo la verdad, tal como debe decirse, como fue y aun todavía es.
No estoy ajeno a los prejuicios que una alusión directa pueda causar a determinada personalidad, a esos líderes que, de modo normal prestan sus servicios a la sociedad por un tiempo y luego se retiran como es razonable y lógico, para vivir sus vidas privadas y criar a sus nietos. Eso, insisto, funciona bien respecto a un liderazgo normal. Pero el sui generis liderazgo político que como país nos tocó, nunca ha tenido en plan retirarse a hacer cosas más sosegadas, sino que prosiguen estoicos en su errática faena de conducir el buque semi-hundido que es la isla de Cuba, con la batuta en la mano que ya les tiembla de pura ancianidad.
Con todo y estas aclaraciones, decidí, para no pecar de recalcitrante, acatar los consejos de mi sabio amigo, así que no mencionaré en este libro el nombre de ningún personaje relevante, vivo o muerto. Y ni siquiera daré a conocer el nombre de mi estimado asesor.