¿Quién es quién?
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Capítulo 5 El recibimiento

Capítulo 5. El recibimiento

Los Qwindong vivían en Spanish Town, la Ciudad Española, a unas trece millas al oeste de Kingston. Acerca del sitio mis primos me contaron que era la ciudad más antigua del país y fue su primera capital. Mientras transitábamos entre sus calles contemplé maravillado la pulcritud y colorido de sus edificaciones, casi todas antiguas, con profusión de campanarios y monasterios a lo largo de la vía principal. La residencia de los Qwindong era en realidad un conjunto de seis vetustas casas de madera, pintadas de blanco y con altas techumbres de zinc color ladrillo, todas pertenecientes al mismo clan. Las casas, montadas sobre pilotes, se disponían de manera que tres de ellas daban el frente a la costa arenosa y otras tres hacia una calle lateral, creando un patio común pletórico de palmeras y cocoteros de playa y frondosos arbustos de uva caleta. En medio del patio, como tentación visual refrescante destacaba una piscina mediana en forma de óvalo, con hileras de sombrillas a ambos lados. Todo el terreno en torno a las construcciones, que ocupaban unos dos mil metros cuadrados, era de arena blanca, y en parte lo circundaba una malla peerles. En las inmediaciones de la piscina había además un bar, un gimnasio, un gran garaje copado de autos y varias piezas de esculturas de jardín aquí y allá, imitando cocodrilos y flamencos. También observé mesas de póker, poltronas y hamacas tejidas atadas entre los cocoteros. Lo acogedor del sitio revelaba una forma de vida sencilla, pero de sólida economía y equilibrados hábitos de convivencia.

En cuanto el yip parqueó dentro del condominio la tropa de los Qwindong salió a recibirme con alborozo y batiendo palmas, como si les llegara no ya un pariente sino el embajador de Cuba. Así que tuve que repartir besos y abrazos a todo el comité de recepción, unos treinta parientes, entre niños, jóvenes y ancianos. Admito que me resultó embarazoso tanto agasajo. Pero en los días subsiguientes me acostumbraría a aquellas atenciones exacerbadas, puesto que la gentileza y el servicio al prójimo eran como el aire que respiraban los Qwindong, el sello de hospitalidad del cual se enorgullecían.

Habían preparado un almuerzo especial para recibirme. Así que cabe ir primero a lo que sucedió allí. Eran unas veinticinco personas alrededor de la mesa buffet instalada en los jardines de la residencia principal, al lado de la alberca que ya describí. De todos los presentes, sin embargo y según me explicaron, al menos la mitad no habitaban en el lugar, sino que habían llegado desde diferentes localidades del país, ante el aviso de mi llegada. Solo mencionaré a los que habrían de convivir conmigo los diez días que duró mi estancia en Jamaica.

La abuela Etsabel y su hermano, mi bisabuelo Philip eran los puntales mayores, todavía al mando de la familia. Philip era el padre de Patrick, mi abuelo y progenitor de mi padre y de mis tías Elizabeth y Johanna. Johanna era la madre de Brox, mientras Elizabeth era la madre de Morris. Ambas mujeres lucían enérgicas y bien plantadas en sus cuarenta y tantos abriles. Morris tenía dos hermanas más, una de veintiséis, Gretel, estudiante universitaria, hermosa como una modelo de Tropicana y otra hermana menor, Nancy, de doce, que asistía al colegio. La abuela Etsabel además tenía una hija y un hijo, Sonya y Basegat. Sonya era joven y tenía un par de varones gemelos de cinco años. Basegat y su esposa Greene también tenían un pequeñín de dos años. Todos ellos ostentaban orgullosos el apellido Qwindong y se alegraban de verlo acrecido con mi llegada. Los Qwindong militaban la fe cristiana en una congregación episcopal, con la excepción de Morris, acogido a las creencias de los rastafari, así que cuando terminaron las presentaciones ocupamos sitio alrededor de una gran mesa y mi bisabuelo Philip pidió silencio para elevar al cielo una acción de gracias y hacer votos por mi buena estancia entre ellos. También dio gracias y bendijo los alimentos, luego de lo cual, cada quien quedó en libertad de servirse a la mesa, atiborrada de una asombrosa diversidad de platos.

Los Qwindong establecieron un coro de diálogos en torno a mi figura. Unos me prodigaban promesas de regalos e invitaciones a sus casas, otros me preguntaban sobre mi familia en Cuba y sobre mi trabajo de abogado, o ya disertaban sobre la situación del país en general. Descubrí pronto que tenían una idea muy sublimada de lo que era Cuba y sus interioridades. Las emisiones radiales y televisivas de la isla se recibían allí con fuerza y la ausencia de conflictos en nuestros medios les hacía entender que todo nos iba de maravilla.

Ellos, habituados a ver reflejada en la prensa la realidad estricta de cada suceso, por cruda que fuese, no podían concebir un modo diferente de hacer las cosas, e ignoraban que en la isla la censura dejaba fuera y ocultos en la oscuridad los verdaderos problemas de la nación. Pero no estaba yo allí para emborronarles ese cuadro ideal. No intenté rebatir sus conclusiones, detenidas en el tiempo, acerca de una «hermosa isla de la libertad», con unos «gloriosos» guerrilleros al mando, garantes de nuestra felicidad para siempre. En sus mentes Cuba era la Fuenteovejuna del Caribe.

Hubiese sido cruel contrariarlos, además de imposible. No obstante cuando el bisabuelo Philip, sentado en su poltrona cerca de mí, se percató de que tales loas ya comenzaban a fastidiarme, aclaró sabiamente.

―Puros eufemismos. Nuestro pariente vive en una isla de eufemismos, donde se llama Período Especial al período histórico de mayor penuria y pobreza y Salud gratuita a algo que les cuesta muchísimo, pues nadie dona el dinero con que funcionan sus hospitales, sino que sale de sus salarios y pensiones recortados y devaluados hasta lo insignificante. También reciben educación gratis, pero al costo de volverse ignorantes, ya que no se estudia en Cuba para ensanchar los ámbitos del pensamiento o la capacidad de pensar libremente, sino que la enseñanza pretende inculcar la ideología imperante. En algunas profesiones el costo de la carrera ha sido la libertad misma, pues durante años ningún profesional de la salud podía salir del país a ninguna parte, ni siquiera de visita.

Quedé gratamente asombrado por la lucidez de mi anciano bisabuelo y lo certero de su apreciación. Como por milagro, sus palabras pusieron fin a cualquier duda y cesaron las preguntas sobre el tema. Le hice un gesto de agradecimiento a Philip por sacarme del apuro.

                         

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