Madisson Clark detuvo con un gesto el frenesí de su amiga Maggy.
-No deberíamos entretenernos. Hemos acudido a la verbena para repartir limonada fresca y bizcocho en honor a la Virgen del Rosario, patrona de la ciudad, no para que nos lean el futuro.
-Solo será un momento. Vamos, ¡me muero de curiosidad! -Maggy aleteó sus pestañas doradas en una actitud implorante-. Mi prima Valerie estuvo el otro día, ¿y qué crees? Madame Neen le dijo que este mismo año le pedirán matrimonio. ¿A que es increíble?
-¿Qué tiene de increíble? Tu prima tiene veinte años, es de lo más normal que se case pronto. No sé... -dudó Madisson, aun cuando en su fuero interno hormigueaba la curiosidad-. Mi padre dice que estas mujeres son unas charlatanas. Nos cuentan lo que queremos oír para sacarnos unas cuantas monedas.
Justo en ese instante, madame Neen salió de su pequeña carpa y les sonrió con gentileza. Aprehendió la muñeca de Madisson y, sin pedir permiso, le abrió la palma de la mano. Comenzó a recorrer las líneas impresas en la misma, dibujando algunas señas sobre ellas.
-Tu nombre empieza con la letra M -afirmó segura de si misma. Madisson palideció y sus grandes ojos oscuros se abrieron como platos. Si la médium sabía aquello sin conocerla de nada, podía saberlo todo sobre ella. Madame Neen comenzó a rodearle la base del pulgar con una uña afilada y algo amarilla-. ¿Todavía crees que soy una gárrula? Por cuatro pesetas, sabrás tu futuro.
-Yo... lo siento -murmuró la joven, apurada-. Dígame lo que ve, por favor.
Madame Neen cerró los párpados e hizo una larga inspiración.
-Serás una mujer acomodada, tu destino es un hombre poderoso, de mucho carácter. Vivirás en el campo, percibo el perfil de una gran y hermosa hacienda, veo flores, niños y animales pesados.
-No me gusta el campo -señaló Madisson con el ceó fruncido-. Jamás dejaría la ciudad.
-La línea del amor se divide en dos -continuó la vidente, haciendo caso omiso a la inconformidad de Madisson con su primera valoración.
-¿Y eso qué significa? -preguntó Maggy, impaciente, ya que la feria se estaba animando y debían terminar cuanto antes si no querían ser vistas.
-Dos hombres te amarán -respondió madame Neen en voz baja. Soltó la mano de Madisson y la miró con seriedad a los ojos-. Habrá señales equivocadas y muchas lágrimas. La felicidad estará a la vista, pero el velo que tapará tus ojos te impedirá verla. Ahora dame el dinero.
Madisson rebuscó en el bolso que llevaba atado a la cintura y, sacando un puñado de monedas, se las entregó sin contarlas. Las palabras de la vidente la habían trastornado, notaba un hormigueo en las plantas de los pies como si le hubiesen entrado brasas ardidas en los zapatos. Neen se ocupó del futuro de Maggy, a quien predijo que se casaría en menos de tres meses, para el júbilo de esta, que no veía la hora de vivir todas las cosas maravillosas que la vidente le predijo. Después, la madame se retiró en su carpa dejando a Madisson con la palabra en la boca. Si quería saber más, debía pagar. Y ya no tenía dinero.
Se despidieron de la vidente y acudieron al puesto de beneficencia donde les esperaban sus amigas. Comenzaron a repartir galletas y limonada entre los asistentes y dejaron de pensar en las adivinanzas de Neen.
De pronto, observaron acercarse a un grupo de militares muy apuestos. Las jóvenes empezaron a cuchichear, preguntándose si tendrían novias o estarían solteros. Cuando el grupo de los soldados formó una fila frente al puesto de limonada de las jóvenes, estas se emocionaron, derramándola por el suelo. Fue el turno de los militares para comentar sobre la belleza y la torpeza de las seguidoras de la Virgen.
Uno de ellos llamó la atención de Madisson. La mayoría de los hombres de su círculo social eran mayores, jamás había visto a un joven tan atractivo. Ni unos ojos tan azules. Ni una sonrisa tan seductora. Cuando se dirigió a ella, unos labios firmes y bien formados desvelaron una dentadura uniforme y blanca. Ella, presa de un embobamiento repentino, sujetaba entre sus dedos el vaso vacío, sin dejar de mirarlo, perdida en aquellos mares azules como el cielo de abril. Era como si el tiempo se hubiera detenido.
-¡Señorita! -le habló con un timbre de voz profundo y atrayente-. ¿Me sirve un refresco, por favor?
Madisson se sobresaltó y notó cómo el vaso de cristal se le escurría entre los dedos. Sin poder remediarlo, observó que abandonaba su mano y, tras caerse al suelo de madera, se hizo añicos.
Ante aquello, sus mejillas se incendiaron y las lágrimas empañaron su vista, listas para humillarla delante del apuesto militar.
Sus amigas se agruparon a su alrededor, preocupadas, y Madisson perdió de vista al militar. Entre todas la reconfortaron y le vendaron la pequeña herida que sangraba en su dedo meñique. Como ya no podía servir limonada, abandonó su deber y se sentó bajo la sombra de un árbol centenario. Detrás de ella, esperaba paciente, Alma, su criada.
Momentos después, una sombra alargada ocultó los rayos del sol que brillaba desde lo alto del cielo. Madisson aclaró la vista y admiró al apuesto militar que se había parado ante ella.
-Señorita, permítame que me presente, soy el sargento Scott Nicholson. Disculpe que haga yo mismo los honores, pero carecemos de amigos en común y estoy inquieto por su herida. Se ha hecho daño por mi culpa.
Madisson agradeció mentalmente a la Virgen el hecho de estar sentada. Con toda la fuerza de voluntad de la que disponía, le ofreció su mano y, cuando sus dedos gráciles tomaron contacto con la piel áspera del militar, sintió una corriente eléctrica recorrerle todo el brazo.
-Madisson Clark, encantada de conocerlo y, por supuesto, disculpas aceptadas. -Arqueó sus labios dando la oportunidad a su boca generosa de convertirse en una amplia y seductora sonrisa.
Él, animado por sus palabras, giró sobre sí mismo y agarró con facilidad una silla vacía.
-¿Le puedo ofrecer compañía? -preguntó con galantería.
-Sí, por favor -aceptó de inmediato, abrumada por verlo sentado tan cerca.
Los colores invadieron de nuevo su rostro y un nudo incómodo se alojó en su garganta. Cuando él prendió de nuevo su mano vendada, sintió un poderoso aleteo en la boca de su estómago.
-Su mano es tan delicada como un colibrí en su nido. Y su belleza es arrebatadora.
-Gracias, es usted muy agradable -inquirió, cohibida, con las mejillas abrasadas. En cuanto advirtió la mirada asombrada de su doncella tomó consciencia de la situación y retiró la mano. Estaba cometiendo una locura, la mayor de su existencia hasta la fecha. Había permitido a un desconocido sostenerle la mano entre las suyas en una especie de intimidad, totalmente fuera de lugar.
A lo lejos, una fila de militares se aproximaba. Sergio se levantó y, mientras le tomaba la muñeca con delicadeza y depositaba un beso suave sobre ella, se despidió con afectividad:
-Me tengo que ir, el deber me llama.
-Claro, por supuesto -se apresuró en disculparlo.
-¿La puedo volver a ver? -preguntó con voz entrecortada-. El próximo domingo en la plaza, mi división y yo haremos una parada militar. Por si...
-¡Me encantaría! -lo interrumpió, ansiosa y, ante la sonrisa satisfecha de él, recordó los buenos modales de una señorita y se despidió-: Hasta el próximo domingo.
Aquella fue, sin duda, la semana más larga de sus diecisiete años de vida. Los minutos avanzaban a ritmo de caracol, y las manillas del reloj parecían estancadas. Durante el día, Madisson no tenía paciencia para entretenerse con nada y, por la noche, dormía mal y se despertaba empapada de sudor. Soñaba despierta con volver a verlo. Todos sus pensamientos se redujeron a una sola persona: él.
Finalmente, el ansiado domingo llegó y Madisson pudo respirar de nuevo con normalidad. Se atavió con uno de sus mejores vestidos, color verde esmeralda, compuesto por una falda amplia de seda repartida en varias capas que se sujetaba a su cintura con un corsé apretado. El corpiño tenía un escote redondo y, de las mangas tres cuartos, colgaban sendos lazos plateados de seda. Se peinó a la última moda, enrollando varias trenzas alrededor de su melena suelta. Se pellizcó con fuerza los labios hasta dejarlos del mismo color que las cerezas maduras y perfumó sus muñecas con esencia de azaleas. Enguantó sus manos y sujetó sobre su hombro delicado una sombrilla plateada, a juego con los lazos decorativos de su vestido. Con la criada pegada a su espalda, acudió a la plaza.
Allí se respiraba aire festivo. Las canciones alegres interpretadas por una orquesta contratada para animar el desfile arrancaron los sinceros aplausos de los asistentes. En ese estado de euforia general, varias decenas de militares hicieron su aparición. Vestidos con sus mejores galas, pisaban el suelo con firmeza al ritmo de los tambores. Entre ellos se hallaba Scott, quien no despegaba la vista de Madisson.
Cuando los actos militares finalizaron, Scott la buscó entre la multitud y la invitó a sentarse en un banco apartado, flanqueado por un castaño milenario. Madisson rebuscó unas monedas en su bolso de mano y se las ofreció a la criada para que se alejara de ella y comprara un refresco.
Debajo de aquel árbol, Scott le declaró su amor. Él también había pasado la semana más larga de su vida, contando los minutos y los segundos, igual que ella. Él también había perdido el sueño mientras esperaba ansioso el momento de volver a verla.
Ese soleado domingo de mayo, Madisson Clark y Scott Nicholson comenzaron su noviazgo en secreto, pero firmemente convencidos de que, muy pronto, lo gritarían a los cuatro vientos.