El club social donde se organizaba el torneo, estaba situado a media hora andando de su casa. A Raphael le hubiese gustado llegar como un señor en un coche de caballos. Sin embargo, el dinero no le sobraba y resolvió acudir andando. Se animó pensando que, a la vuelta, se permitiría alquilar el mejor coche de caballos, para poder traer las miles de libras que ganaría. Motivado por esas reflexiones positivas, caminó con paso ágil, soportando con estoicismo las altas temperaturas de la tarde de julio.
Llegó al club social sudoroso a causa del calor, la caminata y los nervios que se adueñaron de él. Entró decidido, se sentó y se puso a charlar con sus compañeros de juegos. En la cabecera de la mesa se encontraba sentado el barón de Casstel. Se trataba de un conocido jugador de de naipes, considerado como una baja amenaza debido a sus desafortunadas jugadas. A su lado se hallaba su hijo mayor, un joven desgarbado, de escasos cabellos pelirrojos y mirada aburrida. El banquero de la ciudad ocupaba la tercera silla. A causa de sus astutas jugadas, era considerado como una amenaza media. La quinta silla, por el momento, permaneció vacía.
-¿El conde vendrá? -se interesó Raphael-. ¿Le conocen?
-No tenemos la certeza de que fuera conde. Se rumorea que es originario de las tierras del norte, pero se llama a sí mismo conde para impresionar -contestó el barón de Casstle.
-¡Santo Cielo! -se impresionó Raphael-, eso significa engañarnos. ¿Qué hombre de honor mentiría sobre sus orígenes?
-Esta mañana ha depositado en el banco cincuenta mil libras -aclaró el banquero en tono pausado-. No hay duda, es de fiar.
-¿Señores? -les saludó una voz grave y varonil. Los cuatro asistentes alzaron las miradas hacia el poseedor de la misma-. Soy Robert Cameron. ¿Listos para comenzar?
En la opinión de Raphael, el supuesto conde era un hombre de aspecto peligroso. De estatura media, muy fornido, con hombros anchos y manos grandes, parecía desentonar con su vestimenta cara y bien cuidada. Moreno, con el pelo peinado hacia atrás, dejaba al descubierto un rostro ovalado con facciones regulares. Sus ojos, de color marrón bronce, estaban salpicados de manchas oscuras. Sonreía, pero no con amabilidad. Su aspecto general intimidaba. Ocupó la quinta silla e invitó a la primera ronda de licores. Raphael suspiró asustado ante la imponente presencia de ese hombre. Se debatió entre la posibilidad de retirarse y salir con las escrituras intactas. No obstante, al recordar su deplorable situación económica, permaneció sentado esperando la sonrisa de la suerte.
Robert Cameron abrió la apuesta con veinte mil libras. Raphael Clark entró en el juego. Avaló su participación con las escrituras de la hacienda que depositó sobre la mesa. Tras unos hábiles movimientos, la suerte le sonrió y compartió la última mano solo con Robert Cameron. Muy esperanzado, sacó un full de damas que fue abatido al instante, por la escalera del conde. Ante eso, Raphael sintió el sudor recorrerle la espalda y una imperiosa sensación de que le faltaba el aire. Empujó con manos trémulas las escrituras de la hacienda hacia el ganador. Robert sonrió despreocupado y las guardó en su cartera, como si se tratase de unos papeles sin importancia y no de una propiedad.
Raphael había perdido la fuente de sustento de su familia. Estaba acabado. En el siguiente turno no entró, se quedó vigilando el juego. De esa manera, pudo comprobar que el conde no seguía una estrategia especial, ni se tomaba demasiado en serio el juego. Parecía, más bien, improvisar sobre la marcha, sin inteligencia, ni táctica alguna.
«Solo es un hombre con suerte», especuló confiado. «Quizás estoy a tiempo de ganarlo», se animó al ver que aquella mano la ganó el banquero.
Tras cinco rondas seguidas, en la mesa de juego se amontonaron cuarenta y cinco mil libras; dinero más que suficiente para garantizarle el bienestar de su familia y una buena vejez. Raphael rebuscó en su carpeta y sacó las escrituras de su casa. El barón de Casstel y el banquero de la ciudad le lanzaron unas miradas reprobatorias, señal de que no debería jugarse aquello, pero Raphael estaba decidido.
Una buena jugada y regresaría a casa con los bolsillos llenos y las escrituras intactas.
Cuando Robert vio las segundas escrituras sobre la mesa, preguntó:
-¿Está usted seguro?
-¡Lo estoy! -exclamó Raphael poseído por un repentino optimismo.
Después de unos quince minutos de adrenalina y tensión, los cinco jugadores volcaron las cartas bocarriba. El full de ases de Raphael fue ganado por la escalera de colores del conde. Por unos instantes, pensó que aquello no le estaba ocurriendo en realidad. Empujó las escrituras hacia el ganador, esperando un milagro. Robert las aceptó, con un gesto indiferente dibujado en la cara. Las esperanzas de Raphael se derrumbaron como un castillo de naipes. Se sintió de repente viejo y cansado. No le quedaban fuerzas para levantarse de la silla. El conde de Casstel le tocó el hombro en señal de apoyo.
-Delante del club está esperando mi coche de caballos. Puede utilizarlo si quiere, yo me quedaré un rato más para probar suerte.
Ante esa muestra consoladora, el conde arqueó sus pobladas cejas y arrugó el entrecejo.
-¿Está usted bien? -Un atisbo de preocupación brilló en su mirada oscura-. Esta tarde no ha tenido mucha suerte, lo siento.
Raphael le lanzó una mirada larga, cargada de contrición, pero no le contestó. Cayó en la cuenta de que había convertido a un desconocido en el dueño de su casa y de su hacienda. Salió sin despedirse, se encontró que la noche había caído sobre la ciudad y que, por fin, había refrescado.
Distraído, aceptó el ofrecimiento del barón y se montó en su carroza. Desde el asiento trasero recorrió con la mirada las calles desiertas de Inverness. El hilo de sus pensamientos se estancó en su mujer, Victoria. Hija de aristócratas, mujer autoritaria, acostumbrada a la buena vida. Quizá, encontraría el modo de salir adelante.
Pero ¿cómo iba hacerlo con una joven de veinte años enferma que no sabía en qué mundo vivía? ¿Y su querida Madisson? Era apenas una niña. La niña de sus ojos. Y él, su padre, acababa de dejar a sus hijas en la calle. Era indudable que, Robert Cameron no tendría ningún reparo en tomar posesión de lo que era suyo.
Además, las deudas de juego eran sagradas. En el caso de que ocurriese un milagro y el conde decidiera perdonarlo y devolverle las escrituras, sería una deshonra tan grande, que le mataría igualmente. Raphael Clark era hombre muerto.
Entró en su casa y se sentó sobre un banco en el jardín. Buscó y rebuscó en el silencio de la noche una alternativa que le ayudara a remediar la situación, pero no parecía haber ninguna. Subió los peldaños de la escalera y se refugió en la biblioteca para pensar. Descorchó una botella de vino y, tras tomar un par de copas, el camino que debía de tomar se perfiló con claridad delante de él.