Capítulo 3 Habitantes de las sombras

Leifr caminaba a paso rápido mientras culebreaba por entre la gente del hereje ―el mercado negro de Gylden―.

Llevó las manos a sus bolsillos y tanteo con las yemas de los dedos las pocas monedas con las que contaba en esos momentos. Su misión había ido sorprendentemente mal. Cuando estaba a punto de cumplir su encargo, el desdichado al que debía matar cayó inerte sobre su escritorio por alguna razón desconocida y él se había quedado sin recompensa alguna. Decidió dejar las manos en los bolsillos ya que temía que al ir tan perdido en sus pensamientos algún ladronzuelo lo dejará totalmente limpio. No pudo evitar reír ante ese pensamiento, anteriormente su preocupación más grande era que su madre le descubriese hurtando galletas de la cocina, ahora guardaba tan celosamente esas pocas ―casi nulas― monedas que eran todo lo que poseía.

El hereje estaba camuflado de tal forma que en cada extremo pareciese un mercado normal, y lo era... de día. Había frutas, carnes, telas y una variopinta variedad de productos de todo tipo de calidad en la que podías encontrar todo lo que buscases. A causa de esto tanto nobles como plebeyos lo frecuentaban. Pero, al caer la noche, este se llenaba de todo tipo de cosas ilegales y chácharas mágicas. Sabiendo dónde ― y cómo― buscar podías encontrar desde ácido de los bestiales leviatanes hasta cuernos de unicornio y crías de vanara.

El rostro de Leifr se distorsionó al pasar por enfrente de los puestos de criaturas, dio una mirada de repulsión a los frascos con sangre de trol y muchos ojos desesperados le devolvieron la mirada desde las jaulas, esperando que quizá él fuese su salvación. Apretó los puños con fuerza.

Él estaba lejos de ser la persona más pura y buena del imperio, había un abismo gigantesco entre ser alguien "bueno" y su persona, pero detestaba a todo aquel que se aprovechara de los débiles ―quizá sonara ridículo viniendo de él, un asesino, un mercenario que mataba por dinero― pero por esa razón detestaba con todas sus fuerzas a la reina.

― "Emperatriz" ―se corrigió mentalmente no sin un deje de sentimientos mezclados entre los que se encontraban el odio, burla, cierta melancolía y muy, muy en el fondo y demasiado vano que casi, casi pasaba desapercibido; admiración―.

No. Nada de eso. Era imposible que él pudiera sentir admiración hacía el tipo de persona que era la reina.

― "Emperatriz" ― volvió a corregir su mente de manera involuntaria.

La emperatriz sí había sido reina en un inicio y, tan solo a la edad de veintidós años, había logrado crear una guerra que no se había visto desde la época en la que Gorka, el tirano, unificó o mejor dicho; sometió el continente de Algia para crear el imperio de Olimpea.

Más adelante daremos una explicación a todo, pero por el momento trataré de ponerte en contexto, querido lector. Durante los años de gobierno del rey Enzo ―el duque que se había levantado contra el tiránico Gorka en la llamada "rebelión del sol" y que había tomado el trono después de la muerte de este y la de los príncipes (él había creído que Toda la dinastía Galea había sido aniquilada. ¡Vaya sorpresa llevó después!)― algunos reinos habían optado por tener independencia y se separaron del imperio.

Pero cuando la emperatriz se hizo del poder había creado una nueva y sangrienta guerra que le hizo honor a la de Gorka, su progenitor, y obligó a los reinos independizados a unirse nuevamente al imperio.

Pero no solo eso, el tiempo en que la emperatriz había vuelto a unificar el imperio había sido el triple de rápido que el de Gorka y el año siguiente a la conclusión de la guerra había sido de masacres y sangrientas torturas y ejecuciones.

La emperatriz había estado cuatro años en el poder y el último año había sido de relativa paz y calma, pero la gente temía que la infame gobernante empezara nuevamente con sus derramamientos de sangre. No solo tenía varios ―y perturbadores― títulos como "emperatriz sanguinaria", "dama oscura" y "reina de espinas", sino que también había un montón de rumores sobre su persona.

Se decía que estaba loca.

Que tenía pactos con los dioses infames.

Que en el campo de batalla había sido la más imparable máquina de matar.

Que no era humana.

Rumores.

― "Tiene un dragón que la sigue a todas partes".

Rumores.

― "Contaba con la mala costumbre de comerse los ojos de sus víctimas".

De todo tipo, solo rumores.

― "Es amiga de los faes".

― "Una sirvienta derramó té sobre ella y ese error la mandó a la horca".

Pero, ¿cuáles eran ciertos?

. . .

De no haber recorrido esas calles cientos de veces desde hacía mucho tiempo, se hubiese perdido. Aunque al ir tan sumido en sus pensamientos sí dio un par de vueltas mal, no cualquiera podía memorizar a la perfección esas calles sinuosas.

Levantó la vista al cielo, estaba oscuro.

Cuando había entrado al hereje el sol comenzaba a caer y el cielo se empezaba a teñir de un bello y romántico tono naranja-rojizo. Vaya, se le estaba haciendo tarde.

Dio varios giros por ahí y unos cuantos culebreos por allá para asegurarse de perder a alguien si es que acaso lo seguían, podrán pensar ¿Quién es su sano juicio querría perseguir a un chico de aspecto amenazante y a todas luces pobre?, bueno, si algo había aprendido en sus años como mercenario era que un descuido podía costar la vida. Finalmente se detuvo en una casa de aspecto abandonado y andrajoso. Alargó la mano hacía la vieja puerta de madera y tocó.

Dos golpes cortos, uno largo, tres cortos y dos largos.

Después de un momento de suspenso la puerta se entreabrió ligeramente.

― De las sombras...― pronunció una ronca voz de la cual no se alcanzaba a distinguir el dueño a causa de lo poco que se dejaba ver por la abertura―.

― Somos los habitantes ―completó Leifr con seguridad, un segundo después la puerta se abrió completamente, permitiéndole el paso―.

― Vaya, Leifr ―habló el dueño de la voz áspera, por fin saliendo de las tinieblas―. Pensábamos que te habían dado caza los perros de la reina.

No contestó. Con una risa socarrona Leifr se internó en la estancia.

Apenas cruzó el umbral la puerta se cerró de golpe a su espalda, sumiéndolos nuevamente en la oscuridad.

                         

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