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La mañana del cinco de agosto despertó a la ciudad con un cielo nublado y una lluvia ligera, inusual para la fecha en ese lugar. Entre quejas y bostezos, la mayoría de las personas se preparaban para comenzar su día.
Una de ellas acababa de apagar su alarma con desinterés, antes de volver a cerrar sus ojos, mas cinco minutos después, otro reloj situado más lejos de su cama sonó de nuevo, haciéndola gruñir de exasperación.
Resignada, se levantó y caminó hacia su tocador para apagarlo y volvió a recostarse en su cama. Realmente, su cuerpo se sentía demasiado pesado, y cada instinto de su ser le decía que no saliera de sus cobijas.
Era el primer día de clases de su tercer semestre y ya anhelaba las vacaciones de invierno.
Sin embargo, recordando los últimos días, y por no querer preocupar más a su madre, tomó toda la fuerza que tenía para enderezarse y ponerse en pie.
La joven morena prendió la luz de su habitación mientras intentaba ignorar los pensamientos que llegaban a su mente diariamente desde el inicio del verano. Tomó el atuendo que había preparado el día anterior: una simple blusa azul de manga larga, unos jeans y unas botas negras; no era un atuendo que solía llevar en el verano, pero por alguna razón el clima del lugar no actuaba razonablemente en su ciudad.
Tomó su cadena de plata de su mesita de noche. También tomó su celular y revisó la hora: tenía cuarenta y cinco minutos para desayunar, terminar de arreglarse y encaminarse al metro bajo la lluvia.
La mujer de diecinueve años dio un suspiro al pensar en el trayecto que debía dar y abrió la puerta de su habitación para bajar a desayunar.
Su padre y su madre probablemente ya habían salido de casa. Su padre odiaba el tráfico que se formaba y dejaba la casa mucho más temprano de lo que hacían los demás. Su madre iba con él, y abría temprano su clínica junto con sus colegas.
Ella decidió comer algo de cereal. Era sencillo y le dejaba su estómago satisfecho por la mayor parte de la mañana, ya luego compraría algo de almorzar cerca de la universidad.
Se esforzó por comer rápido y terminar su tazón, para después lavar sus dientes y maquillarse ligeramente. Mientras se ponía un ligero abrigo encima y tomaba su paraguas no podía dejar de pensar en el regaño que le habría dado su mamá al evitar usar el hilo dental.
Abrió la entrada de su casa y vio el cielo ligeramente más oscuro de lo usual por lo nublado del día, por suerte el metro se encontraba a tan solo unas cuantas cuadras de su hogar y no se mojaría tanto si llovía.
Sus pies se sentían pesados y sus pasos eran muy lentos para el gusto de cualquiera, pero al menos eso le permitía disfrutar del aroma a tierra mojada.
Algunas vecinas, amas de casa, la saludaban al pasar y el hombre con una tienda de abarrotes en la esquina le deseó un buen día. Había vivido toda su vida en la misma casa, por lo que podría decirse que su colonia sabía quién era; si bien su vecindario no tenía ninguna relación cercana con ella, sí reconocía su cara con facilidad.
Llegó a la estación del metro y subió al vagón a empujones. Lo malo de no aceptar la oferta de su padre de llevarla en la madrugada, era que debía aguantar la hora pico, pero prefería eso a estar casi sola a oscuras a las cinco de la mañana.
En la parada cercana a la universidad, notó que faltaban solo diez minutos para su primera clase, por lo que corrió hacia su facultad, causando que casi chocara contra una monja que se encontraba fuera de una iglesia cercana.
Mientras tomaba asiento en su aula, no pudo evitar pensar en lo mucho que deseaba que terminara el día.
No quería estar ahí. Durante toda la clase, la voz del profesor solo fue un zumbido molesto y lejano para sus oídos, hubo momentos en los que ni siquiera recordaba que materia estaba tomando.
Así pasó el resto de su mañana, contando cada segundo que le faltaba para poder ir a su hogar. Gracias al cielo pudo organizar su horario de clases en la mañana y a media tarde, así no tendría que estar fuera todo el día.
La chica iba saliendo de su facultad cuando alguien la llamó.
-¡Sara!
Se giró hacia el origen de la voz y encontró a su amiga, Samara, estudiante de administración.
Ella tenía piel aperlada, un lindo cabello rizado que parecían ondas de chocolate, y ojos grandes color café claro que siempre tenían un brillo de alegría. Su nariz respingada combinaba con su delgado y largo rostro. Habiendo pasado tanto tiempo con su madre, siempre que la veía pensaba que era el perfecto ejemplo de alguien «dolicofacial». Había otro nombre más adecuado para el tipo de rostro de la chica, pero Sara nunca pudo memorizarlo.
En fin, Samara se acercó a ella, con pasos rápidos y llenos de energía. Ella le sugirió ir juntas a tomar un café y Sara, aunque dudosa, aceptó, pues la castaña tenía un corazón amable. Además, la paciencia que Samara le tenía a su desánimo, causaba que Sara agradeciera al cielo por su presencia.
Ambas fueron a un pequeño y acogedor local cerca del campus. Samara comenzó a charlar acerca de sus vacaciones y Sara simplemente la escuchaba.
Su compañera era una de esas personas que en cuanto pronunciaban una simple sílaba, ya no podían parar de hablar, pero a la joven universitaria poco le importaba, pues su actitud le entretenía, sobre todo cuando un punto que Samara tocaba la llevaban a una conversación completamente diferente de la que había comenzado.
Pero la voz de Samara, para mala suerte de Sara, no era lo suficientemente fuerte para tapar el sonido de la televisión del local.
-Hallan a joven desaparecida desde hace tres semanas, sin vida. Familia exige investigación para...
-Sara, ¿estás bien?
Sara se llevó una mano al pecho, se disculpó con su amiga y le restó la importancia al asunto. Samara siguió su relato cómo si nada hubiera pasado y sin saber de la prisa que tenía su amiga de ir a su hogar.
Ambas caminaron juntas a la estación y después se fueron por diferentes trayectos.
Los pasos que daba eran los mismos que los de la mañana, solo que las mujeres que la saludaban en su calle ya no se encontraban afuera. Si eran jóvenes, probablemente estaban almorzando con sus hijos pequeños, y si eran de mediana edad, probablemente veían un programa de comedia o una telenovela.
No había ni un alma, por lo que la joven apresuró el paso.
Sara abrió la puerta de su casa y enseguida pudo escuchar cuatro patitas corriendo hacia ella.
El perro, mestizo, de largo pelo blanco, saltaba con más energía de lo usual. Como había salido tan temprano esa mañana, el perro ni siquiera estaba despierto cuando ella se había ido. Era evidente que la había extrañado.
La chica le sirvió un tazón de comida a su mascota antes de ir al segundo piso. Realmente necesitaba una ducha caliente después de una tarde tan fresca.
Al sentir caer el agua sobre su cuerpo, se relajó instantáneamente. Aprovechó para lavarse los dientes una segunda vez ese día, y maldijo cuando al lavar su cabello una gota de shampoo cayó en su ojo, aunque una parte suya sintió alivio por tener una excusa perfecta para el enrojecimiento de sus ojos.
Salió de la ducha justo cuando escuchó la puerta de entrada abrirse.
-¡Ya llegamos! -exclamó su madre desde el primer piso.
Sara dio otro grito en respuesta antes de limpiar el espejo del baño y mirar su reflejo. Sus ojos cafés se encontraban ligeramente irritados gracias a su pequeño accidente.
Tomó su cepillo de la repisa y lo utilizó en su largo y liso cabello negro. Mientras hacía esto pudo notar cómo su piel morena se encontraba ligeramente enrojecida por el agua caliente, por lo que tomó un poco de crema y la aplicó en su piel.
La chica se puso un pijama, salió del cuarto de baño y se dirigió a la sala de estar para pasar un poco de tiempo de calidad con sus padres, quienes en ese momento tenían reacciones muy distintas a la energía usual de Galleta, su mascota.
Su madre estaba encantada de tener al can en casa, el perro siempre se acurrucaba con ella y la seguía a todas partes. Su padre, por otro lado, no era fan de los animales, aunque se estaba acostumbrando poco a poco a su presencia.
Cuando la noche cayó, y sus padres decidieron que era hora de terminar el día, Sara se llevó una mano al pecho y fue a su habitación, quedándose sola con pensamientos que intentó ahogar con música, en vano, pues las canciones que sonaban en sus audífonos no solo le gustaban a ella.
Usualmente, sus deberes mantenían su mente ocupada, pero siendo el primer día de clases del semestre, la chica no tenía ninguna tarea pendiente, por lo que su mente no podía distraerse.
Tampoco ayudaba mucho el que su teléfono no recibiera ningún mensaje de la mujer que prometió informarla sobre todo.
Un ruido en la puerta le hizo suspirar antes de dirigirse a abrirla. Galleta entró a su habitación con alegría y se recostó en su pequeña cama, sacándole una pequeña sonrisa, la cual no era completamente feliz.
-No deberías estar en mí habitación.
El perro no podía entender sus palabras, pero sí pudo notar su cambio de humor, pues el can dejó de morder su hueso de plástico para mirarla con extrañeza y, después, acercarse a ella moviendo ligeramente la cola.
La puerta que había logrado mantener cerrada todo el día en su mente finalmente se había abierto, causando que Sara tuviera que suprimir un sollozo, cubriendo su boca con la palma de su mano.
El perro, que su amiga Dulce había nombrado, subió a su cama y se acurrucó con ella, aumentando el volumen de lágrimas que rodaban por sus mejillas.
Dulce era quién debió adoptar a ese can que encontraron un día afuera del cine, no ella. Dulce debió haberla llamado esa mañana para ir juntas a la universidad. Dulce debió ser quien la acompañara a ese café...
Sara, desesperada, buscó debajo de su cama y sacó el diario, aquel que la consolaba y la hacía derrumbarse al mismo tiempo, y el cual prácticamente le lanzaron con ira, debido a su contenido.
Abrió una página al azar, y leyó lo que decía:
«Querido Dios:
Mañana Sara y yo comenzaremos la universidad. Mentiría si te dijera que no estoy nerviosa, pero también estoy bastante emocionada.
Lo único malo es que tendremos que dejar nuestras lecciones de baile. ¡Ah!, ¡odio eso! Aunque creo que mi madre está feliz. A ella nunca le gustó que yo bailara.
Dios... espero poder disfrutarla mucho y espero... bueno... tal vez eso me ayude. Tú sabes a lo que me refiero, ¿cierto?
En fin, debo ir a dormir, aunque no creo poder.
Te quiere,
Dulce.
P.D: Por favor, haz que Sara tenga dulces sueños.»
Ella cerró el diario, y se llevó una mano a su pecho, donde descansaba el crucifijo que llevaba todos los días. Si bien, ella ya no rezaba, el ver la imagen de la cadena que su madre le había obsequiado le daba una pequeña sensación de paz. Era como si esa pequeña figura fuera la única conexión que tenía desde hacía mucho tiempo con Dios. Con tan solo verla en un espejo, lograba pensar, durante un breve segundo en su presencia.
O así solía ser. Ahora simplemente la usaba por costumbre.
Mordiéndose el labio, guardó el pequeño diario y se recostó en su cama.
«Dios, ¿por qué?».
Sara hubiera deseado que ese fuera el último de sus pensamientos antes de quedarse dormida, pero como recientemente pasaba, ese solo fue uno de los que la atormentaron por el resto de la noche.