Ni siquiera era uno de los numerosos caballeros que llegaban a Norwood Park procedentes de Londres para tratar de temas de negocios con el padre y los hermanos de Margot. Francamente, los hombres que acababan de atravesar la puerta principal para entrar en el suelo de mármol del vestíbulo no se parecían en nada a ninguno que Margot hubiera visto antes.
-Dios mío -murmuró Lynetta a su lado.
Dios mío, efectivamente. Eran cinco, todos ellos altos y de hombros anchos, musculosos. Todos llevaban el cabello natural recogido en largas coletas, a excepción del hombre que los encabezaba, de pelo oscuro en forma de una maraña de rizos que le caían sobre los hombros, como si no se hubiera molestado en arreglárselo. Sus abrigos, salpicados de barro, eran largos y tenían una abertura por detrás, para poder montar a caballo con comodidad. Sus calzones y chalecos no eran de seda ni brocado, sino de basta lana. Llevaban botas viejas y de tacones gastados.
-¿Quiénes son? -susurró Lynetta-. ¿Gitanos?
-Salteadores de caminos -murmuró Margot, y su amiga soltó una risita.
Al sonido de la risa de Lynetta, el hombre que guiaba el grupo alzó la cabeza, como si fuera un animal olfateando el viento. Sus ojos se clavaron en Margot, que perdió el aliento: incluso a aquella distancia pudo ver que sus ojos eran de un azul hielo, punzante. Él le sostuvo la mirada mientras, parsimoniosamente, se quitaba los guantes de montar. Margot pensó que debía desviar la vista, pero no pudo. Un escalofrío le recorrió la espalda; tenía la horrible sospecha de que aquellos ojos podían asomarse directamente a su alma.
Alguien habló entonces, y los cinco hombres empezaron a avanzar. Pero justo antes de que su líder desapareciera debajo de la balconada, alzó una vez más la mirada hacia Margot. Una mirada tan intensa como penetrante.
Un nuevo escalofrío le recorrió la espalda.
Una vez que desaparecieron los hombres, Margot y Lynetta regresaron al salón de baile, decepcionadas de que la llegada de los forasteros no hubiera aparejado la de Montclare, y rápidamente concentraron su atención en otra cosa.
Lynetta bailó mientras Margot permanecía a un lado, esforzándose por disimular su nerviosismo. ¿Tan evidente era su torpeza en el baile? Al parecer sí, porque nadie se había animado a sacarla.
Después de lo que le parecieron horas de espera, sonó una campanilla anunciando que la tarta estaba servida. Un criado le ofreció una copa de champán. Le gustaba la sensación de cosquilleo que le subía a la nariz y bebió varios sorbos mientras esperaba en compañía de Lynetta a que Quint, el mayordomo de Norwood Park, les sirviera un trozo de tarta.
-¡Oh, Dios! -susurró frenéticamente Lynetta, dando un codazo a Margot.
-¿Qué?
-Es Fitzgerald.
-¿Dónde? -musitó Margot con el mismo tono de inquietud, al tiempo que se pasaba la punta de la lengua por el labio superior para secar cualquier resto de champán.
-¡Viene hacia aquí!
-¿Me está mirando? ¿Es hacia mí a quien se está acercando? -inquirió Margot, pero antes de que su amiga pudiera contestar, el señor Fitzgerald ya se había plantado ante ella.
-Señorita Armstrong -la saludó, y le hizo una reverencia al tiempo que adelantaba una pierna y barría el aire con un brazo.
Margot había notado últimamente que los jóvenes caballeros llegados de Londres habían adoptado esa clase de reverencia.
-Señorita Beauly -se dirigió esa vez a Lynetta-. ¿Me permitís que os felicite por vuestro aniversario?
-Gracias -respondió Lynetta-. Umm... Os suplico me perdonéis, pero quiero, eh... Creo que tomaré un poco de tarta -y se apartó incómoda, dejando a Margot a solas con Fitzgerald.
-Ah... -Margot podía sentir el corazón aleteándole en el pecho-. ¿Qué os parece el baile?
-Magnífico -respondió el caballero-. Os merecéis toda clase de elogios.
-Oh, no es para tanto -pudo sentir también la absurda sonrisa que empezaba a dibujarse en sus labios-. Y Lynetta me ha ayudado, por supuesto.
-Por supuesto -el señor Fitzgerald se desplazó para colocarse a su lado y, a través de la ceñida manga de su vestido, Margot pudo sentir una reverberación eléctrica allí donde su brazo rozó el suyo-. Señorita Armstrong, ¿me haríais el honor de concederme el próximo baile?
Margot ignoró la punzada de pánico que la recorrió por dentro. Pánico a que pudiera romperle un dedo de los pies de un pisotón...
-Estaría encantada...
-Señorita Armstrong.
-¿Perdón? ¿Qué? -preguntó con voz soñadora cuando alguien le tocó un codo.
-Vuestro mayordomo -sonrió el señor Fitzgerald, señalando con la cabeza al criado que se había acercado a ella por detrás.
Margot se obligó a desviar la vista del caballero para fijarla en Quint.
-¿Sí? -inquirió con un dejo de impaciencia.
-Vuestro padre os pide que os reunáis con él en el salón familiar.
Margot parpadeó extrañada. ¡Qué momento tan inoportuno!
-¿Ahora? -exclamó, forzando un tono angelical, pero siseando un poco. -¿Queréis que os guarde la copa hasta que volváis? -se ofreció el señor Fitzgerald.
Margot esperaba no parecer tan ridículamente complacida como se sentía por dentro. Aun así, no confiaba en ninguna de las jóvenes damas que circulaban a su alrededor como tiburones.
-Umm... -miró suplicante a Quint-. ¿No podría esperar mi padre?
Pero, como siempre, el mayordomo le devolvió la mirada con gesto impasible.
-Sus instrucciones son que os reunáis con él inmediatamente.
-Vamos -la animó el señor Fitzgerald con una cálida sonrisa-. Me concederéis ese baile a la vuelta -le quitó la copa de los dedos e inclinó cortésmente la cabeza.
-Sois muy amable, señor Fitzgerald. No me ausentaré más que un momento -Margot se giró en redondo y, tras fulminar con la mirada al viejo Quint, se recogió las faldas y empezó a retirarse.
Nada más entrar en el salón familiar, la asaltó un olor a hombres y caballos, y tuvo que reprimir una sensación de repulsión. La sorprendió ver a su padre sentado con los hombres de rudo aspecto que habían llegado poco antes a Norwood Park. Su hermano Bryce estaba allí, también, observando a los cinco visitantes como si fueran animales salvajes del bosque. Cuatro de aquellos hombres estaban devorando sus pitanzas, semejantes a una manada de lobos que no hubieran comido en mucho tiempo.
-Ah, aquí está mi hija, Margot -dijo su padre, levantándose y tendiéndole una mano.
Margot, reacia, avanzó para tomársela y hacerle una reverencia. Advirtió entonces, dado que se hallaba cerca de él, que el hombre de los ojos azul hielo estaba cubierto de polvo y suciedad, consecuencia, sin duda, de haber pasado varios días en el camino. Viendo su barba oscura y descuidada, se preguntó distraída si no habría perdido su navaja barbera. Su mirada arrogante la recorrió de la cabeza a los pies, desde la punta de su sofisticado peinado, cuyos pajarillos de papel parecieron interesarle, hasta su rostro y su corpiño.
«Qué grosero», pensó Margot para sus adentros. Lo miró con los ojos entrecerrados, pero su indignada reacción pareció agradarle. Sus ojos azules relumbraron mientras se levantaba. Alto como una torre, le sacaba más de una cabeza.
-Margot, te presento al jefe de clan Arran Mackenzie. Mackenzie, esta es mi única hija, la señorita Margot Armstrong.
Vio que una de las comisuras de su boca se alzaba levemente. ¿Sería consciente de la descortesía de aquella mirada tan fija? Margot ejecutó otra perfecta reverencia y le ofreció la mano.
-¿Cómo estáis, señor?
-Muy bien, señorita Armstrong -respondió.
Su voz tenía un marcado y vivaz acento escocés que le produjo un escalofrío. -¿Y vos? ¿Cómo estáis vos? -preguntó a su vez, tomando su mano en la suya. Era una mano enorme, y Margot sintió la callosidad de su pulgar cuando le rozó los nudillos. Pensó entonces, por contraste, en los dedos largos y finos, de uñas perfectamente manicuradas, del señor Fitzgerald. El señor Fitzgerald tenía manos de artista. Aquel hombre, en cambio, tenía garras de oso.
-Muy bien, gracias -respondió, y retiró suavemente la mano. Miró expectante a su padre, que no parecía tener prisa alguna en despacharla ahora que ya la había presentado a aquellos hombres. ¿Cuánto tiempo tendría que permanecer allí? Pensó de nuevo en el señor Fitzgerald, que estaría en aquel momento esperándola en el baile, con una copa de champán francés en cada mano. Podía imaginarse a las jóvenes damas que se estarían arremolinando a su alrededor, dispuestas a lanzarse sobre él como gavilanes.
-Mackenzie va a recibir una baronía -le informó su padre-. Será lord Mackenzie de Balhaire.
¿Qué diantre podía importarle eso a ella? Pero Margot, siempre la hija perfecta, sonrió levemente mientras mantenía baja la mirada.
-Debéis de sentiros muy complacido.
El hombre ladeó la cabeza como buscando sus ojos antes de contestar.
-Sí que lo estoy -repuso, y bajó atrevidamente la mirada a su boca-. Dudo mucho, sin embargo, que podáis entender lo sumamente complacido que me siento, señorita Armstrong.
Un intenso escalofrío recorrió la espalda de Margot. ¿Por qué la estaba mirando así? ¡Era tan osado, tan insolente! ¡Y con su padre allí delante, mirándolo todo como si nada!
-Gracias, Margot -intervino su padre desde algún lugar cercano. No estaba segura de dónde estaba, ya que parecía incapaz de desviar la vista de aquel hombre bestial-. Puedes volver con tus amistades.
¿Y ya estaba? Se sentía como si fuera la oveja premiada del condado, a la qué hubieran hecho desfilar para poder verla bien. «Mirad que lana tan buena». Se sintió vejada. A veces su padre parecía olvidarse de que no era una baratija que pudiera exhibir para suscitar admiración.
Mirando firmemente aquellos ojos azul hielo, dijo:
-Ha sido un placer haberos conocido -no había sido ningún placer, sino una molestia, y esperaba que él pudiera verlo en sus ojos. Bueno, si no podía verlo seguro que sus compañeros sí. Todos habían dejado de comer y la estaban mirando como si nunca hubieran visto a una dama antes. Lo cual, a juzgar por sus ropas y por sus horrorosos modales en la mesa, resultaba bastante creíble.
-Gracias, señorita Armstrong -dijo él con un acento tan rítmico y vivaz que fue como si una pluma le acariciara todo lo largo de la espalda-. Pero el placer ha sido completamente mío, os lo aseguro -sonrió.
Aquellas palabras y aquella sonrisa hicieron que Margot experimentara un extraño calor. Se retiró apresurada, deseosa de alejarse todo lo posible de aquellos hombres.
Para cuando llegó al salón de baile, sin embargo, se olvidó de aquel episodio, porque el señor Fitzgerald estaba bailando con la señorita Remstock. Su copa de champán no estaba por ninguna parte, con lo que cualquier otro pensamiento voló de pronto de su cabeza.
Al día siguiente, por la tarde, su padre le informó de que había aceptado entregar su mano en matrimonio a aquella bestia de Mackenzie... para hacer luego oídos sordos a sus súplicas.