El Caballero Escocés
img img El Caballero Escocés img Capítulo 4 El Salvaje Escocés – Chapter 4
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Capítulo 4 El Salvaje Escocés – Chapter 4

El Salvaje Escocés – Chapter 4

Ante su silencio, Margot paseó la mirada por todo aquello que la rodeaba: las toscas antorchas de estopa, los candelabros de hierro, los perros que vagabundeaban por el gran salón. Era algo completamente distinto de Norwood Park. Nunca se había interesado por aquel inmenso salón, el corazón de Balhaire desde hacía siglos. Siempre había aspirado a algo más delicado: una habitación elegante, el salón de baile de un Londres o un París. Pero, para Arran, aquella habitación era de lo más funcional. Había largas mesas donde se sentaban los miembros de su clan, con enormes chimeneas a cada extremo para calentarlo. Unas pocas alfombras ahogaban el sonido de las botas en la piedra, y él siempre había preferido la parpadeante luz de las antorchas.

-Esto sigue siendo encantadoramente pintoresco -comentó ella, leyendo sus pensamientos-. Todo sigue exactamente igual.

-No todo -le respondió él-. Yo no esperaba volver a veros aquí.

-Lo sé -repuso Margot, esbozando una leve mueca-. Y, por ello, os presento mis disculpas.

Arran esperaba más. Una explicación. Una súplica de perdón. Pero eso era todo lo que estaba dispuesta a decir, aparentemente, mientras continuaba mirando a su alrededor, contemplando el estrado.

-Oh, qué maravilla -dijo de pronto-. Veo que habéis añadido algo nuevo. Arran miró por encima de su hombro. El estrado era lo único que quedaba del salón original, más allá de los suelos y las paredes. Era una especie de plataforma elevada donde el jefe de clan y sus consejeros habían hecho sus comidas durante años. Su uso actual ya no era tan formal, pero, aun así, a Arran le gustaba, ya que desde allí podía dominar todo el espacio.

Tardó un momento en darse cuenta de que estaba admirando la mesa de madera tallada y los sillones tapizados que había adquirido en un reciente viaje comercial, así como los dos candelabros de plata que decoraban la cabecera. Los había recibido como pago de un hombre que había tenido mala suerte y que había necesitado dos caballos para huir a la desesperada de las autoridades.

-Mobiliario francés, ¿verdad? -preguntó ella-. Parece muy francés.

¿Era francés? ¿Y qué importaba eso en aquel momento, dada la gran ocasión que se estaba desarrollando entre ellos? ¡El señor y la señora Mackenzie de Balhaire se hallaban en la misma habitación, y todavía no se habían lanzado ningún cuchillo! ¡Que llamasen a los heraldos! ¡Que hiciesen sonar los clarines! ¿Qué diablos estaba haciendo su mujer allí después de años de silencio, haciendo comentarios sobre la mesa del estrado? ¿Por qué se había presentado allí sin previo aviso, sin decir una palabra, sobre todo después de haberse marchado de la manera en que lo había hecho?

Su osadía le provocó una furia irrefrenable, acelerándole el corazón.

-No os esperaba, y me gustaría saber qué es lo que os ha traído a Balhaire, milady.

-¡Eso! -gritó alguien al fondo del salón.

-Dios mío, os suplico me perdonéis -se inclinó al instante, ejecutando una exagerada reverencia-. Tan entusiasmada estaba con la familiaridad del entorno que me olvidé de anunciaros que he vuelto a casa.

-¿A casa? -él resopló ante lo absurdo de la idea.

-Sí. A casa. Vos sois mi marido. Por tanto, esta es mi casa. Mi hogar -agitó los dedos de la mano que le tendía, como para recordarle que seguía sin bajarla. Y que él tenía que aceptarla.

Sí, Arran de repente fue consciente de aquella mano y, lo que era más importante, de aquella sonrisa que le quemaba en el pecho. Una sonrisa que acababa en un par de deliciosos hoyuelos, con aquellos luminosos ojos verdes que relumbraban a la tenue luz del salón. Podía ver los mechones de su cobriza melena asomando bajo la capucha de su capa, oscuros rizos que contrastaban con su piel cremosa.

Ella seguía sonriendo, con la mano todavía tendida hacia él.

-¿No pensáis acercaros a saludarme?

Arran vaciló. Todavía llevaba su ropa de montar manchada de barro, abierto el cuello de la camisa que cubría apenas su pecho desnudo. Se había peinado su larga melena solo con los dedos, para recogérsela en una tosca coleta que le caía sobre la espalda. No se había afeitado en varios días, y no tenía la menor duda de que apestaba un poco. Pero estiró un brazo y aceptó su mano.

Qué huesos tan finos y delicados... Cerró sus dedos de yemas callosas sobre los de ella y tiró con demasiada fuerza para levantarla, tanta que la hizo dar un pequeño y brusco salto hacia delante. En aquel momento la tenía tan cerca que ella tuvo que combar su cuello de cisne y echar mucho la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos.

Arran la fulminó con la mirada, intentando comprender.

Ella enarcó una oscura ceja.

-Dadme la bienvenida a casa, milord -dijo, y de pronto, con una sonrisa que resultó tan perversa como la del diabhal mismo, lo sorprendió, o más bien lo dejó perplejo con lo que hizo a continuación. Poniéndose de puntillas, le pasó un brazo por el cuello y le obligó a bajar la cabeza... para besarlo.

Diablos, Margot lo estaba besando. Aquello era tan sorprendente como su repentina aparición. Y no fue un beso casto, que era la única clase de besos que había conocido de la joven novia, tímida y pudorosa, que lo había abandonado tres años atrás. Fue un beso perfectamente carnal, que lucía todas las señales de la madurez, con una boca suculenta, una lengua juguetona y unos pequeños dientes que mordisquearon suavemente su labio inferior. Y, cuando terminó de besarlo, volvió a apartarse y le sonrió, con unos ojos verdes tan brillantes como la luz de las antorchas.

Aquello hizo su efecto. La furia de Arran empezó a convertirse progresivamente en deseo. Parecía la misma de siempre, quizá algo más rellenita, pero no era en absoluto la novia que había abandonado Balhaire deshecha en llanto. Le bajó bruscamente la capucha. Su cabello era de un tono cobre bruñido, y acarició por un instante los rizos que enmarcaban su rostro. Ignoró luego su ceño levemente fruncido mientras le soltaba el broche de la capa. La tela se abrió, relevando el ajustado talle de su traje de viaje, con el cremoso bulto de sus senos asomando por encima del brocado dorado de su corpiño. Y advirtió algo más, también: el collar de esmeraldas que él le había regalado por su boda, relampagueando en el nacimiento de su cuello. Estaba arrebatadora. Seductora. Un suculento plato para que un hombre lo saboreara morosamente.

Pero ella se equivocaba de medio a medio si esperaba tenerlo sentado a su mesa.

-Parece que habéis recurrido con bastante frecuencia a mi bolsa -comentó, admirando la calidad de su vestido de seda-. Y lucís también una excelente salud.

-Gracias -repuso ella, cortés, y alzó ligeramente la barbilla-. Y vos parecéis... -se interrumpió, lanzando otra mirada a su desaliñado aspecto-. El mismo de siempre -alzó una comisura de los labios en una sonrisa irónica.

Su perfume lo mareaba, y una cascada de recuerdos anegó su cerebro. El recuerdo de ella desnuda en su cama. De sus largas piernas enredadas en las suyas, de su cabello perfumado, de sus senos jóvenes en sus manos.

Ella también pareció ser consciente de sus pensamientos; Arran pudo verlo en el brillo de sus ojos. Apartándose ligeramente de él, le dijo: -¿Me permitís presentaros al señor Pepper y al señor Worthing? Han sido tan amables como para escoltarme hasta aquí, asegurándose de que llegara sana y salva.

Arran apenas se dignó a echar un vistazo a aquellos pisaverdes ingleses.

-De haber sabido que pensabais regresar a Balhaire, os habría enviado a mis mejores hombres. Qué curioso que no me mandarais palabra alguna.

-Eso habría sido muy generoso por vuestra parte -repuso ella con tono vago-. ¿Sería mucha molestia que nos dierais de cenar? Yo estoy desfallecida de hambre, y estoy segura de que estos buenos hombres también. Me había olvidado de las pocas posadas que hay en las Tierras Altas.

Arran estaba ligeramente ebrio y demasiado perplejo, pero no tanto como para que estuviera dispuesto a acogerla en su castillo después de tres malditos años, y fingir que todo estaba perfectamente sin que ella se dignara a darle la menor explicación al respecto. Estaba decidido a exigirle una respuesta, aunque en aquel momento era incómodamente consciente de que los oídos de todo el clan Mackenzie estaban pendientes de ellos.

-¡Música! -gritó.

Alguien sacó una flauta y empezó a tocar. Arran agarró entonces de la muñeca a Margot y la atrajo hacia sí. Le habló muy bajo para que los demás no pudieran escuchar lo que decía.

-Volvéis a Balhaire, sin anunciaros, después de haberos marchado como lo hicisteis... ¿y todavía os atrevéis a pedirme que os dé de cenar?

Ella entornó ligeramente los ojos, tal como había hecho la noche en que Arran la vio por vez primera.

-¿Os negaréis a alimentar a los hombres que se han asegurado de traerme de vuelta, sana y salva, con vos?

-¿Habéis vuelto conmigo? -se burló él.

-Si la memoria no me falla, siempre me estabais recordando la fama de hospitalarios que tenían los escoceses.

-No os creáis con derecho a decirme lo que debo hacer, milady. Respondedme. ¿Por qué estáis aquí?

-Oh, Arran -exclamó, y sonrió de pronto-. ¿No es obvio? Porque os he echado de menos. Porque he entrado en razón. Porque deseo que retomemos nuestro matrimonio. Que lo intentemos de nuevo. ¿Por qué si no me habría tomado la molestia de hacer un viaje tan duro e incómodo?

Arran vio moverse aquellos sensuales labios, escuchando las palabras que decía... y negó con la cabeza.

-Eso, ¿por qué? Tengo mis sospechas, ¿sabéis? -dijo, con la mirada clavada en su boca-. Asesinato. La provocación de un alboroto. Que me rebanéis el cuello por la noche.

-¡Oh, no! -exclamó ella con expresión grave-. Eso sería horroroso, tanta sangre... No podéis considerar tan imposible que yo haya cambiado de actitud -dijo-. Al fin y al cabo, vos no sois tan desagradable como parecéis.

¿Ahora se estaba burlando de él? Experimentó otro arrebato de furia.

-Francamente, habría venido antes si hubiera recibido de vuestra parte algún indicio de que deseabais que lo hiciera -añadió ella como si se tratara de algo perfectamente obvio.

Arran no pudo evitar soltar una carcajada de incredulidad.

-¿Es que os habéis vuelto loca, mujer? No he recibido una maldita palabra vuestra en todo el tiempo que habéis estado fuera.

-Yo tampoco he recibido palabra alguna de vos.

            
            

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