El interior del castillo medieval había sido transformado en un suntuoso espacio digno de un rey... o al menos de un jefe de clan escocés enriquecido con el comercio marítimo. El jefe en cuestión, el barón de Balhaire, Arran Mackenzie, estaba repantigado en los muebles del gran salón con sus hombres, delante de un buen lote de cerveza y rodeado de sus perros, todos pastores escoceses.
En lo alto de la torre de vigía, tres centinelas pasaban el tiempo arrojando monedas sobre una capa extendida en el suelo, a cada tirada de dados. En la última, Seamus Bivens ya había aligerado del peso de dos sgillin a su viejo amigo Donald Thane. Dos sgillin no era precisamente una fortuna para un guardia de Balhaire, gracias a la generosidad que Mackenzie prodigaba a los que le eran leales, pero, en cualquier caso, cuando Seamus se llevó otros dos más, Donald se mostró especialmente sensible a aquella merma de su bolsa y de su orgullo. Siguió un cruce de palabras exaltadas y los dos hombres se levantaron atropelladamente, requiriendo sus respectivos mosquetes, apoyados contra la pared.
Sweeney Mackenzie, el comandante, no tenía ningún problema con que sus hombres se pelearan, pero un ruido extraño llegó hasta sus oídos, con lo que se levantó también y se interpuso entre ambos, separándolos con una mano en el pecho de cada uno.
-Uist! -chistó para acallarlos-. ¿Habéis oído?
Los dos centinelas se quedaron inmóviles y estiraron los cuellos, escuchando. El ruido de un carruaje acercándose resonaba en las fantasmales sombras de las colinas.
-¿Qué diablos? -masculló Seamus y, olvidada la furia que había sentido contra Donald, agarró el catalejo y se apoyó en el muro.
-¿Y bien? -preguntó Donald, pegándose a su espalda-. ¿Quién es? Un Gordon, ¿verdad?
Seamus sacudió la cabeza.
-No es un Gordon.
-Un Munro, entonces -dijo Sweeney-. He oído que han estado vigilando las tierras Mackenzie -corrían tiempos relativamente tranquilos en Balhaire, pero un cambio repentino en las alianzas entre clanes no habría sorprendido a nadie.
-No es un Munro -declaró Seamus.
Podían ver ya aproximarse el carruaje tirado por cuatro caballos, con dos jinetes a la cola y otros dos a los laterales. El postillón portaba una pértiga con linterna para iluminar el camino, aparte de los fanales propios del coche.
-¿Quién diablos será para presentarse aquí tan entrada la noche? -gruñó Donald.
De repente, Seamus se quedó sin aliento. Bajando el catalejo, entrecerró los ojos y volvió a mirar por él mientras se inclinaba hacia delante.
-¡No! -murmuró, incrédulo.
Sus dos compañeros intercambiaron una mirada.
-¿Quién? -exigió saber Donald-. No puede ser un Buchanan -dijo, con la voz convertida casi en un murmullo, refiriéndose al más tenaz de los enemigos de los Mackenzie.
-Es... es lady Mackenzie -dijo Seamus, casi susurrando.
Sus dos compañeros perdieron también el aliento. Sweeney se giró en redondo, recogió su arma y corrió a advertir a Mackenzie de que su esposa había regresado a Balhaire.
Desafortunadamente, bajar desde la parte más alta de Balhaire no era tarea fácil y, para cuando Sweeney llegó al patio del castillo, el coche ya había atravesado las puertas de la muralla. La portezuela del carruaje se abrió, desplegando la escalerilla. El comandante vio un pie pequeño posándose sobre el escalón y echó a correr a toda velocidad.
***
Arran Mackenzie adoraba la sensación de tener un dulce bulto de mujer en su regazo, así como el aroma de su pelo en la nariz, sobre todo con el dorado calor de la buena cerveza arropándolo en sus líquidos brazos. Había dado buena cuenta del lote que su primo y primer teniente de la fortaleza había destilado. Jock Mackenzie se tenía por un buen maestro cervecero.
Arran estaba repantigado en su silla, acariciando lentamente la espalda de la mujer mientras se esforzaba morosamente por recordar su nombre. ¿Cómo se llamaba? ¿Aileen? ¿Irene?
-¡Milord! ¡Mackenzie! -gritó alguien.
Arran ladeó la cabeza para distinguir algo detrás de los rubios rizos de la mujer que tenía sentada en el regazo. Sweeney Mackenzie, uno de sus mejores soldados, le estaba gritando desde el fondo del salón. El pobre hombre se apretaba el pecho como si el corazón le fallara. Tenía un aspecto verdaderamente frenético mientras paseaba la mirada por la habitación atestada de gente.
-¿Do-dónde está? -le preguntó a un borracho que tenía al lado-. ¿Do-dónde está Mackenzie?
Sweeney era un guerrero feroz y un comandante plenamente consagrado a su cargo. Pero, cuando estaba nervioso, tenía tendencia a tartamudear como cuando los dos eran niños. Por lo general, había pocas cosas que pudieran agitar tanto a un veterano como él.
-¡Aquí, Sweeney! -gritó, haciendo a un lado a la mujer. Sentándose derecho en su sillón, indicó al hombre que se acercara-. ¿Qué es lo que te ha puesto en este estado?
Sweeney se dirigió apresurado hacia él.
-Ella ha vu... vuelto -logró pronunciar, casi sin aliento.
Arran frunció el ceño, confuso.
-¿Quién?
-La... la... la... -los labios y la lengua de Sweeney parecían haberse enredado.
Tragó saliva e intentó soltar la palabra.
-Toma aliento, hombre -dijo Arran, levantándose-. Tranquilízate. ¿Quién ha venido?
-La... lady Ma... Ma... Mackenzie.
Aquel nombre pareció flotar entre Arran y Sweeney, elevándose en el aire. ¿Se lo había imaginado Arran, o de repente todo el salón se había quedado quieto, paralizado? Tenía que tratarse de algún error... Cruzó una mirada con Jock, que parecía tan perplejo como él.
Volviéndose nuevamente hacia Sweeney, dijo con tono tranquilo:
-Respira otra vez, hombre. Tienes que estar equivocado.
-No está equivocado.
Arran giró bruscamente la cabeza al oír aquella voz femenina tan familiar, de acento inglés. Escrutó el fondo del salón, pero las antorchas producían más humo que luz y el espacio se hallaba en sombras. No consiguió distinguir a nadie en particular, pero el rumor de alarma que se alzó entre las dos decenas de almas que allí se reunían se lo confirmó: su esposa había vuelto a Balhaire. Después de una ausencia de más de tres años, había regresado de manera inexplicable.
Aquello indudablemente sería contemplado como una gran ocasión por una mitad de su clan, mientras que la otra lo vería como una desgracia. Solamente se le ocurrían tres posibles razones para que su esposa pudiera estar allí en aquel momento: una, que su padre hubiera muerto y ella no tuviera ningún lugar adonde ir, salvo con su marido legal. Dos, que se hubiera acabado el dinero que le había dado. O tres... que quisiera divorciarse de él.
Desechó la posibilidad de la muerte de su padre. Si el hombre hubiera muerto, él se habría enterado. Tenía a un agente destacado en Inglaterra para vigilar de cerca a su desleal esposa.
La multitud se partió en dos mientras la belleza de cabello castaño rojizo se deslizaba por el salón como un esbelto galeón, seguida de dos hombres vestidos con finas ropas y empolvadas pelucas.
Era imposible que se le hubiera acabado el dinero. Arran era más que generoso con ella. Demasiado, en opinión de Jock. Y quizá tuviera razón, pero nadie podría decir de Arran que no se ocupaba de mantener adecuadamente a su mujer.
La gran entrada de su esposa fue súbitamente alterada por uno de los viejos perros de caza de Arran. Roy escogió aquel momento para deambular por el pasillo despejado y dejarse caer justo allí, con la cabeza entre las patas sobre el frío suelo de piedra, ajeno a las actividades de los humanos que lo rodeaban. Suspiró sonoramente, dispuesto a dormir una siesta.
Su esposa, elegantemente, se levantó los faldones de la capa y pasó por encima del animal. Sus dos escoltas prefirieron rodearlo.
Mientras ella continuaba caminando hacia él, Arran tuvo que plantearse que quizá la tercera posibilidad fuera la más plausible. Se había presentado allí para pedirle el divorcio, una anulación... lo que fuera con tal de liberarse de él. Y sin embargo se le antojaba bastante improbable que hubiera hecho un viaje tan largo solo para pedírselo. ¿No habría sido mejor enviar a un agente? O quizá lo que pretendía era humillarlo una vez más.
Margot Armstrong Mackenzie se detuvo con las manos juntas y una sonrisa en beneficio de la multitud que la contemplaba boquiabierta. Sus dos escoltas se colocaron directamente detrás de ella, escrutando desconfiados el salón, con las manos apoyadas en la empuñadura de sus espadines. ¿Temerían verse obligados a combatir para salir de allí? Era una posibilidad, porque algunos miembros del clan tenían una expresión demasiado expectante, como si estuvieran entusiasmados ante la posibilidad de una pelea.
No había habido una muerte, entonces. Ni tampoco una falta de fondos. Lo que no podía descartar era el divorcio, pero, por la razón que fuera, Arran experimentó un repentino ataque de furia. ¿Cómo se atrevía a volver?
Se levantó del sillón, situado en el estrado, y se dirigió hacia ella.
-¿Acaso ha nevado en el infierno? -le preguntó con toda tranquilidad.
Ella miró a su alrededor.
-No veo aquí rastro alguno de nieve -repuso al tiempo que se quitaba los guantes.
-¿Habéis venido por mar? ¿O montada en una escoba?
Alguien en el estrado soltó una risita.
-Por mar y en carruaje -explicó con tono agradable, ignorando la pulla. Ladeando la cabeza, recorrió su cuerpo con la mirada-. Lucís buen aspecto, mi señor esposo.
Arran no dijo nada. No sabía qué decirle después de tres años y temía que cualquier cosa que hiciera desatara un torrente de emociones que no estaba dispuesto a compartir con el mundo.
Ante su silencio, Margot paseó la mirada por todo aquello que la rodeaba: las toscas antorchas de estopa, los candelabros de hierro, los perros que vagabundeaban por el gran salón. Era algo completamente distinto de Norwood Park. Nunca se había interesado por aquel inmenso salón, el corazón de Balhaire desde hacía siglos. Siempre había aspirado a algo más delicado: una habitación elegante, el salón de baile de un Londres o un París. Pero, para Arran, aquella habitación era de lo más funcional. Había largas mesas donde se sentaban los miembros de su clan, con enormes chimeneas a cada extremo para calentarlo. Unas pocas alfombras ahogaban el sonido de las botas en la piedra, y él siempre había preferido la parpadeante luz de las antorchas.