Pero le gustaba Jenny. No era como había esperado que fuese nada más verla. No era una niña de papá. Y el hecho de que hubiese accedido a tomar algo con un hombre que, para ella, era pobre e inculto, decía mucho acerca de su carácter. Llevaba ropa de marca para impresionar a sus clientes, no porque fuese una esnob.
En cierto modo, Jenny le recordaba a él mismo.
Aislado y obsesionado con su trabajo. Después de la ruptura con Ashleigh había pasado casi todo su tiempo encerrado en el rancho. Se había aislado del mundo. Y en los últimos tiempos había estado tan obsesionado con Oliver Cameron que casi no había pensado en otra cosa. Solo después de haber conocido a Jenny había tenido ganas de tener compañía.
Pero tenía que tener cuidado con dónde y con quién se dejaba ver. No podía arriesgarse a que lo reconociesen si no quería tirar por la borda cuatro meses de trabajo. Tenía pensado descubrirlo todo en la gala.
Dado que Jenny parecía estar aislada del mundo, no parecía representar una amenaza para su plan. Y nadie iba a reconocerlo en aquel bar.
Personalmente, prefería el club de tenis de Vista del Mar, donde su padre y otros hombres como él bebían whisky de ochenta años y hacían negocios. También prefería estar en el rancho, en la montaña, a estar encerrado en un despacho. Eso debía de haberlo heredado de su madre.
Jenny se mordisqueó el labio inferior, pero no apartó la mano de debajo de la suya. Tal vez le gustase la sensación. A él le estaba gustando. Y, si se salía con la suya, iría mucho más allá. Quizás hubiese llegado el momento de terminar con su celibato voluntario.
–Supongo que no me pasará nada por no trabajar esta tarde –comentó ella–, pero tendré que hacerlo mañana por la mañana, así que no podré quedarme mucho rato.
–Te llevaré a casa antes de que la camioneta vuelva a transformarse en calabaza, te lo prometo.
–Que quede claro que esto no es una cita–dijo ella, apartando la mano–. Podemos ser amigos, pero nada más.
–Amigos –repitió él. Con derecho a roce, tal vez.
Jenny se relajó y le dio otro sorbo a su copa. El bar se estaba empezando a llenar. Pronto empezaría a bailar la gente y, a las siete, comenzaría a tocar la banda de música. Y Elias la sacaría a bailar. Un par de copas más y la convencería, estaba seguro.
Ella lo miró con los párpados caídos. Tenía unos ojos increíbles. En su despacho, a Elias le había parecido que eran azules, pero con aquella luz parecían casi violetas.
–Me estás mirando fijamente –le dijo Jenny.
Él se inclinó hacia delante, apoyando los brazos en la mesa.
–Estaba intentando averiguar de qué color tienes los ojos.
–Depende de qué humor esté. A veces son azules, otras violetas.
–¿Y de qué humor estás cuando son violetas?
–Contenta. Relajada.
Elias se preguntó de qué color se le pondrían cuando estaba excitada y si tendría la suerte de poder averiguarlo.
–Desde que nos hemos sentado solo hemos hablado de mí –añadió Jenny–. ¿Por qué no me cuentas algo de ti? Y no me digas que no hay mucho que contar. Todo el mundo tiene una historia.
Pero él no podía contarle la suya. En cualquier caso, no la versión completa. No obstante, sabía que cuantas menos mentiras contase, menos tendría que recordar.
–Nací en California –empezó–. No muy lejos de aquí. Mi padre vive muy cerca.
–¿Y vas a verlo a menudo?
–No. No estamos de acuerdo en casi nada.
–Has dicho que tu madre murió cuando eras pequeño.
–De una sobredosis accidental –le dijo.
Nunca se había considerado oficialmente un suicidio, pero solo porque no había dejado nota de despedida. Cualquiera que hubiese conocido a Denise Saint sabía que había sido lo suficientemente infeliz como para quitarse la vida. Y aunque él tenía solo catorce años, su muerte había sido la gota que había colmado el vaso. Desde entonces, casi no había vuelto a hablarse con su padre. Su madre siempre había sentido debilidad por él mientras que Ada había sido la princesita de su padre. Y, según tenía entendido, lo seguía siendo.
–¿Tienes hermanos? –le preguntó Jenny.
–Una hermana, pero hace quince años que no nos vemos.
Desde el día que se había marchado al internado, en la costa este. Aunque había oído que Ada se había casado hacía poco tiempo y estaba embarazada de su primer hijo. Iba a ser tío, pero lo más probable era que no viese nunca al niño.
–Quince años es mucho tiempo.
–Es complicado.
–Debe de serlo, porque es difícil imaginarse a alguien tan sociable y agradable como tú enfadado durante quince años.
Él sonrió.
–Casi no me conoces. Tal vez solo esté fingiendo que soy agradable.
Ella lo pensó un segundo, pero enseguida negó con la cabeza.
–No, te estás olvidando de que soy asesora de imagen. Se me da bien analizar a la gente. La manera en la que has engatusado a la vendedora hace un rato es imposible de fingir. Se te da bien la gente. Eres un tipo agradable.
Tal vez demasiado agradable y, sin duda, demasiado confiado. De eso se había dado cuenta con Ashleigh y había sido un trago bastante amargo, pero en esos momentos no quería volver a pensar en ella.
–Entonces, supongo que te gusto –comentó sonriendo–. Dado que soy un tipo tan encantador.
–Tal vez no me gusten los tipos encantadores –respondió ella, vaciando la segunda copa de vino–. Y prefiera a tipos que no me convienen.
El vino debía de estar subiéndosele a la cabeza.
Estaba empezando a coquetear.
Elias se inclinó hacia delante y clavó la mirada en la suya.
–Que sepas que puedo llegar a ser muy malo.
Tal vez se lo imaginase, pero tuvo la sensación de que a Jenny se le estaban oscureciendo los ojos. La cosa parecía ponerse interesante.
–¿Cómo es que una mujer tan guapa como tú no tiene novio?
–¿Quién ha dicho que no lo tengo?
–Si lo tuvieses no tendrías planeado trabajar un viernes por la noche. Ni tampoco estarías aquí conmigo.
–Estoy centrada en mi carrera y no tengo tiempo para relaciones.
Exactamente la clase de mujer que necesitaba en esos momentos. Una mujer que no esperase compromisos, que no tuviese tiempo para él.
Aunque si se enterase de que era millonario, tal vez cambiase de opinión.
–¿Y tú, por qué no tienes novia?
Él sonrió.
–¿Quién ha dicho que no la tenga?
–Si la tuvieses no estarías aquí conmigo.
Cierto.
–Tuve una prometida hasta el año pasado.
Jenny se puso seria.
–¿Y no salió bien?
–Que no salió bien sería una manera educada de decir que me engañó con el capataz del rancho.
Ella sacudió la cabeza.
–No entiendo a las personas que engañan a sus parejas. Si no eres feliz con alguien, déjalo.
Ashleigh había seguido con él solo por su dinero, pero, al parecer, jamás había pretendido ser feliz a su lado ni serle fiel. O eso le había dicho cuando había roto con ella.
–¿Lo dices por experiencia?
–No, pero mi madre tuvo varios novios incapaces de mantener la bragueta del pantalón subida. Aunque no fuese fácil estar con mi madre.
–¿Qué quieres decir?
Jenny dudó antes de responder.
–Era alcohólica. Empezó a beber cuando mi padre murió y no paró hasta morirse ella también.
–Debió de ser muy duro.
–Era débil, patética.
Y parecía que Jenny seguía enfadada con ella, por lo que Elias supuso que lo último que querría era parecerse a ella. Por eso le parecía tan importante tener éxito y ser autosuficiente. No era el tipo de mujer que salía con un hombre por su dinero, aunque él tampoco estuviese buscando una relación.
Pensó que había llegado el momento de relajar un poco el ambiente. Le hizo un gesto a Billie para que les sirviese otra ronda y, aprovechando que estaba sonando una canción lenta, se puso en pie y le tendió la mano a Jenny.
–Baila conmigo.
Ella abrió los ojos y negó con la cabeza.
–No. No bailo.
–Todo el mundo baila.
–En serio, Elias. No sé bailar.
–No es tan difícil.
–Lo es para mí.
–¿Cuándo fue la última vez que lo intentaste?
–En el baile de fin de curso del instituto. Pisé tantas veces a Devon Cornwall que cuando fue a devolver los zapatos de alquiler le hicieron pagar de más.
–No me lo creo.
–De verdad que sí. Bailo fatal.
–Bueno, pues a mí puedes pisarme las botas todo lo que quieras –le dijo, agarrándole la mano para hacerla levantarse, pero ella se resistió.
–No hay nadie bailando.
–Seremos los primeros. Dentro de un par de horas la pista estará llena.
Jenny miró a su alrededor mientras dejaba que Elias la llevase hasta la pista de baile.
–Nos está mirando todo el mundo. Voy a hacer el ridículo.
–Relájate –le aconsejó Elias, agarrándola y empezando a moverse lentamente al ritmo de la música.
Jenny era menuda, tenía la cintura estrecha y las manos delgadas, pero, al mismo tiempo, era una mujer fuerte, tanto, que le hizo daño cuando le pisó el pie izquierdo.
–¡Lo siento! –le dijo, ruborizándose–. Te lo advertí.
Elias se dio cuenta de que el problema era que estaba intentando llevarlo ella.
–Relájate y déjate llevar.
Durante los tres primeros cuartos de la canción, Elias tuvo la mirada clavada en lo alto de su cabeza y ella, en sus botas, pero en cuanto la levantó, volvió a pisarlo.
–¡Lo siento!
–No pasa nada. Ya empiezas a dominarlo. Dentro de nada estarás haciendo coreografías en grupo.
–¿Coreografías? –repitió, volviendo a clavarle el tacón en la bota–. ¡Lo siento!
–Mira mis pies. Y sí, coreografías.
–Eso sí que no puedo hacerlo.
–Todo el mundo puede hacerlo. Solo requiere práctica.
–No tengo coordinación.
–No te hace falta. Son solo movimientos repetitivos.
Jenny lo miró y volvió a pisarlo. A ese paso, iba a destrozarle las botas.
–¡Lo siento!
–Tengo una idea –dijo Elias–. Dame tu pie.
–¿Qué vas a hacer con él? –le preguntó Jenny con el ceño fruncido.
–No te preocupes, te lo devolveré.
Jenny levantó la pierna y él se agachó, le quitó el zapato y lo tiró debajo de su mesa.
–Pero...
–El otro –dijo, repitiendo la acción.
–¿Por qué has hecho eso?
–Porque nos estaban molestando.
–Me siento demasiado bajita sin los tacones.
–¿Cuánto mides?
–Un metro sesenta si me pongo muy recta. Siempre he querido ser más alta.
–¿Por qué? ¿Qué tiene de malo ser baja?
Ella puso los ojos en blanco.
–Esa pregunta solo la puede hacer una persona alta.
–Solo mido un metro ochenta y cinco.
–Solo. ¡Veinticinco centímetros más que yo!
Él sonrió.
–¿Te das cuenta que desde que te he quitado los zapatos no me has pisado ni una sola vez?
–¿No?
–Ya te he dicho que podías hacerlo.
Jenny parecía tan contenta que le hizo sonreír, pero entonces empezó una canción más rápida y Elias prefirió no ponerla a prueba. Tenía que ir poco a poco.
La llevó de vuelta a la mesa, donde Billie les había dejado otra ronda y un par de cartas.
–Creo que Billie intenta decirnos algo –comentó Elias.
–La verdad es que yo tengo hambre –admitió Jenny, dando un sorbo a su copa, y después otro más.
Tenía que bajar el ritmo si no quería que Elias tuviese que llevarla a casa.
Pidió una ensalada y Elias, una hamburguesa. La pista de baile empezó a llenarse mientras esperaban la cena y él pensó que tal vez Jenny se ponía nerviosa si le proponía bailar con tanta gente, pero entonces empezó a sonar una canción lenta y fue ella la que se levantó, descalza, y lo invitó a bailar. Cuando la apretó contra su cuerpo, no opuso resistencia, y Elias no pudo evitar pensar que sus cuerpos encajaban a la perfección.
–Creo que, en realidad, me gusta bailar –comentó Jenny sonriéndole.
Cada vez se le daba mejor y solo lo pisó una vez en toda la canción.
Cuando llegó la cena, volvieron a la mesa y Jenny se quitó la chaqueta del traje antes de sentarse y la dobló con cuidado. Debajo llevaba una camiseta de seda color rosa claro que parecía tan suave y delicada como su piel. Tenía los pechos pequeños, pero proporcionados con el resto de su cuerpo. Todo lo contrario que Ashleigh, cuyos pechos operados siempre habían sido una fuente de sentimientos encontrados para él. Prefería las cosas naturales.
Jenny pidió una cuarta copa de vino con la cena y Elias pensó que se le tenía que estar subiendo a la cabeza, pero cuando intentó sacarla a bailar una de las coreografías en línea, se negó porque le daba vergüenza. Después de la quinta copa, Jenny volvió a bailar una canción lenta entre sus brazos mucho más desinhibida.
Desde que había roto su compromiso, Elias casi no se había fijado en ninguna mujer. Hasta que había conocido a Jenny. Pero para ella era un hombre sin estudios que trabajaba de peón en un rancho. La cuestión era si estaba dispuesta a ver más allá.
Sería una prueba que le demostraría el tipo de mujer que era Jenny Diaz en realidad.
Aunque Jenny sabía que no estaba bien y que tenía muchas razones para no tener nada con un hombre como aquel, lo deseaba. Tal vez fuese el vino, o el hecho de no haber estado con un hombre en mucho tiempo, pero no podía evitar tener ganas de estar pegada a él. Normalmente se fijaba en hombres estudiosos, que no solían ser tan guapos, pero Elias era fuerte y olía muy bien. Hasta la gustaba notar su barba en la frente cuando se apoyaba en su pecho.
–Ya lo tienes dominado –comentó Elias con voz más ronca que un rato antes.
Jenny levantó la vista y le sonrió, y vio que también había deseo en sus ojos.
–Me alegro de que hayas insistido.
–Yo también –le dijo él, alargando la mano para apartarle un mechón de pelo de la cara–. ¿Siempre llevas el pelo recogido?
–Para trabajar, sí.
–Seguro que estás muy sexy con él suelto –le dijo, pasando ambas manos por él para quitarle las horquillas–. Ves, tenía razón. Supongo que estás acostumbrado a oírlo, pero eres una mujer muy bella.
Lo cierto era que hacía mucho tiempo que no se lo decía nadie. Y si Elias seguía diciéndole ese tipo de cosas y mirándola así, iba a empezar a olvidarse de por qué aquello estaba mal. Por qué solo podían ser amigos.
Se miraron a los ojos y Jenny se preguntó si iba a besarla. Porque quería que lo hiciera.
Él inclinó la cabeza ligeramente y ella levantó la barbilla, pero Elias se limitó a apoyar la frente en la de ella, decepcionándola.
La canción terminó y él le dio la mano y la llevó de vuelta a la mesa.
–Se está haciendo tarde. Debería llevarte a casa.
Jenny miró el reloj que había encima de la barra y vio sorprendida que eran casi las doce de la noche, pero lo estaba pasando tan bien que no le apetecía marcharse. Aunque, si la llevaba a casa, tal vez le diese un beso de buenas noches. Sabía que no debía permitírselo. Lo suyo no tenía futuro, pero solo la idea hizo que le temblasen las rodillas.
Se puso los zapatos y la chaqueta y salieron al aparcamiento. Iba tan inestable con los tacones por la gravilla que Elias tuvo que sujetarla.
–Tengo el coche en el despacho –le contó.
–Sí, pero no estás en condiciones de conducir.
–¿Y cómo iré a trabajar mañana?
–Me pasaré por tu casa por la mañana y te llevaré.
Aquella parecía la solución perfecta, porque, de ese modo, tendría que volver a verlo. Quizás él también quisiese volver a verla.
La ayudó a subir a la camioneta y luego dio la vuelta para sentarse al volante.
–¿Adónde vamos?
Ella le dio la dirección de su apartamento y, por el camino, pensó en lo raro que era que se sintiese tan a gusto en su compañía, teniendo en cuenta que solo se habían conocido unas horas antes. Normalmente le costaba acercarse a la gente y bajar la guardia. Le costaba confiar. Era una persona reservada por naturaleza, pero esa noche le había contado a Elias cosas que no había compartido ni con sus mejores amigos. Incluso su secretaria, que llevaba trabajando para ella desde que había montado la empresa, no sabía nada de su niñez. Tal vez se había sentido cómoda confiando en Elias porque él también había tenido un pasado complicado.
–Estás demasiado callada –le dijo este–. ¿Todo bien?
–Sí. La verdad es que me siento bien. De hecho, hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien. Me he divertido mucho esta noche.
–Yo también.
Al llegar a su casa, Elias aparcó delante del edificio y salió a abrirle la puerta. Al bajar, Jenny estuvo a punto de perder el equilibrio.
–¡Cuidado! –le dijo él, sujetándola del brazo–. ¿Estás bien?
–Creo que estoy un poco más contenta de lo que pensaba –respondió ella, aferrándose a su brazo y sintiendo su músculo duro y su calor.
No pudo evitar preguntarse cómo sería el resto de su cuerpo. Y cómo reaccionaría Elias si intentaba averiguarlo.
Llegaron a su puerta y Elias le quitó las llaves de la mano para abrirla, luego, se volvió hacia ella.
–Lo he pasado muy bien esta noche.
–Yo también.
«Ahora, bésame y hazme feliz».
–Gracias por hacerme compañía.
–De nada.
«Venga. Bésame», siguió pensando Jenny.
Lo vio inclinar la cabeza y levantó la barbilla. Cerró los ojos y contuvo la respiración mientras esperaba a notar sus labios. ¿Le daría un beso lento y dulce, o apasionado y salvaje? ¿Tendría los labios tan suaves como parecían? ¿A qué sabrían?
Notó su aliento en la boca, el olor a limpio de su aftershave, y notó la caricia de sus labios... ¿en la mejilla?
Elias estuvo así un par de segundos y luego se apartó, pero después de haber pasado toda la noche en un perpetuo estado de excitación, Jenny supo que no iba a poder conformarse con tan poco.
Olvidándose por completo de su sentido común, lo agarró por el cuello y le hizo bajar la cabeza para darle un beso en los labios.