Mayyuws Minh (Sin esperanza)
img img Mayyuws Minh (Sin esperanza) img Capítulo 4 Las llamas de la vida
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Capítulo 6 Luz al final del túnel img
Capítulo 7 Bile img
Capítulo 8 Asfalto agrietado img
Capítulo 9 Adrastea img
Capítulo 10 La fosa img
Capítulo 11 El adiós img
Capítulo 12 El valle de las dos lunas img
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Capítulo 4 Las llamas de la vida

La compañía de Dionisio resultó ser de lo más agradable para la pareja de desahuciados. Al calor de la hoguera y el alcohol, charlaron y rieron durante horas de los temas más variopintos. Se notaba por el desarrollo de la conversación y sus muchos giros que el vagabundo era un hombre muy vivido. Capaz de narrar las más divertidas anécdotas acerca de cualquier tema imaginable. Pero el cansancio comenzó a hacer mella en los compañeros y sin apenas darse cuenta acabaron acomodados en el suelo al abrigo de las llamas que chisporroteaban en el bidón.

El cincuentón, encantado por la compañía que el destino le había brindado aquel día, aprovechó la ocasión para narrarles con tono casi místico una mágica historia que parecía discurrir entre la realidad y la fantasía. Una historia que expuso así:

-Saber que cuando yo era un niño de apenas tres años y aún no me habían trasladado al centro de capacitación, porque en esa época los niños aún no se gestaban solo en laboratorios y solíamos estar en compañía de nuestros padres hasta que llegaba ese difícil día, un rato antes de caer dormido mi madre me solía susurrar historias acerca de nuestro lugar de procedencia antes de que nos mudáramos a la megalópolis como todo el resto del mundo.

»Me contaba con su dulce voz, que más allá de las lejanas montañas envueltas en bruma que se pueden ver desde los muros exteriores de Mayyuws Minh, existía un valle oculto entre las imponentes formaciones rocosas. Un lugar en el que alrededor de un lago de aguas calmas y cristalinas se extendían praderas alfombradas de hierba de todos los tonos de color del jade; donde pastaban con serenidad las vacas y proyectaban sus majestuosas sombras las águilas reales; donde agrupaciones de álamos dispersas aquí y allá se mecían con la suavidad de la brisa matinal; donde los habitantes de una pequeña aldea de apenas veinte vecinos vivían en armonía de aquello que la madre naturaleza ponía al alcance de sus manos.

»A mi madre le gustaba relatar con especial emoción que en aquel lugar, por el hecho de estar situado en una localización aislada, las noches aún eran claras en contraste con las sombrías que podían contemplarse desde el resto del mundo. Tan claras, que cuando mirabas con atención el cielo tumbado sobre la hierba fresca, podías llegar a ver titilando en la bóveda nocturna la luz de todas las estrellas vivas o muertas del universo. Me decía tumbándose a mi lado y acariciando mi pelo, que durante el verano las Perseidas trazaban etéreas líneas de luz en la abismal oscuridad del firmamento, y que a mediados de abril, cuando los prados estaban cubiertos por un manto de flores de todos los colores imaginables y millares de especies de insectos saltaban y volaban de brizna a brizna de césped, existía un maravilloso momento en el que se podían contemplar dos inmensas lunas llenas: la que al parecer siempre luce en el cielo y su hermana gemela secreta, de la cual solo los más sabios conocen su existencia.

»Me decía con lágrimas resbalando por sus sonrosadas mejillas que había sido un gran error haber dejado atrás todo aquello por perseguir el utópico sueño que representaba esta ciudad, y que algún día, si era capaz de sacar el valor suficiente, regresaría a ese místico valle de las dos lunas.

»No puedo decir si llegó o no a cumplir su deseo, pues cuando salí del centro de capacitación para incorporarme al mundo laboral no logré dar con ella a pesar de que lo intenté con todos mis ánimos durante más tiempo del que podéis imaginar hasta que estos decayeron. Parecía como si se la hubiese tragado la tierra. Como si nunca hubiese existido más allá de mis recuerdos.

»Os puedo asegurar, que la evocadora imagen de ese lugar de ensueño que introdujeron sus historias en mi imaginación fueron el principal asidero al que me aferré cuando fui arrancado de sus brazos para formarme en los entresijos de este lugar, y al igual que mamá, siempre soñé con emprender el viaje hacia allí algún día. Pero como podéis deducir por mi penosa situación, nunca saqué el valor necesario para abandonar el engañoso refugio que ofrecen los muros de esta ciudad y su opresora forma de vida. Por más que lo pienso, y viviendo en soledad os puedo asegurar que tiempo para pensar hay de sobra, me resulta increíble el buen trabajo que realizan lavándonos el cerebro durante la larga etapa de capacitación para hacer que ni nos planteemos otra forma de vida que no sea la de girar y girar sin descanso en esta enorme rueda de hámster en la que estamos subidos. Quizá habría sido más fácil el haber solicitado la pastilla y haber dicho adiós a toda esta mierda de existencia, pero a pesar de las penurias del día a día tengo un gran aprecio a la vida y a lo que esta te reserva para cuando menos lo esperas, como este momento.

Dionisio paró de hablar y miró a sus acompañantes. Hacía un rato que Vidar y Danna habían sucumbido al abrazo del sueño y dormían a pierna suelta apoyados en el suelo. Con cuidado los arropó con unos cartones, que tal vez no eran gran cosa, pero sí mejor que nada, ya que la zona industrial de la ciudad no estaba tan bien climatizada como la concurrida almendra central y en aquellos compases finales del invierno el frío se hacía notar en las calles. Les susurró: «Descansad. Lo vais a necesitar», y después se sentó junto al fuego para calentar sus entumecidas manos y se quedó mirando en silencio el hipnótico vaivén de las llamas. Rememorando la auténtica historia de su vida sin adornos ni mentiras, hasta que finalmente él también cayó bajo el influjo de Morfeo.

            
            

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