―¿Náuseas, vómitos?
―No.
―Puede que estés embarazada, enviaré a hacerte unas pruebas, de ser así, tendrías que ver un ginecólogo o aten-derte por el consultorio con una matrona.
La doctora le extendió la solicitud de exámenes y se des-pidió de ella. A la salida, la joven se encontró con el doctor Valencia que iba en busca de su mujer.
―Dinka, ¿cómo estás? ―la saludó el doctor con efusivi-dad―. ¿Viniste a ver a mi esposita?
―Sí, no me he sentido muy bien, así que vine.
―¿Y? ―le preguntó, interesado.
―Me mandó a hacerme unos exámenes.
―Bien, espero que salga todo bien, ¿y tu esposo?
―Trabajando.
―Mándale mis saludos a Spiro, dile que no sea ingrato, que nos venga a ver de vez en cuando, hace mucho que no se pasa por acá.
―Le diré.
―No tienes que ser mensajera, aquí estoy. Y doctor, gra-cias, pero no me llame Spiro, soy Mario.
―Sí, es cierto, siempre lo olvido, perdón.
―Tiene que acostumbrarse, hace muchos años dejamos de ser gitanos y hace varios meses que nos cambiamos el nombre.
El doctor no dijo nada, solo asintió con la cabeza, aunque por dentro replicó que él había dejado de ser gitano, pero su esposa no, ella añoraba todavía aquella vida. Y en el cam-pamento todavía los extrañaban, sobre todo Vadim, que necesitaba cada día más de sus amigos.
Tres días más tarde, Dinka volvió a la consulta de la doc-tora con el resultado de sus exámenes.
―Bien, como lo pensé ―dijo la doctora―, estás esperando un hijo.
―¿De verdad? ―preguntó con ilusión.
―Sí, tienes tres meses de embarazo, ahora tendrás que decidir si te vas a atender por consultorio o particular con algún ginecólogo.
―Yo creo que en el consultorio nomás, no tengo plata pa-ra atenderme particular.
―¿Le dijiste a Spiro que estaba la posibilidad de que es-tuvieras embarazada?
―Sí, dijo que iba a venir a buscarme, debe haber salido tarde.
―Seguramente. ¿Cómo han estado?
―Bien.
―¿Bien, bien? Disculpa que me entrometa, pero he visto que él es un poco violento contigo.
―No, no ―se apresuró a contestar―, lo que pasa es que a él no le gusta hablar de nuestro pasado, quiere que olvide-mos que alguna vez fuimos gitanos.
―Pero ¡ustedes son gitanos! Eso no lo pueden olvidar. No es como sacarse la ropa y tirarla a la basura, ustedes son gitanos, no se pueden sacar el alma.
Dinka, o mejor dicho Diana, bajó la cabeza, ella sabía que era así, pues en su corazón no se sentía una gallé , ella era gitana y, si no fuera por el amor que sentía por su espo-so, volvería al campamento y se arrodillaría ante Vadim si fuera necesario, para ser aceptada de nuevo.
―Lo siento, yo sé que para ti no ha sido fácil.
―Ni lo será, doctora, no es por nada, espero que no se sienta mal, pero esto no me gusta, no me gusta ser chilena ni vivir como una, preferiría volver a ser gitana.
La doctora miró con lástima a su paciente, sabía que así era y las lágrimas que asomaban a sus ojos se lo confirma-ban.
El citófono de la doctora sonó en ese momento.
―Doctora, el esposo de la señora Diana está aquí.
―Está bien, hazlo pasar. Llegó tu esposo ―le avisó a la joven.
Diana afirmó con la cabeza y se secó los ojos en espera de su marido.
―Buenas tardes, doctora, ¿cómo está? Disculpe, me atra-sé en el trabajo.
―No te preocupes. Te doy la buena nueva, están espe-rando un hijo.
―¿De verdad? ―La cara del hombre se alegró notoria-mente.
―Así es. Le estaba diciendo a Diana que tienen que deci-dir si se van a atender por el consultorio o particular.
―Yo le dije que por el consultorio nomás ―respondió la mujer.
―Sí, yo creo que sería lo mejor ―aceptó el hombre.
―Perfecto. Les daré el examen para que vayan a pedir hora al consultorio con la matrona y les den las vitaminas y exámenes necesarios.
Luego de las instrucciones de rigor, la pareja dejó la con-sulta de la doctora.
―No quiero que vuelvas a ver a la doctora ―le ordenó Mario a su esposa.
―¿Por qué?
―Porque nuestro hijo nacerá limpio de la sangre gitana.
―Somos gitanos, Spiro, su sangre será gitana lo queramos o no.
―Eso solo lo sabremos nosotros.
―¿Qué quieres decir?
―La sangre no tiene nada que ver en cómo es uno, nues-tro hijo o hija no tiene por qué saber que lleva sangre gita-na.
La joven suspiró.
―Por eso no quieres que vuelva a ver a la doctora, tienes miedo de que ella le diga a nuestro hijo que es gitano.
―Ellos no ven las cosas como nosotros. Para nosotros ese pueblo está muerto.
Diana no dijo nada, para ella no estaban muertos.
―Te amo, palomita, solo tú me importas, nadie más nos debe importar, tú y yo nos bastamos para ser felices.
La besó y ella olvidó todo lo malo. O quizá no y tan solo acalló su conciencia, sobre todo en ese momento en el que habían recibido tan buena noticia, llevaban mucho tiempo esperando tener un hijo y ella ya pensaba que no lo ten-drían jamás.
Pasaron unos meses, su hijo estaba a punto de nacer y Dinka extrañó el preparar una gran fiesta. Nadie iría a ver-la. Se habían cambiado de casa y perdido el contacto con los doctores. Los vecinos apenas los trataban, cada uno vivía su vida y la joven se sentía cada vez más sola y, pese a sus veintitrés años, se sentía vieja, cansada y triste con esa vida.
Los dolores de parto, como suele suceder, comenzaron a las dos de la mañana. Spiro la llevó en un taxi hasta el hos-pital al otro lado de la ciudad. No tenían una Urgencia cer-ca.
Al llegar, el hombre pudo notar que algo no andaba bien. Su esposa estaba perdiendo el sentido. Dinka nunca había sido una cobarde, al contrario, ella era la mujer más valien-te que había conocido y el dolor de un parto no podía dejar-la así.
―Tiene que esperar afuera ―le dijo la enfermera del quin-to piso.
―¿Pasa algo?
―La va a examinar el doctor. Ya le avisaremos. Quédese cerca.
El gitano se sentó en la escalera y, por primera vez en esos años, se sintió solo. Le hacía falta su familia, sus her-manos, sus amigos. Sabía que, de haber permanecido en el campamento, no estaría solo. Nunca una mujer estaba sola para parir. Ni un padre tampoco. Pero sabía que aquello hubiera sido imposible después de quitarle la novia al rey de los gitanos; Vadim jamás lo hubiera perdonado.
―Acompañante de Diana Ximénez ―lo llamó una enfer-mera que salió al pasillo.
―Yo.
―Pase, por favor.
Una vez dentro, se acercó una matrona que le dijo que su mujer tenía una preeclampsia y que deberían hacer una cesárea, para lo cual necesitaban su aprobación.
―Claro, claro, ¿dónde tengo que firmar?
La profesional le entregó un documento.
―¿Ustedes son gitanos? ―le preguntó sin preámbulos.
―No, ¿por qué?
―No, no, solo era una consulta, a veces algunas personas religiosas o de algunas creencias o etnias tienen problemas con las operaciones, la sangre...
―No, no tengo problema con la medicina normal, uste-des hagan lo que tengan que hacer para salvar a mi esposa y a mi hijo.
―Está bien. Ahora debe esperar afuera.
―¿No puedo ver el parto?
―No, lo siento, pero la señora no está bien y no podrá es-tar presente.
Frustrado y asustado, Mario volvió al pasillo. Una pun-zada de culpa le dio al negar su origen gitano, sin embargo, ese era el destino que había escogido al preferir a Dinka an-tes que a las tontas leyes de su pueblo. Solo esperaba que se salvaran, si perdía a la única familia que tenía, no sabía lo que haría.
Las horas pasaban y nadie salía, no había a quién pre-guntar. Esperando lo peor, Mario no dejaba de rogar por su mujer. Por un segundo sintió que aquello era un castigo por su falta, sin embargo, desechó ese pensamiento de inmedia-to. Él no había hecho nada malo, simplemente siguió su co-razón.
Una hora más tarde, lo hicieron entrar al interior del pa-sillo de maternidad.
―Ella no podrá tener más hijos ―le informó la doctora―. Su hija no podía nacer por lo que tuvimos que operar, pero eso nos llevó a ver que tenía otro problema que no se había detectado. ―le explicó la doctora, acongojada.
―¿Otro problema?
―Sí, ella tenía fibromas que no habían dado síntomas, al-go muy raro, ya que siempre estos traen problemas, solo ahora nos pudimos dar cuenta. Quisimos hacerle una mio-mectomía, sin embargo, no fue posible en el caso de ella, por lo que tuvimos que extraerle el útero.
―¿Qué dice?
―Su esposa ya no podrá tener más hijos, don Mario.
―¿Por qué hicieron eso?
―Tenía taponeadas las trompas de Falopio, el útero esta-ba siendo invadido por una gran masa y...
―¿Quedó vacía?
―¿Qué?
―¿Quedó vacía?
―Ni usted ni ella sentirán nada distinto, aparte del dolor de la operación en ella durante el primer tiempo, por su-puesto, pero la operación que realizamos ero lo único que podía evitar que su esposa muriera ―explicó con molestia en su voz.
El hombre bajó la cabeza.
―¿Estará bien? ¿Ella lo sabe?
―No lo sabe aún, sigue sedada, tuvimos que dormirla para operarla, empeoraba a ratos, por lo que todo fue muy dificultoso.
―¿Y mi hijo?
―Hija. Ella está bien.
―Gracias a la Virgen.
―Tendrá cuidados especiales, todavía no era tiempo de nacer, pero estará bien. Ambas estarán bien.
―Gracias, doctora, y disculpe mi reacción.
―No se preocupe, no es una información fácil de asimi-lar.
―Gracias. ¿Y puedo verla?
―Está durmiendo, la pasarán a sala en una o dos horas, así es que será mejor que se vaya a su casa, duerma un rato y vuelva mañana a las diez, estará un colega atendiendo y entregando las informaciones, dejaré la indicación para que lo dejen ver a su esposa e hija de inmediato, por ahora no puedo dejarlo pasar, están en procedimiento.
―No quiero dejarlas solas.
―No están solas, aquí están bien atendidas, se lo puedo asegurar. Además, aunque esté aquí, no puede hacer nada. Mejor vaya a descansar, todavía queda noche para dormir. Aproveche usted que puede ―terminó en tono de broma.
―Sí, ¿verdad? Cuídelas, por favor.
―Claro que sí, vaya tranquilo.
Mario regresó a su casa solo, no pensó que sería así su regreso. Se suponía que estaría feliz por la llegada de su bebé, pero no, por más que esa doctora dijera que todo esta-ba bien y que ya no corrían peligro, él sabía que las cosas no habían salido como se esperaban.