Tenía yo la edad de doce años cuando dejé mis estudios primarios en la pequeña escuelita rural del sector de San Isidro, y empecé a viajar junto a mi hermano mayor hacia el pueblo de Retiro que se encuentra aproximadamente a media hora de mi hogar en vehículo. En aquel tiempo el encargado del transporte escolar rural, era un anciano hombrecito, de actitud bondadosa, dulzura en la mirada y sabiduría en sus palabras, aquel buen hombre era el propietario de una antigua y colorida micro, yo calculo que de los años setenta, la cual en sus tantos recorridos debió haber sido testigo mudo de muchas historias y situaciones en aquellos caminos polvorientos y pedregosos de nuestros sectores rurales, y que cada año veía como nuevos estudiantes crecían y se formaban sentados en sus estropeados asientos de cuero. El encantador chofer de nuestro transporte escolar no realizaba solo su trabajo, cada mañana lo acompañaba incansable e incondicionalmente su esposa la señora Raquel, una robusta anciana de tez trigueña cuyo cabello había sido invadido por el paso implacable de los años, cubriéndolo con el tono blanquecino y ceniciento de las canas, recuerdo que aquella señora que era algunos años menor que su marido, tenía un vientre muy abultado, una expresión dura en el rostro, un carácter fatal, pero que en el fondo era dueña de un corazón generoso y lleno de bondad, la misma que en aquellas frías mañanas invernales en que la escarcha cubría todo a su paso con su blanco y gélido manto, me cedía un asiento junto a ella y me pasaba una botellita de agua mineral llena de agua caliente, como guatero para calentar mis manos. Aquellos hechos tan triviales y simples fueron marcando mi vida y ayudaron a formar mi personalidad, así como la de muchos otros jóvenes escolares, y hoy las puedo revivir en mi memoria con la más grande de las gratitudes y un auténtico afecto. Recuerdo como si hubiera sucedido ayer cuando la señora Raquel regañaba a Don Mario mientras él la escuchaba pacientemente sin dejar de conducir, o por ejemplo cuando la micro se llenaba de estudiantes y para que cupieran los que aún faltaban la señora Raquel los iba empujando por el pasillo con su enorme estomago mientras gritaba de forma efusiva ``córranse cabritos, apriétense más`` era imposible resistirse a los empujones propinados por su voluminoso abdomen y mucho menos no reírse en silencio cada vez que esta situación acontecía. Pero sin duda lo que más recuerdo de esta singular y carismática mujer fue una ocasión en que yo viajaba junto a ella en una fría mañana de invierno mientras yo llevaba nuevamente el guatero entre mis manos, fue que ella con voz firme pero amable me dijo.
-Hay hija mía estoy tan cansada de esta vida de sacrificio, de que andemos todos los días de arriba para abajo acarreando a estos chiquillos, si hay días que ni alcanzamos a almorzar-
Yo sorprendida por su comentario le pregunté -¿Y a usted que le gustaría hacer?-
Ella abrió sus grandes ojos y con propiedad y energía repuso -Hija a mí me gustaría que ya dejáramos este trabajo y nos dedicáramos a descansar, además la gente ni nos agradece nada, yo tengo que andar peleando con las viejas porque algunas no quieren pagar la micro y este viejo que se queda callado y no es capaz de decirles nada y yo soy la que tengo que andar alegando con ellas- yo solo atinaba a mirarla y a escucharla mientras seguía parloteando -Me gustaría que descansáramos, ya estamos viejos para andar carreteándonos y míreme hijita por Dios yo ya estoy flaca como perra galga- aquellas palabras de la pintoresca anciana me provocaron al instante una risa que me fue muy difícil contener, cómo podía ser que una persona con semejante estomago se considerara en tal estado de delgadez que incluso pudiera llegar al extremo de compararse con una ``perra galga``
Durante el transcurso de aquel periodo escolar sucedían muchas situaciones graciosas y por decirlo menos curiosas, ya que en ese entonces el transporte escolar no era de uso exclusivo de los estudiantes que viajaban al pequeño pueblo de Retiro, sino que también era utilizado casi a diario por los adultos que vivían en los lugares por donde transitaba el recorrido. Recuerdo que en una oportunidad vi cuando una señora de unos cuarenta años subió a la añosa máquina con un saco que parecía ser solo un bulto que colocó delicadamente junto al lugar donde Don Mario conducía, no obstante al cabo de un rato aquel bulto comenzó a moverse poco a poco y cada vez con mayor efusividad hasta que de pronto un cacareo estruendoso salió desde su interior provocando carcajadas en todo los pasajeros, prontamente aquel pollo comenzó a formar tal escándalo que su dueña optó por continuar el resto del viaje con el bulto en su falda. Entiendo perfectamente lo que debió haber sentido aquella mujer, ya que una vez yo también trasladé a una gatita que una amiga me había regalado, la diferencia estaba en que yo la transportaba en mi regazo y dentro de una caja pese a lo cual la pequeña felina llamada Lulú no dejó de maullar durante todo el trayecto despertando así las miradas curiosas de mis compañeros.
No puedo negar que aquella etapa fue una de las más hermosas y significativas de mi existencia, viajando en esa vieja micro pasé de ser una niña a ser toda una jovencita, vi pelear y también reírse a mis hermanos junto a sus compañeros, conocí y me hice de grandes amigos con los que hasta el día de hoy mantengo contacto, y por si fuera poco esa máquina de corazón motorizado fue testigo de mi primera ilusión de amor. Tenía yo la edad de 16 años cuando me senté por primera vez en el penúltimo asiento junto a Roberto mientras emprendíamos nuestro viaje de regreso a casa, él escuchaba música en su reproductor de C-D con sus audífonos puestos no hizo mayor caso de mi presencia y solo se limitó a hacerme un gesto de negación cuando le ofrecí una galleta de soda; desde aquel instante quedé impregnada de la imagen de ese muchacho robusto y moreno, de cara dulce y labios carnosos , quien con el pasar de los días empezó a acercarse a mí hasta que al poco andar nos hicimos amigos inseparables, todos los días de forma casi sagrada nos sentábamos juntos en la micro tanto en el trayecto de ida al Liceo como en el de regreso, en donde nos reíamos, conversábamos y nos divertíamos mucho. Cuando llegó el invierno y empezó a obscurecer más temprano era genial viajar a su lado pues nos sentábamos muy juntos y hasta parecía que teníamos nuestra propia intimidad alejados del resto del mundo, hablábamos muy bajo y nos reíamos de tonterías, disfrutaba viendo sus ojos brillar en la obscuridad. Hasta que llegado el fin de año mi querido amigo por quien ya estaba sintiendo algo más que una amistad, me dijo un día sentados en las tribunas del patio de deportes de nuestro Liceo, que había sido aceptado en un colegio agrícola en la ciudad de Linares y que sería muy difícil vernos seguido pero de que igualmente continuaríamos con nuestra amistad a la distancia, el mundo se me vino abajo, sin darme cuenta me había enamorado perdidamente y sin remedio de mi mejor amigo, y lo que era aún peor, ya era demasiado tarde para confesárselo. Después de ese año escolar solo lo he visto ocasionalmente y sigue tan guapo como siempre, pero de ese sentimiento que nació un día en los asientos de una micro escolar tan solo quedan los recuerdos, de una adolescencia feliz y una etapa escolar repleta de experiencias hermosas.
Desde ese tiempo dorado han pasado ya alrededor de doce años, Don Mario y su pintoresca esposa ya hace años que partieron de este mundo, ella a raíz de un agresivo cáncer y él a causa de su avanzada edad, la micro debe haber sido vendida a otro transportista o tal vez a alguna desarmaduría para vender sus piezas. Esos recuerdos que hoy comparto con ustedes a través de mi relato, han forjado mi historia y se han plasmado en mi esencia, mis defectos y virtudes, son mis propias vivencias y sentimientos arriba de una vieja micro escolar.