¿Qué iba a hacer ahora?. No quería vivir con él después de lo que hizo. Lo odiaba y no desea tenerlo ni siquiera remotamente cerca de mí, y se lo había dicho a mi mamá mil veces. Se lo dije llorando furiosa, se lo dije llorando de tristeza, se lo dije calmada. Lo habíamos hablado tantas veces que no pensé que llegaría el día donde estuviese en esta posición. ¿De qué me sirvió decirle? Me hubiese quedado callada la boca y por lo menos no tendría que soportar esta situación sabiendo que ella lo escogió a él por encima de mis sentimientos. Que me había traicionado en todos los niveles en que pudo hacerlo.
Cuando no tuve más nada que lanzar al piso, me dejé caer a un costado de la cama y comencé a llorar como hacía muchos meses que no lo hacía. Un recuerdo de Daniel consolándome con sus dulces palabras me embargó y solo acrecentó mi llanto. ¿Cuántas veces me había consolado? Las mismas veces que desee que estuviese a mi lado para acurrucarme entre sus brazos como me decía que moría por hacer.
Unos golpes en la puerta me sacaron del recuerdo doloroso donde comenzaba a sumergirme.
-Hija por favor-dijo mi madre a través de la puerta, sin atreverse a entrar, aunque no podría, había cerrado la puerta con seguro-. Vamos a hablarlo. Podemos arreglar esto por favor.
-Vete-le grité como nunca lo había hecho. Escuché la sorpresa y el dolor en su voz cuando siguió hablando-. Podemos ir a terapia familiar. Stuart dice que....
-No quiero escuchar nada de lo que él quiera decir, creer o que piense esa basura-espeté iracunda-, y tú tampoco deberías escucharlo a él. Te dije que seguía haciéndolo, te lo dije y no te importó.
Mis sollozos no me dejaron escuchar lo que mi mamá había contestado, pero la verdad era que poco me importaba lo que ella tuviese que decir.
-Lo amo- susurró y sus palabras me atravesaron como un puñal, partiéndome el corazón en dos pedazos-, tú más que nadie deberías saber lo que se siente.
Me quedé estupefacta, viendo hacia la puerta como si pudiese ver a través de ella. No podía creer lo que mi mamá acaba de decirme. Me había echado en cara mi enamoramiento, pretendiendo que entendiese lo que ella estaba sintiendo. Ni siquiera sabía cómo responderle a eso.
Cuando mis piernas se acalambraron me atreví a levantarme y subirme a la cama, me arrinconé en un lado abrazando mis piernas. Pacita me escribió para avisarme de que había llegado de su cita y que me llamaría si estaba despierta, pero no podía hablar con ella de esto. ¿Cómo explicarle lo que había pasado con Stuart cuando para mi aún era todo tan confuso y doloroso?. Ignoré sus siguientes mensajes sin ni siquiera abrirlos. Me sentía atrapada y condenada a esa casa y esa familia disfuncional que mi mamá se empeñaba en tener. Encerrada en cuatro paredes que no me permitirían un momento de tranquilidad ni de paz, siempre expuesta al dolor constante. El día que descubrí el engaño de Stuart repitiéndose una y otra vez en mi cabeza.
El aire comenzó a hacerse más denso a mi alrededor, dificultándome respirarlo. Traté dando grandes bocanadas pero se me hacía imposible. Y en mi mal humorada desgracia hasta fantaseé con la posibilidad de caer desmayada hasta el día siguiente, porque sería la única forma de descansar que podría tener, porque mientras él estuviese en la misma casa que yo no podría dormir.
-Pequeña, hablemos-murmuró Stuart en la puerta, mientras movía el pomo con insistencia, como si el seguro fuese a liberarse solo por persistir.
Me levanté de la cama con rapidez tratando de poner más distancia entre la puerta y yo. La ventana ligeramente abierta me recordó lo que una vez Daniel me dijo
*«Quizás un día haga como Romero, escale hasta tu castillo y te robe un beso mientras duermas»* escribió
*«No podrás subir hasta mi habitación, no tengo guardas, pero es una casa muy alta»*-le respondí
*«No me subestimes, la adrenalina de estar tan cerca de besarte, me dejará hacer maravillas»*
Esa noche soñé que Daniel me había dado un beso. Se había sentido tan real que me levanté aun sintiendo las cosquillas en mis labios.
-Te quiero Amelia, podemos arreglar todo esto. Por favor. Volví por ti-rogó insistiendo con más fuerza en el pomo de la puerta.
El seguro de la puerta no aguantaría tanto como yo esperaba, Stuart insistía con bastante fuerza. Sin pensarlo en nada más que en salir de allí, me subí a la orilla de la ventana y me estiré cuanto pude hasta que alcancé uno de los tubos de desagüe. Lo usé solo para darme el impulso que necesitaba para llegar al pequeño techo de tejas del frente de la casa, ese que solo servía para cubrir la alfombra que anunciaba "Bienvenido a nuestro hogar".
Una vez estuve allí fue más fácil; me deslicé hasta el borde y tratando de invocar a algún felino antepasado en mi ADN salté hasta que llegué el piso. No caí de pie como había querido, en cambio me doblé el pie cuando aterricé, golpeando la rodilla en el piso y cayéndome de lado. Me había raspado uno de mis codos cuando impacté con el piso, aunque más me dolía la rodilla que recibió el peso de la caída.
Escuché la puerta de mi cuarto abrirse y vi la luz encenderse; me apresuré a levantarme y esconderme contra la pared, donde sabía muy bien que Stuart no alcanzaría a verme. Su figura se asomaba por la ventana mirando hacia la calle vacía. Desde donde estaba pude ver como apretaba el borde de la ventana con tanta fuerza que temí que se rompiese. Se giró con violencia y se perdió dentro de la habitación. Sí el pretendía salir a buscarme, este era el único momento que tendría para irme. Corrí cuanto pude por la calle desierta con toda la fuerza de la que era capaz, sintiendo como mis pulmones comenzaban a arder por la falta de oxígeno.
No sé cuánto corrí, ni por cuanto tiempo. Mientras corría me sentí por primera vez en mucho tiempo libre. Dejé atrás todo el dolor que me había causado Stuart, la agonía con Daniel, el desamor, el engaño, la traición de mi mamá, la traición de todos los que me rodearon. Corrí como si mi vida se me fuese en ello y quizás así lo quería. Llevaba un año sintiéndome miserable, un año llorando en silencio, ahogándome con mis propios lamentos. Un año de tristeza tratando de disimularla con algunas sonrisas, y corrí para alejarme de eso.
Yo no era así, siempre me consideré una persona alegre, de sonrisa fácil. No lloraba con facilidad pero podía reír por horas sin parar por algún video estúpido. Pero después de que descubriese que todo era una maldita fachada, un engaño aberrante, mis risas se apagaron y mis lágrimas brotaban por cualquier estupidez. Y odiaba a esta nueva versión de mí, la odiaba con todo mí ser, porque seguía siendo la misma niña estúpida que creyó en las palabras bonitas de Daniel y que se dejó embaucar como una imbécil. La misma niña temerosa e incrédula que no quiso ver lo que siempre estuvo delante de sus narices.
Las lágrimas me nublaban la visión, pero fue el palpitar tan fuerte de mi corazón lo que me hizo detenerme por fin. Me doblé apoyándome en las rodillas para tomar aire, tratando de calmar mi agitada respiración. Cuando por fin pude hacerlo, reconocí en donde estaba. Era un pequeño parque infantil que quedaba a unas 10 cuadras de mi casa. Estaba cerrado, luciendo lúgubre a esas horas de la noche. Me colé por la reja y caminé hasta un árbol cercano tirándome a su lado exhausta.
Sonreí como una demente. No podía evitar que me causara gracia la cara de Stuart cuando por fin entró a mi cuarto y no me consiguió. Era una pequeña victoria por fin para mí. Saqué el teléfono de mi bolsillo, lo único que había tomado conmigo cuando emprendí mi huida. Tenía varias llamadas perdidas desde el teléfono de mi mamá, pero no tenía que ser adivina para saber que se trataba de Stuart. Mi teléfono, después de lo de Daniel, era completamente privado, así que solo cuatro personas lo tenían. Mi mamá, Pacita y los hermanos O'Pherer; así que lógicamente si Stuart quería contactarme solo podría hacerlo desde el teléfono de mi mamá. Una nueva llamada entró y me di el placer de desviarla al buzón de voz, que dicho sea de paso, no existía.
Cuando el calor de mi cuerpo por la reciente carrera comenzó a bajar, el sudor combinado con la brisa fresca de la noche me produjo escalofríos en el cuerpo. Me abracé a mí misma tratando de buscar un poco de calor. La carrera había sido vigorizante, pero pasada esa emoción aún tenía mucho por dilucidar. No sabía lo que haría ahora, ni a donde iría, aunque lo único que tenía claro era que no regresaría a casa. No por los momentos. Pero tampoco podía pasar toda la noche sentada en ese parque, porque ahora con menos adrenalina en mi cuerpo, se me antojaba bastante peligroso y un poco tétrico. Para mi mayor desgracia, solo tenía cuatro contactos en mi teléfono. Me debatí con fuerza entre Pacita y Gabriel. Y antes de que pudiera seguir discutiendo conmigo misma, marqué el numero de teléfono y cerré los ojos avergonzada.
- ¿Amelia vous trouvez bien?- Amelia, ¿te encuentras bien?-preguntó Rámses al segundo repique, sin esperar ni siquiera un hola de mi parte. Y como sabía lo que me molestaba que me hablara en francés, se apresuró a traducir-. ¿Te encuentras bien?
-Si. Yo... ehm-titubeé, no estaba muy clara en lo que debía decirle-. Espero no haberte despertado o interrumpido, no sé si estabas haciendo algo, quizás en una cita, al fin y al cabo...-comencé a divagar de los nervios
-¿Qué pasa? ¿Dónde estás?-preguntó con voz serena, pero seria. Incluso me pareció escuchar cómo se levantaba de su cama. Por un segundo lo imaginé con alguna otra chica, siendo interrumpido por mi imprudente llamada y me avergoncé de inmediato.
-Todo está bien-mentí- solo quería saludar, pero no me fijé de la hora. Lo lamento. Adiós
Colgué con rapidez sintiéndome como una completa estúpida, pero mis lamentos se interrumpieron cuando unos minutos después mi teléfono avisó su llamada entrante. No estaba segura si debía atenderle, pero ya que lo había interrumpido en su cita de San Valentín, creo que era lo menos que se merecía.
-Rámses todo está bien en serio-comencé a decir con una fingida voz animada, pero él me interrumpió.
-No sé qué mierda haces en ese parque a esa hora, pero más te vale que no te muevas de allí hasta que llegue-me advirtió cortante y bastante molesto.
¡Ay Dios! Quise salir corriendo de mis problemas en casa y terminé metiéndome en otro. Ahora debería enfrentarme a un Rámses rabioso con una posible cita frustrada tan rabiosa como él, mientras yo lucía como una niña abandonada, malcriada y quizás loca, en medio de un parque infantil a casi la una de la mañana. Una vez más quise salir corriendo, pero... ¿Cómo supo dónde estaba?.
Me quedé esperándolo, más por querer saber la respuesta a mi última pregunta que por querer escuchar sus gritos y reclamos por la interrupción de la noche.
Las luces de la camioneta aparecieron a tan escasos cinco minutos de haber cortado la llamada, la rapidez con la que llegó me impresionó. Lo vi bajarse del auto, cerrar la puerta y pasar por la reja que lo mantenía cerrado, el mismo recorrido que había hecho yo hace casi una hora atrás. Caminó con paso seguro hasta donde me encontraba, yo estaba segura de que la oscuridad de la noche y del parque me cubrían, y sin embargo él pareciera que pudiese verme a kilómetros de distancia. No me levanté para recibirlo, la verdad era que aún me dolían mucho las piernas por mi ejercicio noctambulo, pero también me encontraba intimidada por su aspecto.
Llevaba puesta una sudadera que en la oscuridad de la noche solo se veía negra, con la capucha subida ocultando su cabello y parte de su rostro, y sus manos protegidas del frio dentro de los bolsillos. Llevaba unos vaqueros rotos en las rodillas y aunque no lograba a ver su rostro, un destello brillante me llamó la atención.
Se agachó en cuanto estuvo lo suficientemente cerca de mí, y apoyó sus brazos sobre sus rodillas flexionadas. No me di cuenta de lo alto que era sino hasta este momento. Yo aún trataba de ver su rostro a pesar de la oscuridad.
-¿Qué haces aquí?-preguntó para mi sorpresa con una voz entre tierna y preocupada, que para nada combinaba con el look que lucía.
-¿Cómo sabias que estaba aquí?-repliqué
-Rastreé tu teléfono-respondió como si lo que acabase de decir no sonase bastante acosador y tan perturbador como halagador.-. ¿Qué haces aquí?- insistió-.
-No quiero ir a casa-fue lo que pude responderle, tratando de que no se notase el nudo de lágrimas que sentía acumulada en mi garganta, ante la remota perspectiva que él me quisiera regresar al lugar de donde me escapé con tanto desespero.
Él solo asintió con deliberada lentitud. Se levantó y me ofreció la mano para ayudarme a ponerme en pie. Su tacto fue cálido comparado con mis manos heladas. En cuanto él las sintió soltó una blasfemia en francés, estaba segura por el tono de voz que había usado, que no podía ser otra cosa. Se quitó la sudadera y a pesar de que intenté negarme la colocó sobre mis hombros. Olía a él, a una mezcla de menta con perfume costoso. Caminamos de regreso a su auto mientras lo observaba. Debajo de la sudadera llevaba una franela manga larga de algodón de algún color oscuro, su cabello estaba desordenado en distintas direcciones haciendo lucir más sexy de lo que nunca antes lo había visto.
¿Siempre había lucido así?
Sostuvo la reja del parque para que pudiese pasar agachándome por debajo de su brazo, y cuando más cerca estuve del auto me frené en seco. Él se giró escrutándome con la mirada pero yo no despegué la vista del piso.
-Lamento haber interrumpido tu cita-hablé segura de que en el auto se encontraba una chica muy furiosa por mi interrupción. Él soltó una fuerte carcajada que retumbó en la silenciosa noche
-No estaba en ninguna cita, aunque si interrumpiste mi sueño-respondió reemprendiendo la poca distancia que nos separaba del auto.
Me abrió la puerta y dio la vuelta al auto para subirse detrás del volante. Con la luz del auto pude ver lo que me había deslumbrado en la oscuridad. Llevaba un piercing en la ceja derecha y uno en el labio, del lado izquierdo, creando un balance armonioso. ¿Cómo no se los había visto antes?.
-¿A dónde quieres ir?-preguntó cuando comenzamos a alejarnos del parque.
-A cualquier lugar que no sea cerca de mi casa-afirmé-.
Pareció pensar un poco las opciones y giró el auto: -Ya sé a dónde iremos. ¿Qué opinas de una fiesta para solteros en una playa?
-Oh no, Ana María te convenció de ir a la fiesta en playa Coral-dije un tanto burlona, esquivando mi nerviosismo.
-Bueno, es ir a la playa o ir a mi casa- respondió con un leve tono de sugerencia.
-La playa no suena mal.
Manejó en silencio por varios minutos, solo con la música de Sugar Ray sonando de fondo. Algo tenían sus melodías que me hacían transportarme a unas épocas donde la vida me resultaba más feliz y tranquila, como si sus tonadas pudiesen ser el soundtrack de mi infancia aunque ni existieran para aquel entonces. Sin darme cuenta llegamos antes de lo que había esperado. Me bajé del auto mientras el rebuscaba en la parte trasera del auto una sudadera adicional. Le venía un poco pequeña y le ofrecí intercambiarla, pero se negó con tanta rotundidad que me pareció extraño. Pero esa sudadera pequeña solo lo hacía lucir mejor sus músculos y su cuerpo esbelto.
La fiesta era todo lo que se había prometido. Varias chicas y chicos bailando y celebrando como que no hubiese mañana a lo largo de la playa, con la única casa iluminada con muchas pequeñas luces, la casa de Kariannis. Sus padres tenían un pequeño imperio que iniciaron siendo pescadores, y aunque ahora no tenían la necesidad de vivir en un rancho playero, siempre decían que el mar los llamaba y por eso tenían una casa a orillas de la playa.
A medida que nos acercábamos a la fiesta nos dimos cuentas que muchos solteros dejarían de estarlo después de esta noche, y no pudimos evitar reírnos por la gran resaca que significaría para ellos.
-¡Viniste!- exclamó Kariannis trotando hacia nosotros. Lucía un vestido playero tejido, que no cubría para nada su sugerente bikini. Se lanzó a los brazos de Rámses y le dio un beso en la mejilla un tanto descarado. Cuando se percató de mi presencia me saludó con el mismo cariño con que siempre lo hacía. La verdad era que Kariannis y yo nunca habíamos sido más que compañeras de clases, y en varias oportunidades nos tocó hacer trabajos en equipo juntas. No podía decir nada negativo de ella, porque nunca presumió de su belleza ni riqueza, pero eso no implicaba que me agradase la forma como saludó a Rámses, de seguro era porque imaginaba que con ese mismo cariño saludaba a Gabriel. Nos puso al tanto con rapidez de los acontecimientos de la fiesta, y contra todo mi orgullo no pude evitar reírme cuando me contó que la novia de Miguel, se había presentado de sorpresa cuando el gritaba al ritmo de la música que era «soltero al fin».
-Llegaron bastante tarde, y no creo que quede mucha comida, pero aún queda mucho por tomar. Cuando amanezca, papi nos llevará a pasear en sus botes por la costa. Tienen que quedarse- insistió y aunque había usado la invitación en plural, sus ojos nunca se despegaron de Rámses.
-¿Tienes hambre?- me preguntó el objeto del deseo de Kariannis.
-Un poco- mentí, la verdad era que no tenía nada en el estómago y comenzaba a hacerse doloroso el vacío que sentía.
-Iremos a buscar algo para comer-explicó Rámses despidiéndose y guiándome hacía la casa con su mano en mi espalda.
La casa estaba tan desordenada y desastrosa como la playa. Había arena y barro en todo el piso, muchachos durmiendo en muebles y en el suelo, chicas bailando en lo que fue la sala y en el comedor, los mayores que debían vigilar la fiesta estaban tomados y jugando dominó, luciendo más desastrosos que los adolescentes. La cocina, en cambio estaba desierta, estaba claro que la muchedumbre había arrasado con todo lo que se podía comer. Vi a Rámses abrir el refrigerador y los gabinetes como si estuviese en su casa, hasta que una señora regordeta que reconocí como la mamá de Kariannis nos indicó casi en un secreto que en las parrilleras del fondo, quedaba aún parte de la carne asada que habían preparado.
Nos sentamos en el patio, donde la música no retumbaba tanto, a comernos la carne jugosa aunque un poco fría. La verdad era que estaba deliciosa y a falta de cubiertos comenzamos a comer con las manos.
-¿Entonces eres inmune a la curiosidad? ¿No me preguntarás que hacía en el parque en la madrugada?- pregunté a la defensiva, tenía rato pensando que su desinterés resultaba ofensivo.
-Oh, curiosidad tengo y suficiente, créeme. Me llamaste en la madrugada, me colgaste el teléfono y terminé localizándote en un parque cerrado, en la fría madrugada, sin un abrigo, sin bolso y llorosa. La curiosidad me está matando Amelia, pero... asumiré que me contaras cuando estés lista para hacerlo.
Su respuesta me sorprendió. No tenía claro lo que esperaba que me respondiera, pero considerando el mismo recuento de los hechos que él había hecho, se merecía una explicación de mi parte.
-Mi padrastro volvió a vivir en la casa- expliqué al cabo de un momento-. Mi mamá prefirió recibirlo en la casa a pesar de todo lo que pasó y a pesar de que le dije que él seguía en sus andanzas
-No quiero juzgarte, pero no termino de entenderlo. Debería ser solo la decisión de tu madre la que importe, porque si bien tu eres su hija, ella no puede apartarse de lo que considera felicidad solo porque tu decidiste no perdonarlo
Me levanté con tanta rapidez que volteé en el piso lo que quedaba de comida en mi plato. Con mis puños apretados con tanta fuerza a mi costado, haciéndome daño en las palmas de las manos con mis uñas, le grité todo lo fuerte que pude: -¡Tú no tienes ni idea! Ella no debía perdonarlo, no se lo merece, es un ser bajo, sin escrúpulos, mentiroso y vil. No se merece mi perdón ni el de ella. Y si mi mamá de verdad me amara, no lo hubiese aceptado de regreso en la casa!.
Me alejé de él tan rápido como mis pies me permitían, empujando sin contemplación a todos los adolescentes borrachos que se atravesaban en mi camino. La brisa marina me golpeó con fuerza en la cara cuando por fin salí de la casa y no me detuve hasta que llegué a orillas del mar. Seguí caminando un poco más hasta que las olas comenzaron a reventar en mis rodillas y solo entonces me frené.
Tapé mi cara y grité todo lo fuerte que pude, haciendo que mi garganta doliese. Quería un dolor distinto al que estaba sintiendo mi corazón en ese momento. Le había gritado a la única persona que me había ayudado y estaba consciente de que no se merecía mi arranque de furia, pero él no entendía. Maldita sea, a veces ni yo entendía. Odiaba sentir todo esto en mi pecho, me ahogaba, me asfixiaba y me dolía. Stuart era tan baja persona que no se merecía ni siquiera mi odio, merecía que lo olvidase, que no recordase sus palabras dulces, sus cariños, sus sonrisas, sus arrullos. No merecía tener nada de mí a pesar de que sentía que le había dado todo. Lo había considerado mi padre, lo había tratado como tal y a él no le importó...