Y fue entonces en ese punto, cuando me hallaba demasiado perdida dentro del laberinto y no precisamente el del minotauro de Creta, sino dentro de mi propia maraña, mi laberinto personal, ese que estaba repleto de letargos, desasosiego y zozobra. Cuando la luz simulaba un sueño tan distante, cuya lejanía parecía interminable y mis pasos demasiado lentos para llegar a ella.
Justo allí cuando estaba a punto de darme por vencida por estar convencida de mi absoluta derrota, justo allí en esa lobreguez acompañada de silencio y soledad una luminosidad alumbró mis tinieblas, porque incluso en la oscuridad más densa se puede observar el brillo de sus ojos, los ojos de él.
Él, aquel divino ser con cimientos llenos de mortalidad y ansias sempiternas, ese cuyos cantos se me antojan homéricos, un poeta cósmico y sus epopeyas que narran mensajes sin relleno, y en el que en su dualidad de prosa y verso encontré el bálsamo que acaricia mi alma. Recordé aquella velada donde le describí sin conocerlo, aquellas palabras que evoqué en su nombre, como un presagio de un destino marcado en las estrellas:
Hoy, en esta noche nebulosa; cubierta por un manto oscuro que esconde cúmulos de incontables estrellas, debo admitir que pese a todos los esfuerzos de la ciencia por demostrar que los átomos son indivisibles, los de mi corazón si, se encuentra tan seccionado, descompuesto en múltiples partículas diminutas, ocasionando así, que su ritmo cardíaco haya disminuido y acelerado a la vez, latiendo incansablemente por la misma razón de su fragmentación. De niños nos asustaba el monstruo bajo la cama, pero ahora de grandes temblamos ante el misterio que radica en nuestro interior, es que las emociones suelen venir agarradas con pesares, y ni el más dotado de astucia podría salvarse de esa nefasta unión.