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2 de junio de 1972
Era viernes por la tarde, yo había salido del colegio e iba camino a mi casa, tenía 9 años.
Había aprendido a ir y venir sola desde muy pequeña, enfrentandome a los peligros de aquel terrible lugar, y aunque sabía cuidarme sola, no era muy agradable pasar por aquellas calles llenas de delincuencia y con tan mal aspecto, me daba miedo. Sentía que las personas me miraban mal; las mujeres me miraban mal porque mi madre tenía mala reputación al ser la drogadicta que le pedía dinero prestado a sus maridos a cambio de sexo y los hombres me veían con cara de deseo. Yo era una linda niña, me atrevería a decir que la más linda del lugar donde vivía, y por eso era entendible que me vieran. Pero no es entendible que un hombre de 20 años o más me mirara de la forma en que lo hacía.
Esa era la razón por la que me daba miedo, no porque no me pudiese defender. Había aprendido a ignorar esas miradas, a decir que no cuando algún extraño se acercaba a ofrecerme dulces o regalos y a esconderme cuando escuchaba disparos.
En el colegio no tenía muchos amigos, mi única amiga se llamaba Alexa, era una morenita bien linda, cabello liso y largo de color negro, ojos almendrados y una sonrisa muy tierna, ya que se le hacía un hoyito en el cachete derecho cuando sonreía. Era la hija de la maestra Ana María. Esa mujer era como una madre para mí ya que me apoyaba cuando llegaba llorando a clases a causa de las peleas que habían en mi casa, me cuidaba los moretones que me dejaba Uriel cada vez que me golpeaba, me daba consejos sobre cómo sobrevivir en las calles de Petare y hasta me daba dinero cuando le contaba que no había desayunado ese día porque no teníamos para comprar el pan y la leche, lo cual era lo único que comíamos desde que tenía uso de razón.
Recuerdo que cuando cumplí los 8 años ella me había llevado de desayuno a la escuela arroz con pollo, comí como una desespera y aún hoy, no puedo olvidar los rostros de lastima y de burla de mis compañeros de clases, todos, menos mi maestra Ana María, me juzgaban, por eso la amaba tanto.
Ese dos de junio habíamos visto en clases que el día anterior, o sea, el 1 de junio de 1972, habían hecho la primera transmisión de televisión a color en todo el país. Era noticia en todos lados, estábamos evolucionando. Salí de la escuela y me dirigí a casa con la idea de contarle todo eso a mi madre.
Nuestra casa quedaba cuesta arriba de unas empinadas escaleras, eran 42 escalones, cuando llegabas a la cima no querías volver a bajar, o viceversa. A lo largo de las escaleras había varias casa y la nuestra era la última.
Llegué, abrí la puerta, la cual nunca tenía seguro y entré a casa. Deje la mochila en una de las sillas de plástico que había en el comedor y me dirigí al grifo a beber un poco de agua para tratar de calmar el sofocón que me había dado al subir tantos escalones.
No era una casa grande, para nada. Apenas contaba con dos habitaciones, un baño, sala-comedor y cocina. Tampoco tenía muchos muebles ni electrodomésticos. En la sala-comedor sólo había una pequeña mesa de madera con 4 sillas de plástico de diversos colores y tamaños, un viejo radio que nunca estaba encendido y un florero que no tenía flores. En la cocina había una estufa muy deteriorada, no teníamos nevera, y en realidad no había falta porque nunca teníamos tanta comida como para guardar hasta el día siguiente. En mi cuarto había una pequeña cama y uno que otro juguete que me había regalado mi maestra o me había conseguido en la calle. Sólo una vez, en mi cumpleaños número 5, Uriel me había regalado una muñeca, pero ese mismo día me la quitó y la quemó diciendo que yo no merecía ningún regalo porque era mala y no hacía lo que él me pedía. Me sentí mal porque pensé que tenía razón, pero no. No la tuvo y nunca la ha tenido. Y en el cuarto de mi mamá había una cama un poco más grande que la mía y un ventilador que estaba sobre una mesita de noche.
Luego de beberme dos vasos de agua enteros, veo que mi madre viene saliendo del baño con un paño limpiadose las comisuras de la boca, estaba pálida y sudada, con los ojos desorbitados y la mirada perdida.
- Hola hija, Dios te bendiga. ¿Cómo te fue hoy? – me preguntó mientras tomaba asiento en una de las sillas del comedor.
- Bien mamá, gracias por preguntar. ¿Te sientes mal? ¿Quieres un vaso de agua?
- Estoy bien, pero sí, quiero un poco de agua. Es solo que he tenido un poco de náuseas últimamente... espero que no sea lo que estoy pensando – dijo posando la mirada en su barriga.
Sin duda estaba pensando en algo que la tenía mortificada. Ya se notaba la tembladera en las manos y las piernas. Le serví el vaso de agua y se lo di. No se había tomado ni la mitad del agua cuando salió corriendo de vuelta al baño a vomitar. Mi mamá era muy linda, pero se había apagado con el tiempo. No reía, no bailaba, no cantaba. Lloraba muy seguido, siempre se le notaba nerviosa y cualquier situación fuera de su rutina la alteraba.
- ¡Maldición! – exclamó desde el baño – No por favor, no puedo pasar por lo mismo otra vez Dios mío.
Ya había comenzado a llorar y a hablar sola. Cualquier persona ajena a la casa que estuviese de visita viendo a mi mamá en ese estado hubiese pensado que estaba loca, y tal vez si, pero para mí no. Para mí solo estaba muy triste y necesitada de apoyo que no tenía...