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Mi debilidad no estuvo a nivel del poder, del dinero o del envanecimiento. Esas provocaciones nunca lograron menoscabar mi espíritu ni hacerme daño. Mi debilidad fue una de los más antiguas y más angustiantes de todas: la carne. Y cuando digo la carne me refiero, en primer lugar, a la carne, literalmente, a los músculos, a esas fibras misteriosas, a esas células, a esas combinaciones que conforman la vida. En segundo lugar, caí también en la trampa de la carne como pecado, como lujuria sexual descontrolada, delirante y pecaminosa.
Vamos por parte, iniciemos por: la piel, la textura de los muertos, de esos cuerpos fríos y tiesos en la morgue o en el laboratorio. Con otro amigo de la facultad llamado Máximo Oropeza, ambos nos dimos cuenta que era posible trasplantar los miembros porque existía un torrente sanguíneo del mismo tipo que continuaba irrigándolos. Esto es posible, porque la vida dependía de ese flujo, de ese correr, de esos ríos de sangre que van y vienen por las células más pequeñas de nuestro cuerpo. Por esta razón una persona puede morir no siempre en su totalidad.
Lo que muere es su identidad, sus características, su nombre, su voz, su risa. Sin embargo gran parte de sus órganos pueden continuar viviendo: sus pulmones, su corazón, su hígado, sus córneas.
Esto es realmente extraordinario, porque significa que la muerte puede ser engañada, que cada vez nos estamos acercando y conquistando la idea de permanecer más allá de los límites naturales que el tiempo nos ha impuesto. Máximo y yo nos obsesionamos ciegamente a diseñar y crear una máquina que continuar bombeando sangre a ciertos miembros que decidimos extraer de la morgue sin que nadie notara su ausencia.
En la parte más alta de una de las casas del barrio La Democracia, en el corazón colonial de la ciudad, cuando ya era de madrugada, Máximo y yo estábamos intentando, gracias a esta máquina, alimentar y mantener viva una mano o un pie que no sabíamos a quién pertenecía. Lo único que importaba y nos tenía preocupado era que ese trozo mágico de humanidad fuera compatible con la sangre tipo A+, debido a que ese era nuestro tipo de sangre y la máquina era alimentada por nosotros mismos. De tal manera que esto tenía que cumplirse para que el experimento resultara un éxito. Teníamos varias bolsas de nuestra sangre en un contenedor refrigerado y, con ellas circulando a través de los tubos de nuestro aparato, conectábamos la mano o el pie que robamos a las terminales. Y así lográbamos tener varios miembros vivos durante el tiempo que nos habíamos fijado. Una bolsa de sangre de medio litro nos alcanzaba, más o menos, para mantenerlos con vida unas tres semanas. Luego teníamos que volver a extraernos sangre y continuar con las transfusiones.
Después de un tiempo, ya no era suficiente la cantidad de órganos que robábamos de la morgue de la facultad, miembros que pertenecían a personas que habían fallecido recientemente. Si realmente queríamos que el experimento diera resultado, teníamos que crear un plan y tener acceso a pacientes terminales (siempre con sangre de tipo A+) y extraer nosotros mismos la parte deseada apenas muriera. Y eso, por supuesto, era ilegal e irracional.
En una ocasión, se nos acercó uno de los empleados encargado de vigilar la morgue y nos comentó discretamente que tenía unos amigos que estaban metidos en el negocio de tráfico de órganos. Era gente muy macabra, que habían creado toda una organización mafiosa de la cual se nutrían varios médicos y hospitales que tenían pacientes especiales, gente poderosa y multimillonaria que estaban decididos a pagar grandes fortunas por un hígado, un riñón o cualquier otro miembro del cuerpo. Y así fue como tuvimos acceso a lo que necesitábamos, aunque luego fuimos invadidos por dudas terribles: A pesar de estar llevando a cabo un macabro experimento teníamos dudas razonables y sensatas ¿Sera posible que los miembros no pertenecieran a pacientes recién fallecidos, sino de personas asesinadas solo para extraerles partes de su cuerpo? ¿Habrá la posibilidad de que el órgano que habíamos conseguido no fuese de ningún fallecido, sino de un ser humilde y atormentado por su miseria, que, en un acto de desespero habría preferido amputarse un miembro de su cuerpo con tal de poder sostener a su familia un tiempo más?
Esas preguntas nos martirizaron por un largo tiempo, pero al final de cuenta prevaleció nuestro deseo, nuestra obsesión por vencer a la muerte, por poder comunicarle a la humanidad que ya no debía tener miedo, que nosotros habíamos invertido la misteriosa ecuación de la vida y la muerte.
Como resultado de nuestros experimentos logramos mantener con vida en nuestro laboratorio clandestino casi la totalidad de un cuerpo humano. Teníamos dos riñones, un hígado, brazos, piernas, un corazón, unos ojos que nos observaban desde el fondo de un recipiente donde flotaban en una solución salina. Todo se mantenía vivo, todos los órganos tenían un color radiante y funcionaban a la perfección, todo transcurría tal cual lo planificado, Cada dos días me extraía sangre con máximo y manteníamos nuestro refrigerador con provisiones suficientes. Llegamos incluso a conseguir otras personas que eran del mismo tipo de sangre y les pedimos colaboraciones ocasionales diciéndoles que se trataba de una campaña para ayudar a pacientes que necesitaban donantes para realizarse cirugías en los hospitales públicos.
Nuestra dedicación fue tanta que llegamos a mantener con vida el cerebro de un muchacho recién atropellado que no tenía parientes cercanos ni nadie que lo reclamara. Al principio lo depositamos en un congelador por un día, luego lo pasamos a una neverita portátil en la que solíamos transportar discretamente nuestros «tesoros» sin que nadie sospechara algo, y finalmente con mucho temor lo irrigamos en cuestión de horas y esperamos toda una noche a ver que sucedía, siempre esperando lo peor. Para nuestra sorpresa, se mantuvo vivo, de buen color, y al día siguiente estaba funcionando a toda máquina como si nada, lo monitoreamos y notamos que se agitaba entre las sales y que los electrodos que le conectamos nos indicaban que había una corriente eléctrica recorriéndolo muy sanamente, nos anotamos otro éxito.
Esa noche recuerdo que nos preguntamos, si ese cerebro podía recordar algo, si estaría pensando, si tendría la capacidad de darse cuenta de que se encontraba en una especie de encrucijada a medio camino mientras le encontrábamos un cuerpo donde instalarlo. ¿Dormiría, evocaría algún sueño, le llegarían a sus Región de comunicación entre la neurita o prolongación citoplasmática el sabor de un plato de pasta, los olores y recuerdos de su infancia, las imágenes de la gente que había odiado o amado alguna vez en su vida?
Por los momentos nos faltaba el armazón, el cuerpo final pues, cada vez se hacía más difícil y la única posibilidad de conseguirlo era acudiendo al mercado negro los guardias de las morgues. El gran problema era que extraer un cuerpo entero recién ingresado era muy complicado y los vigilantes se exponían a ser descubiertos perder su trabajo de por vida y peor aún ir presos. Otro punto de desventaja es que no hallábamos cómo ni donde transportarlo con seguridad hasta nuestro laboratorio clandestino. Estábamos solucionando esos detalles cuando repentinamente se le presentó a Máximo en la salida de la facultad un tipo que se identificó como un detective de investigaciones especiales.
-Necesito hablar con usted y hacerle unas cuantas preguntas, señor Oropeza.
-Sí, con gusto dígame -dijo máximo, de forma nervioso y sin imaginar quién lo había delatado.
El detective procedió a hacerle un interrogatorio exhaustivo sobre sus actividades dentro y fuera de la universidad, dónde vivía, quiénes eran sus padres, a qué se dedicaba los fines de semana. Pasados varios minutos, y sin titubeo le preguntó de manera amenazante:
-¿Usted conoce a los hermanos Cañizales?
Los Cañizales eran los tipos que varias veces nos habían suministrado los órganos a cambio de grandes cantidades de dinero, eran nuestros proveedores.
-No tengo ni idea quiénes son -respondió Máximo, muy asustado y sudando frío.
-Señor Oropeza, creo que usted no entiende bien cuál es su situación aquí.
-No sé cuál es mi situación porque no sé de qué me habla.
-Los hermanos Cañizales ya fueron interrogados lo delataron todo, lo han identificado a usted detalladamente con nombre y todo tipo de detalles además aseguran que usted, y un cómplice que aún no sabemos quién es, son sus principales clientes.
-Están mintiendo.
-Esto le puede ocasionar el fin de su carrera y lo que es peor aún lo puede llevar a la cárcel durante muchos años. Le recomiendo que colabore y diga la verdad.
Máximo se mantuvo firme en afirmar que no sabía nada, el que no tenía idea de qué le estaban hablando. Sin perder tiempo, el detective hizo una llamada y en poco tiempo apareció de la nada un carro con matrículas oficiales:
-Se lo voy a repetir, colabore y no complique más las cosas, ahora súbase, hágame el favor.
Lo condujeron hasta su laboratorio clandestino en el barrio La Democracia y entraron con una orden que le habían solicitado con anterioridad a una jueza. Lo que encontraron los dejó con la boca abierta y aterrorizados.
-¿Qué demonios es esto? -preguntó el detective jefe, asombrado ante los brazos, las piernas, el hígado y los demás órganos vivos conectados a los irrigadores de sangre.
-Experimentos -respondió Máximo, sabiendo que su vida acababa de terminarse justo en ese momento, que a partir de ese instante ya no tenía futuro.
-¿Están vivos?
-Sí.
-¿Qué hacen con ellos? ¿Acaso los venden?
-Cómo se le ocurre. Son experimentos. Estamos intentando descifrar qué es la vida, cuáles son sus límites.
A pesar de lo grotesco de la escena, otro de los detectives pudo darse cuenta que se trataba de un cuerpo humano completo, como si estuvieran viendo las piezas sueltas de un carro desarmado que estaba a punto ya de terminar de ensamblarse:
-Están haciendo un hombre -dijo con los ojos muy abiertos y una expresión aterradora.
-Exactamente -afirmo Máximo sin titubeo y sin ánimo de defenderse.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, el recinto estaba copado de periodistas que disparaban sus cámaras sin cesar y grababan con sus celulares todos y cada uno de los rincones del lugar sin dejar nada sin registrar. La fotografía de Máximo apareció en los titulares de prensa nacional e internacional como la noticia extraña del día, como si se tratara de un asesino en serie, sádico y psicópata al que le hubieran encontrado varios cadáveres enterrados en el jardín de su casa. Incluso, uno de los diarios tituló en su portada: La policía detuvo a un nuevo Frankenstein estaba construyendo un monstruo en su casa.
Lo detuvieron enseguida, lo interrogaron y presionaron hasta más no poder, pero él nunca me delato ni dio mi nombre jamás insinuó que tuviera un cómplice. Dijo que había pedido ayuda muchas veces a compañeros suyos de la facultad que no tenían ni idea para qué eran los órganos que estaban transportando. Las autoridades le creyeron y de esa manera me salvé milagrosamente.
Sin embargo, el verdadero secreto estaba aún por descubrirse.