/0/8933/coverbig.jpg?v=097f5cc1366d4cb0bcf0ad8d041f9800)
Tu bien sabes que la ciudad es una gayola, una fisura, una hendidura en lo real. No hay camino de regreso, no hay cómo escapar del hueco. No se puede comparar con otros lugares del mundo, donde la gente trabaja, se casa, cambia de empleo, pero siempre con la conciencia de que en cualquier momento se puede haber un cambio y terminas estableciéndote en otra vivienda, en otra ciudad con otro clima, con otros vecinos. Aquí no, aquí en Ciudad Siniestra estás atrapado, capturado, cumpliendo tu condena.
Llueve todos los días, nunca sale el sol y el frío te congela la médula de los huesos y te pudres en las mismas calles por las que se te escapa la vida día a día como agua entre los dedos. Es una ciudad habitada por zombi, es lo más parecido a un gigantesco cementerio en el que terminas acostumbrándote a compartir con otros muertos vivientes como tú.
Esto seguirá así, hasta que un día cualquiera, no puedes más y te tomas un frasco de veneno para ratas, te compras una pistola para practicar cómo volarte la tapa de los sesos o te lanzas desde tu apartamento para al menos sentir la libertad por unos breves segundos antes de destrozarte contra el piso.
El hombre que andas buscando decidió ensañarse contra los otros en lugar de atacarse a sí mismo, prefirió desahogar su rabia y su impotencia contra las mujeres de la calle, eligió cortarles el cuello a ellas antes que cortárselo a sí mismo. Es un hijo típico de Ciudad Siniestra, un pariente cercano, un gemelo espiritual.
Lo curioso es su cultura, el hecho de que haya elegido a Harold Shipman cortando vísceras a finales del siglo XX en esa Londres oscura y nublada por la que deambulaban marinos, místicos y aventureros. ¿No estaba un poco pasado de moda Harold (El Doctor Muerte)? Había muchos otros asesinos seriales más modernos, incluso más complejos a nivel psíquico y emocional. Lo que sí no se podía discutir era que Harold tenía un cierto refinamiento poético que no se había podido superar. Bestial y lírico, atravesado por una animalidad incontrolable y al mismo tiempo con un pulso preciso de artista consumado. Y lo mejor de todo: que se había quedado oculto en las sombras, sin rostro, sin historia, haciendo parte del mito que él mismo había creado con fina exquisitez.