En el jardín habría pájaros, aun cuando no venados ni lochas. Los pájaros estarían cantando y se entretendría mirándolos. Mariana le entregó un hermoso abrigo azul, un sombrerito blanco y un par de botas resistentes color café con leche, también le indicó la forma de llegar a la planta baja para poder salir al jardín.
–En verano hay flores, pero en este momento nada ha florecido –comentó la joven al enseñarle el jardín. Vaciló un momento y agregó–: por aquí hay un valle, pero es muy difícil entrar. En diez años, nadie ha estado en él. Jennie le preguntó:
–¿Por qué?... ¿Otro espacio prohibido?, además de las innumerables habitaciones de esta extraña casa.
–El señor Alberto mandó a cerrar la entrada cuando su señora murió tan repentinamente. Era su valle de amor y él no quiso que nadie entrara nunca más en él. Ese día taló unos árboles para que bloquearan el camino. Ahora perdóneme, la señora López me está llamando.
Al quedar a solas, Jennie tomó el camino hacia los arbustos sin dejar de pensar en el valle al que nadie podía entrar. Se preguntaba si aún quedarían flores vivas en él. Al poco rato de caminar encontró amplios prados y tortuosos senderos de bordes recortados. Había numerosos árboles, espacios vacíos y macizos de hojas perennes recortadas en diversas formas. Vio también una gran pileta, en cuyo centro se encontraba una bella fuente de la cual manaba agua fría. Sin duda, éste no era el valle oculto. Pero, ¿cómo se podía impedir la entrada a un valle? Jennie recordó que Mariana le había dicho que su tío taló unos árboles para bloquear el camino.
Mientras pensaba en ello, vio al final del sendero algo que pareció una gran pared cubierta por una enredadera. Como Jennie no conocía este jardín, no sabía que se acercaba al huerto en donde se cultivan verduras y frutas.
Al fondo de la pared destacaba una puerta verde y, al atravesarla, Jennie descubrió que se sucedían, uno tras otro, varios jardines amurallados en donde se cultivaban árboles frutales y verduras, e incluso, una de éstas bajo campanas de vidrio. A ella no le gustó mucho el lugar, pero pensó que quizás cambiase de aspecto con el verdor del verano.
En ese momento, un hombre de edad con una pala al hombro atravesó la puerta. Miró muy sorprendido a la niña y se tocó la gorra a manera de saludo. Su expresión era arisca, como si no estuviera contento de verla.
–¿Qué lugar es éste? –preguntó con delicadeza.
–El huerto –contestó el viejo.
–¿Y qué es eso de ahí? –dijo Jennie, apuntando hacia otra puerta verde.
–Otros huertos –contestó el hombre, de mala manera.
–¿Puedo entrar en ellos? –volvió a preguntar Jennie –Si lo desea..., pero no hay nada que ver.
Jennie le respondió con un "esta bien, gracias" y continuó por el sendero cruzando varios jardines amurallados iguales al primero. Al fin encontró una puerta cerrada y la abrió con la esperanza de descubrir los grandes árboles que bloqueaban el valle oculto. Se encontró en medio de más árboles frutales. Vió entonces que, por sobre la muralla, se divisaban las copas de algunos árboles, lo que daba la impresión de que existía un valle detrás del muro. Afanosamente recorrió el sendero que lo circundaba y buscó inútilmente una puerta. Se quedó quieta y observó las ramas de los árboles. Allí, posado en una de las más altas, había un pajarito azul. Como si quisiera llamarla, repentinamente éste comenzó a cantar su canción de invierno.
Ella lo escuchó con atención y su amistoso y alegre silbido le produjo una gran felicidad y la hizo reír. La mansión de su tío, el silencioso páramo y los grandes jardines habían contribuido a que se sintiera más sola que de costumbre. Cómo Jennie era una niña amada por su familia y la gente que la rodeaba, las actuales circunstancias le partían el corazón. Por eso fue que el alegre canto del pajarito hizo aparecer una sonrisa en su hermoso rostro. Se quedó escuchándolo hasta que voló y desapareció tras la muralla. Jennie se preguntó si volvería a ver a ese pajarito que parecía vivir en el valle misterioso.
La enorme curiosidad que sentía por ese valle se debía a que no tenía otra cosa que hacer. Una y otra vez se preguntaba cuáles habían sido las razones para que su tío talará esos árboles. Tampoco entendía la relación que pudiera existir entre el amor tan grande por su mujer y ese odio al valle que sintió cuando ella murió. A su vez, trataba de imaginar cuál sería su actitud cuando se encontrara por primera vez con su tío. Sabía que ella no sería de su agrado y probablemente a ella tampoco le agradaría él. Seguramente, el día que lo conociera, se quedaría muda frente a él, aunque deseara más que nada preguntarle por qué había actuado en forma tan extraña. Repentinamente recordó al pajarito posado sobre la rama del árbol.
"Estoy segura de que ese árbol pertenece al valle oculto –se dijo–. Lo rodea una muralla y no existe puerta."
Con este pensamiento volvió donde el viejo jardinero que continuaba cavando. Se detuvo a su lado y lo observó con atención, pero él no se dio por aludido hasta que ella le habló.
–He estado en los otros jardines –dijo.
–Nadie se lo impide –contestó bruscamente el hombre.
–También fuí al huerto –dijo Jennie.
–Ahí no hay perro que la muerda.
–No existe una puerta hacia el valle que le sigue –volvió a decir Jennie.
–¿Qué valle? –preguntó el hombre con voz áspera, deteniendo un momento su trabajo.
–El que se encuentra al otro lado de la pared –contestó Jennie –. Ví un pajarito azul que cantaba posado en la copa de un árbol.
Para su sorpresa, la malhumorada fisonomía del viejo cambió de expresión. Una sonrisa, que se expandió por su cara.
El jardinero se volvió hacia el huerto, silbando suavemente. Poco después sucedió algo maravilloso. Jennie sintió el suave aleteo del pajarito volando hacia ellos hasta que se posó sobre la tierra, muy cerca del pie del jardinero.
–Aquí está –dijo el viejo riendo entre dientes y hablando al pájaro como si lo hiciera con un niño, le preguntó–: ¿Dónde has estado, bandido descarado? No te he visto en todo el día. ¿Es que estás cortejando, aunque todavía no ha llegado la estación?
El pajarito ladeó la cabeza y le miró con ojos tan brillantes como las negras gotas de rocío. La manera como lo trataba el viejo le parecía familiar y no sentía miedo.
Jennie se puso muy contenta al ver lo bonito y alegre que era con su cuerpo redondo, su pico delicado y sus esbeltas patitas. Casi parecía una persona.
–¿Viene cada vez que lo llama? –preguntó casi en un susurro con una sonrisa.
–Sí, por cierto. Lo conozco desde que era pichón. Voló de su nido, del otro lado del muro, y como era aún muy débil, por algunos días no pudo volver. Al regresar, el resto de la cría había partido. Se encontró solo y volvió conmigo. Así fue como nos hicimos amigos.
– Ooh, ya veo – dijo Jennie sonriendo mirando al azulejo - Es muy bonito, me encanta, ¿Es un azulejo? –preguntó Jennie.
–Sí –dijo el jardinero–. Es tan amistoso como un perro y es por eso que nos avenimos. Además, es muy curioso: mire cómo picotea a nuestro alrededor. Sabe que estamos hablando de él.
Era extraño ver al viejo mirar con orgullo y cariño al pequeño azulejo.
Mientras el pajarito picoteaba trabajosamente el suelo, se paraba de vez en cuando a mirar a la niña como si la estuviera estudiando y de este modo, pudiera conocerla mejor. Jennie experimentó un sentimiento extraño.
–¿A dónde voló el resto de la cría? –preguntó.
–¡Quién puede saberlo! Los padres los sacan del nido y se dispersan antes de que uno se dé cuenta. Por eso, él se sintió solo.
Jennie dio un paso hacia el azulejo, lo miró de manera penetrantemente triste y le dijo:
–Yo también estoy sola.
El jardinero los observó un minuto y nuevamente se puso a cavar.
–¿Cuál es su nombre señor? –le preguntó Jennie.
–Johan Rivera –le contestó, y luego agregó con agria sonrisa–: Yo también me siento solo cuando el azulejo no está conmigo. Es el único amigo que tengo.
–Yo tampoco tengo amigos –dijo Jennie con las manos en su falda mirando al piso–.Nunca los he tenido y jamás he jugado con otros niños.
El viejo Johan, es una persona que dice lo que piensa así que dijo sin líos:
–Creo que usted y yo tenemos dos cosas en común. Un carácter que rehúsa afecto y nos sentimos solos y vacíos sin los seres que amamos.
Él le habló claramente y Jennie Nieves quedó algo sorprendida. Nunca había pensado en cómo era ella. Solamente ahora se preguntaba si sería tan circunspecta como el señor Rivera y si, hasta antes de conocer al azulejo, sería como él. ¿Realmente tenía ella un carácter que rehúsa el afecto? Recordó que la vez cuando le anunciaron que viajaría a Mérida, la esposa del granjero quería ser cariñosa e iba a darle un beso, pero ella le dio un abrazo en su lugar, eso explica que Jennie no rechaza el afecto en sí, sino que no le gusta que la abracen mucho y llenen de cariño, tampoco los besos van con ella. Solo sus padres podían hacerle cariñitos, y ahora que no estaban, no había nadie que la "consienta" cómo los sirvientes también lo hacían un poco.
Repentinamente se volteó al escuchar un claro batir de alas. Era el azulejo que, posado sobre las ramas de un manzano, de nuevo había irrumpido en una canción. Al oírlo, Johan rió a carcajadas.
–¿Por qué hizo eso? –preguntó Jennie.
–El acaba de decidir que quiere ser su amigo –replicó el jardinero–. No hay duda que le ha tomado cariño.
–¿A mí? –preguntó Jennie, acercándose suavemente hacia el pajarito para verlo mejor–. ¿Quieres ser mi amigo? –preguntó al azulejo, como si hablara con una persona–. ¿Quieres, por favor?
Jennie con su voz suave, triste, apremiante y persuasiva, sorprendió a Johan Rivera.
–¡Vaya! –exclamó–. Usted es encantadora, incluso me recuerda a Eugenio con sus regalones del páramo.
–¿Conoce a Eugenio? –preguntó Jennie, volteando hacia él.
–Eugenio vaga por estos lugares y todos lo conocen. Incluso las lechosas y las fresas saben quién es él. Los zorros le muestran sus carnadas y los conejos no le esconden sus madrigueras.
A Jennie le hubiera gustado hacer más preguntas, pues sentía tanta curiosidad con respecto a Eugenio como por el valle oculto. Pero en ese momento, el azulejo terminó su canción y una vez más, extendió sus alas y voló lejos. Había concluido su visita y ahora tenía otras cosas que hacer.