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En la perfecta soledad de un indescriptible y perpetuo conticinio, se ubicaba en medio del patio poblado de gardenias, y se entregaba a sus recuerdos. Había conocido a Alicia desde la más tierna infancia, ya que eran vecinos en aquel barrio simpático al que rememoraba con crecida nostalgia. Los padres de ambos eran a su vez viejos amigos, inclusive compadres. Alicia y él jugaron los más entretenidos esparcimientos junto a la muchachera de ambas familias, que eran muchísimos.
Iban juntitos al colegio, el cual quedaba cercano al sitio apacible donde vivían, y ya allí, a la hora del recreo; también se entregaban a un retozo colectivo, atestado de algarabía y gritos de emoción. En ese compartir constante apareció la atracción de la adolescencia que de inmediato se convirtió en amor. Apenas eran unos mocosos cuando ya se habían enamorado. Inocentemente primero, luego de manera oportuna, se presentaron aquellos sentimientos al corazón y al alma.
Tenían la misma edad. A los doce años, la curiosidad los llevó de la mano a conocer lo que era un beso. Esa curiosidad insuperable les dio una perfecta sorpresa, y a ambos les pareció lo más bello que habían sentido, y que evidentemente repetirían las veces que les provocara. Besos tiernos y disfrutados, añorados cuando era inminente e inevitable alejarse el uno del otro. Siguió un noviazgo de varios años que, como todos, tuvo sus altos y bajos; contratiempos que resultaban superados con inteligencia y amor. Siempre estaban centrados en lo que querían, por lo que decidieron planificar perfectamente un futuro, el cual se visualizaba despampanante y colmado de éxitos por doquier. Serian rodeados esos planes con los hijos que llegarían, y que serían la perfecta realización de la felicidad, la máxima bendición de Dios. Sus exigentes estudios fueron llevados a cabo, y el sacrificio rindió sus frutos convirtiéndolo a él en un experto de la ingeniería civil, y ella en medicina; específicamente en el mundo de la Gineco- Obstetricia. De inmediato sus carreras rindieron más frutos, siendo destacados profesionales en sus respectivas áreas. Contrajeron matrimonio, todo era color de rosas, de esas rosas que, con espinas incluidas; son a su vez exigentes. Resulta siempre necesario que quienes deciden una vida compartida, se colmen de una gran dosis de tolerancia y respeto. Que decidan escalar el camino tortuoso y espinoso, con la delicadeza requerida para poder palpar los benditos pétalos de las Rosas, que de seguro, brindaran las delicadas suavidades, las cuales han de invitar a una vida gloriosa y definitivamente feliz.
Cuando tenían veintitrés años llegó su primer y único hijo. Fue grandioso el advenimiento de Jean Carlos, precioso infante que se apersonó a esas vidas y a ese hogar feliz que se convertía ahora en más feliz aún. Posteriormente llegaron tres nietos para mayor bendición. Los descendientes de aquella pareja vivían en otro país desde hacía mucho tiempo. Se comunicaban por una de las redes sociales que con la llegada acertada del modernismo, facilitan la comunicación y abrevian las engorrosas maneras de acercarse que existían en el pasado. Jacinto manejaba la computadora como un experto, y en ella pasaba largas horas en una de las redes en específico, la misma que une al mundo. Conoció mucha gente, se reencontró con otro tanto, y a diario intercambiaban saludos, ideas, opiniones sobre los más variados tópicos y recuerdos gloriosos del pasado.
Pero aquella pareja estuvo marcada por un flagelo repugnante. Al poco tiempo de casados se presentaron los problemas. En un principio se hicieron presentes, de igual forma como se habían presentado cuando eran novios. Los mismos de inmediato, con inteligencia, con ecuanimidad y sin secuelas, habían resultados sorteados. No así con el paso de los años, en el momento sagrado en el cual la bendición que se había hecho presente, el hijo del amor, estaba cubierto de la inocencia de la infancia. Eran las espinas de las rosas que se hacían presentes. Ambos se enfrascaron en hacerse daño mutuamente con las espinas, y no se percataron que el tiempo pasaba rápido y no les iba a alcanzar el matrimonio para disfrutar de la suavidad de los pétalos de las rosas. Gritos constantes, maltratos, reclamos, reproches y una larga variedad de elementos negativos que se encargaban de destruir aquel amor que se creía inquebrantable, y que los conducía irremediablemente al fracaso. Las rosas se quedaron esperando a ser acariciadas por una pareja que se visualizaba feliz; cuyos planes no fueron materializados a la perfección, por empeñarse en hacerse daños irreversibles con las espinas de los rosales.
Llegaron sin titubeo, el divorcio y la soledad. La distancia temida se hizo presente, y se encargó de colonizar a ambas vidas para arrancarles la felicidad y la esperanza de llegar a la senilidad uno al lado del otro. Se alejó de ellos, esa añorada esperanza de vivir eternamente felices. Y ahora, en el ocaso de una vida dedicada al esfuerzo pleno para salir adelante y superarse a diario, él estaba allí, cobijado en una soledad tormentosa y cruel; destinado a ver pasar el tiempo sin un amor, sin caricias y aferrado a la computadora para poder sentir que le importaba a alguien. Que no fue en vano una vida de dedicación meticulosa, de mucho sacrificio. Para sentir, aunque de manera fugaz, que le importaba a la vida. Fueron esas las secuelas de un comportamiento errado, de unos pasos extraviados, de un extenso engaño en manos de la violencia y la infidelidad. Ese comportamiento que se había encargado de atar a ambos seres en un mundo de espinas, el mismo que había significado las amargas discusiones y las odiosas peleas en el seno de un matrimonio.
Jean Carlos no quiso seguir soportando tantos gritos, tantas obscenidades, tantos sinsabores y, cobijado aún en una adolescencia preciosa; decidió alejarse de esa triste realidad, por lo que dirigió presuroso sus pasos en pos de un horizonte de paz, de una vida pacífica y alejada del bullicio agresivo y alocado; el cual destierra a la alegría de vivir. No quiso presenciar una pelea más. Se unió a una chiquilla y sin mirar a los lados decidieron perpetuarse en un mundo que se acercara a lo que nunca observó en la vida marital de sus padres. Esta increíble decisión hizo que buscara en otras tierras, la oportunidad que se tornaba cada vez menos asequible para un sufrido pueblo en un país millonario. Alicia, huyendo de los ya acostumbrados gritos y vejaciones, de los maltratos verbales y físicos, no se acercó nunca más por aquellos parajes; los cuales en alguna oportunidad habían sido colmados de alegría, de unión y de perpetuo amor. Nunca supo más de ella Jacinto, y a partir de allí, se sintió arrepentido de su actuar equivocado. Se prometió que encontraría la manera de recibir el perdón necesario y vital, que traería a sus brazos nuevamente a la única mujer que amó. Sintió que como un idiota, el amor se había alejado de él, gracias a la exagerada manera de afianzarse en un camino agreste; haciéndose graves daños sin abrirse a la paz y a la dulzura que procura el amor, y que se traduce en un mundo mejor cada día.
Era esa su penitencia, su bien merecido castigo por sus desaciertos que, uno tras otro, se empeñó en ejecutar sin medir las consecuencias; las cuales obviamente habían anidado para perpetuarse en él y no abandonarlo jamás. Secuelas de un actuar equivocado que había sumido a un hombre, en el amargo poderío de la soledad y del sufrimiento. Así se sentía Jacinto, abrazado a una soledad que amenazaba con la perpetuidad. Se arrepintió de sus andanzas demasiado tarde. El camino espinoso le enseñó que en la cercanía existe otro camino colmado de la maravilla, del encanto que embriaga dulcemente en manos del amor. Él se empecinó en no hacer verdadero caso a esas enseñanzas y entonces, entregado era a la sinfín espera. Por ello, pegado literalmente a una red social surgida de las entrañas del computador, buscaba afanosamente la luz que necesitaba para dar los últimos pasos en su vida; la cual presentía que se acercaba a su ocaso. No quería seguir pudriéndose en esa soledad tortuosa, en esas eternas noches de penumbras infinitas, plagadas de cantos de grillos y otros seres nocturnos, los cuales las alargaban más en sus sentidos; para procurarle ese dejo que lo enloquecía.
A diario colocaba un nombre en el buscador de la red social, y de inmediato esa búsqueda daba sus frutos, mostraban imágenes. Pero lastimosamente no eran para él. Eran casualmente el mismo nombre, pero eran otras personas quienes, alrededor del mundo, poseían idéntica designación en su identidad personal. No aparecía el nombre que buscaba encarecidamente por ninguna parte, por más que lo buscaba permanentemente de manos del modernismo el cual crecía a pasos agigantados, gracias a la magia del internet. La buscaba a ella, al gran amor de su vida; al amor que sentía que había perdido por estúpido. Nunca la había dejado de amar, nunca. Podría jurar que había bastado que ella le abandonara, para amarla con más intensidad. La culpa lo carcomía, roía su vida, lo lanzaba al abismo nefasto de continuar en una vejez en solitario. El arrepentimiento fue inmediato a su partida. Su hijo se había marchado hacía mucho tiempo, y sus nietos nunca le regalaron las sonrisas con las que se sueña para adornar los años dorados de la vida.
En las poquísimas ocasiones en que Jean Carlos se hacía sentir en su vida, le comunicaba la ausencia de noticias sobre su madre. Se había marchado sin dejar ninguna huella. Penosamente el andar equivocado de Jacinto, se había extendido hasta su único vástago haciéndole mucho daño al muchacho. Tanto, que el mismo prematuramente, había decidido poner distancia de por medio; procurando la paz y la armonía que a su hogar sentía que nunca sería una realidad. Así llegó Jacinto a la más penosa soledad que un hombre puede experimentar, luego de haber recibido en bandeja de plata, la exorbitante oportunidad de ser feliz al lado de una maravillosa mujer, de un hermoso hijo; todos cobijados en un hermoso hogar. Su tristeza su soledad eran entonces su único enlace con la vida. Se entregaba penosamente y por largas horas, a evocar aquellos recuerdos de los momentos que se quedaron en el recodo de un tiempo añorado. Recuerdos de instantes felices, los mismos que entonces deseaba con tanta premura. Nunca imaginó lo mucho que iba a sufrir.
Recordó con especial agrado el día de la boda. Ambos estaban en un momento mágico de sus vidas con una tierna edad. Resultaban plagados de esperanzas, sueños y muchas ganas de comerse al mundo. Se vaticinaba un futuro próspero, generoso y feliz. Ella estaba deliciosamente bonita. Su vestido de novia era maravillosamente elegante y moderno. Su nerviosismo resultaba poco ocultado, y lo reflejaba con un ligero temblor en sus manos, aunado a una gélida textura y una copiosa transpiración igualmente helada. Luego de la bendición sacerdotal, el beso aquel selló un momento que debió haber pasado a la historia ataviado de suprema felicidad. Prontamente una entrega de alma y cuerpo, más allá, un andar por el camino de una vida en familia colmados del amor bello.
La oportunidad estaba allí frente a él. Existía el rosal hermoso colmado de flores divinas, suaves e invitadoras al deleite. También existían las espinas que siempre estaban justo antes de palpar esa suavidad magnifica, la cual siempre regala caricias táctiles; pero Jacinto se empecinó en destrozar la vida de su familia y la suya propia, enredándolos en el desastroso apego al camino espinoso que tanto daño les produjo. Ahora, con lágrimas en los ojos, buscaba afanosamente y sin éxito alguno, una luz en la distancia. Daría lo poco que sentía que le quedaba de vida, sólo por saber de ella y más aún; por volver a verla, tenerla cerca, recibir su perdón; regresar el tiempo en brazos de su arrepentimiento. Daría lo poco que aún le quedaba por volver a tener su amor. Era ese su sueño, su esperanza y la poderosa razón de esperar un lucero fugaz que guiara esa ilusión, y que por la red social pudiera ver que todo se hiciera realidad. Era el sueño de aquel hombre solitario, entregado entonces a un mundo de esperanzas, atestado de soledades y amarguras. Recordó con sobrada ternura aquellos primeros años de vida en común, cuando antes de entregarse al reposo, él cepillaba sus cabellos largamente mientras miraba su reflejo en el espejo, el cual llegaba precioso a sus ojos embrujados de belleza y amor. La acariciaba mientras cepillaba su cabellera, le decía frases hermosas y ella, se embelesaba ante lo dedicado con sobrada ternura.
Se amaban, y se lo demostraban a cada instante antes de que el embrujo de los pasos desacertados equivocara un cometido y lo mandara todo al diablo. Eran esos los recuerdos del amor que debió haber prevalecido, de la ternura de una gran mujer que él no supo apreciar y de la gran oportunidad de ser feliz que de igual modo dejó pasar como el agua entre los dedos. Era esa la causa de sus desvelos, el motivo de su sufrir y el impulso que lo enviaba a diario a buscar aquel amor perdido en el tiempo extenso. Los soliloquios eternos de aquellas madrugadas no tenían parangón. Eran verdaderamente únicos, sin igual. Esas conversaciones en solitario, se producían mientras se adentraba en la red social en busca de una huella de su eterno amor. Nada llegaba a él hasta que una mañana agradable trajo lo siempre esperado. Era la invitación que deseaba como a nada en el mundo. Allí estaba ella, era Alicia, era ese su rostro, el rostro reflejado en una vieja fotografía; pero era ella indudablemente. Era fausto por fin, así lo sentía. Era feliz al mirar aquel rostro angelical, el cual visualizaba en aquel instrumento glorioso llegado para hacerlo nuevamente feliz. Aceptó aquella invitación al instante, y momentos después recibió lo por siempre esperado; un breve saludo, ¡Hola!
Ese fue el pequeño mensaje recibido. Fue suficiente para desatar en él, un torrente de expresiones escritas que denotaban un magnifico instante, el cual fue aprovechado de inmediato para hacerse sentir. Dejó para ella, un mundo de palabras tiernas empapadas en arrepentimiento y solícito amor, expresiones lastimeras que imploraban el perdón que necesitaba y que le haría nuevamente feliz. Eran extensas las líneas que escribía sin cesar. Parecía que aquellas palabras nunca iban a declinar hacia un final. Fue luego de haber dejado su alma y su amor en aquel escrito, cuando se preparó a esperar la respuesta que colmaría una larga espera. Pero nada sucedió, nada se presentó de brazos de su amada. No se presentó la respuesta a su mensaje. Solo quedó solitario aquel ¡Hola! que retumbaba en sus sentidos, y que desde ese instante le haría soñar nuevamente con el amor perdido en un pasado glorioso. Ese pasado que había dejado de lado mientras, enredado en las espinas, nunca miraba lo bello de las rosas.
Al despertar sobresaltado en las madrugadas y al ubicarse en tiempo, espacio y persona, se dirigía a su estudio y afanosamente revisaba la red social en busca de lo ansiado. Y estaba allí el bello y esperado recado. Hola, simplemente un Hola que con los días fue extendiendo sus dominios y se dejaba acompañar con leves frases que se notaban tímidas. Pero eso para él significaba un mundo de esperanzas. Nunca respondía en caliente. Era prácticamente un monólogo; pero luego ella, en su bendita intimidad dejaba bellos mensajes para él. Mensajes que con los días se intensificaban y regalaban el perdón solicitado con vehemencia. Pasaban los días extensos e intensos. Ya eran largas las horas que se sucedían interminables ensimismado frente al computador, enrojecidos sus ojos, esperando las respuestas que le llevaban a la gloria y le colocaban cada vez más cerca de la delicia de sentirse nuevamente amado y en familia. Luego imploraría a su hijo que llegara con otro puñado de esperanza y le regalara una leve visita para palpar nuevamente su piel, mirar su rostro risueño, sentir la calidez de sus besos y acercarlo a su pecho para que escuchara al ya viejo y cansado corazón que lo extrañaba y adoraba en extremo y que necesitaba sentirlo cerca para que cuando se apersonara la muerte que sentía ya cercana, no lo apartara de este mundo sin volver a sentir nuevamente el amor de su hijo del alma.
Ella lo perdonó, se lo expresaba en sus mensajes. Ella aún lo amaba, se lo decía en silencio. No había bastado la distancia ni el tiempo para que feneciera aquel amor intenso que llegó para ser eterno. Ella le confesó que le extrañaba demasiado, que añoraba los momentos del pasado que quería que llegaran al presente y poder regalarse la oportunidad que creía oportuna. Los mensajes se producían casi al filo de la media noche, necesario era que él no estuviera conectado para que eso sucediera. De lo contrario sólo el silencio se hacía presente. Las frases amorosas no llegaban si él estaba presente al mismo tiempo que ella. Por ello se retiraba a descansar temprano, cambiando sus hábitos arcaicos para que, al creerlo oportuno, llegaran esas frases empapadas de amor. Los ojos de Jacinto albergaban un destello brillante, mismo que reflejaba en sus miradas dirigidas hacia el moderno aparato, mientras despacio, escribía los más bellos detalles amorosos. Lentamente, marcando tecla por tecla. Sus ojos, ya cansados y víctimas de las prolongadas exposiciones a dicha máquina, ya habían cedido su agudeza de antaño. Veía muy poco y se esforzaba por acertar cada tecla.
Pero, aunque se le fuera el resto de la vida que le quedaba en ello, siempre le hacía llegar sus amorosos mensajes y ávidos de sus respuestas, casi enceguecía al leerlos. La imaginaba entrada ya en años. Tal vez por timidez o vergüenza no colocaba algún retrato reciente. Eran fotografías de su juventud las que a él llegaban y que constantemente eran sustituidas resaltando cada vez más, aquella belleza que la cubrió por completo y que de seguro, aun la cubría. La imaginaba en la senectud lógica, cubiertos de nieve sus cabellos, tiernas aun sus miradas y cabalgando como él, las dificultades lógicas para escribir aquel mundo de amor contenidos en sus fantásticos mensajes que se presentaban y que eran siempre escritos casi al filo de la media noche. Pero se equivocaba Jacinto. Antes de la media noche, las manos se deslizaban con movimientos ligeros y perfectos sobre el blanco y negro del teclado, con sobrada destreza. Eran sus dedos ágiles, perfectos.
Dejaban mensajes esos dedos empapados de encantos, mientras unos ojos brillantes y sin anteojos, miraban golosos lo que escribía en aquella pantalla excesivamente brillante que para nada le enceguecía. Incesantes, mensaje tras mensaje resultaban colocados en aquella bandeja para que fuesen leídos por el viejo Jacinto. Consecuencia de ello, la alegría, la esperanza y el amor cada día llegaban más cerca de su corazón. Los ojos cansados del septuagenario permanecían cubiertos por unos gruesos anteojos contentivos de un potente aumento, con lo cual trataba de facilitar un acercamiento visual con el mundo externo. Aun así, se le dificultaba cada vez más leer las maravillas que llegaban, siempre escritas al filo de la media noche por su amada. Aquella madrugada lo que con sumo esfuerzo pudo leer, le cambió definitivamente la vida y lo trasladó de inmediato a aquella gloria que ya creía perdida. Ella le decía que lo amaba tanto y que ya desesperaba por verlo, por tenerlo cerca y hacerle sentir su pasión nuevamente, con la fogosidad que aún creía poseer y que había guardado celosamente para ese momento bendito por siempre esperado.
Las manos de Alicia se movían traviesas, colmadas de una agilidad enorme a pesar de su edad; era esa la fuerza del amor. Sus ojos brillaban mientras escribía, y una sonrisa pícara se dibujaba en el rostro al momento de pedirle que la recogiera en el aeropuerto a su arribo; puesto que ya había pautado un viaje que se materializaría en los próximos días. Viajaría Alicia a su reencuentro. Él la esperaría toda la vida de ser necesario, y aún más de ser posible. Al momento de escribir aquel mensaje esperanzador, eran agitadas unas manos denotando el triunfo que se creía que delataba un mensaje, y como tal lo debió haber percibido Jacinto. Los ojos aquellos que releían incesante un mensaje escrito y enviado, brillaban con un especial centelleo el cual parecía no ser de este mundo. Era esa pícara sonrisa la que le daba un toque de distinción a un momento que sería inmortal.
Faltaban pocos días para que se materializara el viaje de Alicia, y ya el anciano se desvivía en pensar las palabras de bienvenida a su vida que le expresaría. Los abrazos y los besos que ya se tornaban presurosos por ser vertidos, eran perfectamente preparados en su mente en procura de que significaran lo máximo. Sólo al pensar en la entrega que se llevaría a cabo, lo inducían mágicamente al paroxismo y a la locura. La imaginaba coqueta como siempre, con las galas que acostumbraba a lucir para aquellos especiales momentos, los cuales se tornaban aún más especiales con su presencia; como la diadema perfecta que significaba ella. La imaginaba apareciendo en la distancia. La visualizaba muy bella, radiante y complacida al descender del avión, en el cual arribaría en pos del amor que la estaba esperando desde siempre. Ya miraba sus miradas encendidas, su boca candorosa y su piel de terciopelo. Ya escuchaba el suave y melodioso trinar que siempre habían sido sus palabras, y sentía la exquisita fragancia de su perfume favorito. Jacinto estaba dejando toda su vida planificando aquel reencuentro, el mismo que había soñado desde hacía tanto tiempo, y que por fin sentía que se haría realidad.
De seguro ella jugaría al flirteo acostumbrado para romper el hielo, y de ese modo propiciar un encuentro. De seguro pasaría por su lado simulando una indiferencia sin igual. Se detendría tímidamente pocos pasos luego y dirigiría una mirada traviesa a su amado. Se quedaría allí, sin moverse, sin inmutarse siquiera, esperando su respuesta. Y de inmediato él, consciente de sus deseos, acudiría presuroso a completar la travesura y, tomándola por la cintura, se le acercaría lentamente, buscaría esa boca de rojo carmesí y de esa forma; un beso apasionado daría entrada a un reencuentro fantástico. Eso se lo decía la imaginación. Eso lo pensaba todas las noches, mientras se hacía sentir el fastuoso día de aquel Reencuentro.
El día acordado había llegado sorprendiéndolo en extremo nervioso, sin haber dormido un sólo segundo. Estrenó un vestido de fino paño azul intenso, de esos que nunca pasarán de moda. Se acicaló con detenimiento tratando de lucir lo mejor posible para evitar alguna decepción. Una elegante loción dejaba escapar su aroma perfecto. A pesar de faltar muchas horas para el arribo del avión, ya él estaba en el aeropuerto. Temió a cualquier posible contratiempo, por lo que tomó todas las precauciones necesarias presentándose en el mismo con varias horas de anticipación. Ya sus nervios no eran los mismos de acero de su juventud. Flaqueaban entonces con facilidad, y ese día no era la excepción. Estaba muy asustado, y mientras se acercaba la hora del reencuentro resultaba cada vez peor.
Ya había llegado la hora del tiempo perfecto. Ya el vuelo que se acercaba había sido anunciado y al rato debería llegar. El avión aterrizó a la hora estipulada, pero ella no aparecía ni en la distancia ni en la cercanía. Preguntó por doquier y nadie le daba alguna respuesta, por más desafortunada que pareciera. Su nerviosismo se adentraba y acentuaba cada vez más. De seguro algo malo le había pasado, pensaba incesante el desesperado Jacinto, envuelto en un halo pavoroso. La noche lo sorprendió estando aún en el mismo sitio, esperando que su amada se presentara. Y así llegó el siguiente día y el otro, y luego varios más. La única realidad existente, era que Alicia descansaba el sueño eterno desde hacía nueve años. Había muerto de cáncer, de mengua y de olvido. Yacía sepultada en un cementerio olvidado de un remoto paraje, lejos de todo.
Las manos ágiles y las sonrisas pícaras seguían disfrutando escribiendo los mensajes amorosos, y continuaban planificando un reencuentro. Los ojos brillaban esa vez con más intensidad. Los ojos de un adolescente travieso que escribía al filo de la media noche, en una red social creada de manera fraudulenta usando el nombre y la imagen de una mujer víctima de un amor, que se había quedado atrapada entre las marañas de un camino espinoso. El nieto burlaba de esa manera el sentimiento del abuelo, y lo hacía bajo la mirada cómplice de un hijo vengativo. Al cabo de varios días de estéril espera, Jacinto era llevado en una camilla víctima de un abrazo que la demencia le hubo procurado, y que lo había apartado por completo y de manera definitiva de una realidad; en la cual nunca más iba a estar su amada, y a la que nunca más llegaría el amor que se había quedado en un recodo del olvido y en la más funesta de las soledades.
Rodrigo, después de rememorar aquella historia aleccionadora que su padre le había relatado hacía ya muchos años, recordó un sueño más que misterioso. En esa oportunidad despertó sobresaltado, angustiado y temeroso, pues en aquella fantasía llegada en su estado de reposo, se dibujaba lo que sentía un presagio y de alguna manera eso que presagió se convertiría, con el devenir de los años, en una cruenta realidad. "Soñé que siendo un niño de escasos años, cuando aún mi mamá tenía que limpiarme el fondillo después de haberme agachado en la bacinilla; mi bisabuelo contaba para mí, que escuchaba atento sin mover siquiera un músculo de mi pequeña humanidad; fantásticas historias futuristas embarradas, pienso ahora; de aquellos inventos que habría leído de Leonardo Da Vinci o de Julio Verne. Me contaba mi recordado viejito, que Dios lo tenga en su santa gloria que desde que era mozo; estaba tratando de inventar algo que iba a hacerlo millonario. Supongo que nunca habría concretado su sueño de inventor ya que cuando se murió, mi abuelo juntó entre todos en la familia, moneda a moneda, lo suficiente para hacerle un funeral como buen cristiano.