El sol se escondía tras el horizonte cuando Samuel dejó la playa. Con la piedra en el bolsillo y los pensamientos aún agitados, regresaba caminando hacia su pequeño apartamento. La ciudad, bañada en la cálida luz del atardecer, seguía su rutina frenética. Samuel trataba de convencerse de que lo que había sucedido en la playa había sido una coincidencia. Pero cada vez que rozaba la piedra con los dedos, una corriente de calor recorría su cuerpo, recordándole el dinero que había aparecido como por arte de magia.
Su paso se aceleró, ansioso por llegar a casa, pero cuando giró la esquina de su calle, su corazón se hundió. Delante de su edificio, vio al dueño, el señor Ramírez, junto a un par de hombres cargando sus escasas pertenencias hacia la acera.
-¡Oye! ¡Espera! -gritó Samuel mientras corría hacia ellos.
El señor Ramírez se giró, su expresión era una mezcla de cansancio y exasperación.
-Samuel -dijo con voz firme-, te lo advertí. Han pasado ya tres meses sin pagar el alquiler. No puedo seguir esperándote.
Los hombres continuaban sacando sus cosas: una vieja televisión, una maleta desgastada, y una pila de libros que Samuel había recolectado con los años. Ver cómo todo lo que tenía terminaba apilado en la acera le provocó un nudo en la garganta.
-Lo siento -dijo Samuel, acercándose al dueño-. No tengo excusas, pero... puedo pagarte ahora mismo.
El señor Ramírez levantó una ceja, claramente escéptico. Sabía bien que Samuel llevaba tiempo luchando por encontrar un trabajo fijo, y su situación económica había sido precaria desde hacía meses.
-¿Con qué? -preguntó Ramírez con un suspiro-. Has dicho lo mismo otras veces, pero nunca tienes el dinero. Este es el final de la línea, hijo.
Samuel sintió la piedra en su bolsillo, su pulgar trazando los contornos suaves y cálidos de aquella superficie brillante. Inspiró profundamente antes de hablar.
-Puedo pagarte el retraso y algunos meses más por adelantado.
El señor Ramírez soltó una carcajada incrédula.
-¿Estás bromeando, verdad? -dijo, negando con la cabeza-. Samuel, no me hagas perder más tiempo. ¿De dónde sacaste ese dinero?
Samuel sonrió nerviosamente y metió la mano en el bolsillo, envolviendo la piedra en su palma. Cerró los ojos, susurrando para sí mismo: _"Quiero pagar el alquiler que debo y unos meses más por adelantado."_ Sintió un suave calor irradiando desde la piedra, y cuando sacó la mano del bolsillo, algo pesaba en ella.
Extendió el puñado de billetes nuevos y crujientes hacia el sorprendido señor Ramírez.
-Aquí está. Lo que te debo y tres meses más -dijo, sin poder ocultar una ligera sonrisa.
El señor Ramírez quedó atónito, miró los billetes como si fueran de otro planeta. Los tomó con manos temblorosas, contando rápidamente. Sus ojos se abrieron de par en par.
-¿Cómo...? -balbuceó-. ¿Dónde conseguiste todo esto? No tenías ni para el desayuno hace dos días.
Samuel se encogió de hombros, fingiendo indiferencia. No podía decirle la verdad, ni siquiera él mismo la comprendía del todo.
-Encontré una oportunidad -respondió evasivamente.
El dueño lo miró con desconfianza, pero el dinero estaba allí, tangible y real. Después de unos segundos, suspiró, guardando los billetes en el bolsillo de su chaqueta.
-Está bien, Samuel. No sé qué estás haciendo, pero mientras me pagues, no me importa -dijo Ramírez con una sonrisa torpe, aún confundido-. Puedo avisarles a los chicos que dejen tus cosas donde estaban.
Samuel asintió, respirando aliviado.
-Gracias, señor Ramírez.
Mientras los hombres devolvían sus pertenencias al apartamento, Samuel observaba en silencio. El peso del dinero y la facilidad con la que lo había obtenido lo dejaban inquieto. Era como si el mundo hubiera cedido ante un simple capricho, doblándose a su voluntad. Algo en todo aquello no encajaba, pero por ahora, lo más importante era que tenía su hogar de vuelta.
Ya dentro de su apartamento, Samuel cerró la puerta tras de sí. La luz del atardecer bañaba el pequeño espacio. Se sentó en el desvencijado sofá, sacando la piedra de su bolsillo, y la observó con detenimiento. La superficie aún brillaba suavemente, con esa extraña tonalidad entre azul y púrpura. Se sentía como un artefacto antiguo, cargado de poder y misterio. No podía negarlo más: aquella piedra era mágica. Y ahora, estaba en sus manos.
-Esto es real -murmuró para sí mismo.
Pero a pesar de la emoción, también había algo más, una inquietud que se colaba en su pecho. ¿Era seguro usarla? ¿Hasta dónde llegaban sus poderes? Samuel se recostó en el sofá, jugueteando con la piedra entre los dedos. Sabía que debía ir con cuidado, pero la tentación era demasiado grande.
**Un nuevo pensamiento** cruzó su mente, uno sencillo pero irresistible. Llevaba meses sin una verdadera comida caliente, viviendo de fideos instantáneos y bocadillos baratos. Con la piedra en su mano, sonrió ligeramente.
-Quiero una pizza grande, con todo lo que pueda tener -susurró, sintiendo el ahora familiar calor de la piedra.
Unos segundos después, el timbre del apartamento sonó. Samuel se levantó rápidamente, sintiendo su corazón latir con fuerza. Abrió la puerta, y allí, sin explicación, estaba un repartidor sosteniendo una caja de pizza.
-Aquí tiene su pedido, señor. Una pizza grande con todo -dijo el joven con una sonrisa, mientras le entregaba la caja.
Samuel lo miró sin saber qué decir.
-Pero... yo no... no hice ningún pedido.
El repartidor revisó su lista y negó con la cabeza.
-Está pagada. Que tenga buen día.
Con la misma rapidez que había aparecido, el repartidor se dio la vuelta y desapareció por las escaleras. Samuel se quedó en la puerta, perplejo, sosteniendo la caja. La abrió, y allí estaba: una pizza perfecta, recién salida del horno. El olor le hizo rugir el estómago.
Cerró la puerta lentamente, volvió al sofá y se sentó, mirando la pizza y luego la piedra en su mano.
-Definitivamente, esto es magia.
Pero mientras tomaba el primer trozo de pizza, una sombra de duda se instaló en su mente. Todo esto era demasiado fácil. ¿Qué precio tendría que pagar por estos deseos? Algo dentro de él sabía que esta suerte recién adquirida no duraría para siempre.