El sonido de los autos y el bullicio de la ciudad llenaban el aire mientras Samuel se acercaba a su edificio. Había pasado una noche en vela, incapaz de borrar de su mente la imagen del hombre que había muerto para salvar a aquella joven. El peso de la piedra en su bolsillo se sentía más pesado que nunca. Sabía que había cometido errores, pero no sabía cómo detenerse. Cada vez que intentaba arreglar algo, las cosas se torcían más de lo que podía manejar.
Al doblar la esquina hacia su edificio, lo primero que vio lo dejó helado. Todas sus pertenencias, sus pocas pertenencias, estaban esparcidas por la acera, tal como habían estado días antes. La vieja televisión, su maleta, su pequeña colección de libros, todo estaba tirado de manera caótica, expuesto al viento y al polvo.
Y junto a sus cosas, dos policías hablaban con el arrendatario, el señor Ramírez.
Samuel sintió un nudo en el estómago. ¿Qué estaba pasando? Aceleró el paso y cuando estuvo lo suficientemente cerca, el señor Ramírez lo vio y frunció el ceño.
-Ah, ahí estás, Samuel -dijo Ramírez con una mezcla de furia y desdén-. He estado esperando que volvieras.
Los policías se giraron hacia Samuel, sus expresiones severas. Uno de ellos, un hombre alto y fornido, dio un paso hacia él.
-¿Samuel García? -preguntó con tono firme.
Samuel asintió lentamente, notando cómo la situación se tensaba con cada segundo que pasaba.
-Sí... soy yo. ¿Qué pasa? -preguntó, tratando de mantener la calma.
El señor Ramírez bufó y dio un paso al frente, agitando algo en su mano. Al principio, Samuel no pudo distinguir qué era, pero cuando Ramírez lo acercó más, reconoció los billetes que le había dado para pagar el alquiler.
-¿Sabes qué pasa? ¡Esto es lo que pasa! -exclamó Ramírez, enfurecido-. Estos billetes que me diste... ¡son falsos!
Samuel sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
-¿Qué? -balbuceó, incrédulo-. Eso no puede ser... yo... yo te pagué con dinero de verdad.
-¿De verdad? -se burló el arrendatario-. Bueno, fui al banco y ¿sabes qué me dijeron? Que esos billetes son falsificaciones perfectas, pero aún así son falsificaciones. Podrías haberme metido en un problema enorme, ¿sabes? ¡Y ahora tú estás en uno!
El oficial alto intervino, cruzándose de brazos mientras observaba a Samuel con frialdad.
-Hemos recibido una denuncia por falsificación de dinero, Samuel. Esto es un asunto muy serio. Necesitamos que vengas con nosotros a la comisaría.
Samuel sintió cómo el pánico comenzaba a crecer dentro de él. La piedra, en su bolsillo, parecía vibrar, como si fuera consciente de lo que estaba sucediendo. El deseo que había hecho para obtener ese dinero había sido sencillo, pero el precio... ahora estaba claro. El dinero no era real, y ahora lo acusaban de un crimen.
-Yo... no hice nada malo -intentó explicar, pero su voz sonaba vacilante-. No sabía que el dinero era falso... yo...
Ramírez lo interrumpió con una risa amarga.
-¡Por supuesto que lo sabías! Ninguna persona normal tendría tanto dinero de repente. ¿Cómo te crees que iba a ser posible? Me diste billetes falsos y pensaste que te saldrías con la tuya.
Uno de los policías sacó un par de esposas de su cinturón, y Samuel comenzó a retroceder instintivamente. Su mente estaba a mil por hora. No podía ir a la cárcel. ¿Qué iba a hacer? La piedra lo había metido en este lío, pero también era su única salida.
Mientras uno de los oficiales daba un paso hacia él, Samuel sintió la fría presión de las esposas a punto de cerrarse en sus muñecas. Era ahora o nunca. Sin pensarlo más, deslizó la mano en su bolsillo, cerrando el puño alrededor de la piedra, y susurró rápidamente un nuevo deseo.
-Quiero que, si me llevan a la cárcel, sea respetado y que nadie me acose. Quiero estar a salvo.
El calor familiar llenó su palma, pero esta vez, fue más intenso, más profundo. Casi sentía que la piedra ardía. Cuando los oficiales finalmente le pusieron las esposas, Samuel supo que su deseo se había cumplido, aunque no entendía el costo.
-No te resistas, Samuel -dijo uno de los oficiales, sujetándolo con firmeza pero sin violencia-. Solo ven con nosotros. Resuelve esto en la comisaría.
Mientras lo conducían hacia el auto patrulla, Samuel lanzó una mirada rápida a Ramírez, que lo observaba con una mezcla de desdén y alivio. Todo se había salido de control. El arrendatario había sido su última esperanza para mantenerse fuera de la calle, pero ahora eso también estaba perdido.
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**Horas después**, Samuel estaba sentado en una celda fría, el eco de los pasos de los guardias resonando en el corredor. La sensación de estar atrapado era sofocante. Había sido fichado y procesado, aunque la policía no parecía tener prisa por interrogarlo. Lo habían dejado en la celda, rodeado de otros detenidos, algunos peligrosos, otros callados. Pero algo era diferente.
En lugar de recibir miradas de desdén o amenazas de otros reclusos, como temía al principio, Samuel se dio cuenta de que lo observaban con una especie de respeto inexplicable. No le dirigían la palabra directamente, pero había un aire de deferencia a su alrededor, como si fuera alguien que no debían molestar.
Incluso uno de los guardias que había pasado por allí hacía unos minutos le había sonreído levemente, algo completamente inusual en un ambiente tan hostil.
_El deseo funcionó,_ pensó Samuel, aliviado momentáneamente. La cárcel no parecía tan aterradora ahora. De alguna manera, la piedra había asegurado que él fuera respetado, que no sufriera el acoso que temía. Por primera vez desde que había sido arrestado, sintió que tal vez podría manejar esto.
Sin embargo, el alivio fue breve. Mientras se recostaba en la dura litera de la celda, escuchó una conversación en el pasillo. Dos guardias hablaban entre ellos en voz baja, pero lo suficientemente cerca como para que Samuel los escuchara.
-Es una verdadera lástima lo que le pasó a Ortega -dijo uno de los guardias-. No me lo esperaba.
-¿Qué le pasó? -preguntó el otro.
-Accidente fatal esta mañana. Iba a ser trasladado a una prisión más segura por su propia protección. Algunos de los tipos de aquí no lo querían, y me enteré de que tenía enemigos. Pero justo antes de que lo sacaran, lo apuñalaron en su celda. Lo mataron antes de que pudieran intervenir.
Samuel sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Se quedó inmóvil, procesando lo que acababa de escuchar. ¿Ortega? ¿Alguien había muerto? Su mente comenzó a conectar los puntos con rapidez. Ortega, un recluso que debía ser trasladado para estar a salvo, había muerto. Y Samuel, apenas unas horas antes, había deseado estar seguro en la cárcel, que nadie lo molestara o lo atacara.
El precio. La piedra había concedido su deseo, asegurándose de que Samuel fuera respetado y protegido. Pero alguien más había pagado con su vida. Alguien había muerto para que él estuviera a salvo.
Samuel se sentó en la litera, con el estómago revuelto por la culpa. No sabía quién era Ortega, pero ahora comprendía lo que estaba sucediendo. Cada vez que deseaba algo, cada vez que usaba la piedra para alterar la realidad, alguien más sufría las consecuencias.
La cárcel se sentía menos opresiva ahora, pero no por el respeto que recibía. Era el conocimiento de que su libertad tenía un costo, un precio que no podía controlar ni prever.
Mordió su labio, sintiendo la áspera manta bajo sus dedos mientras el eco de las voces de los guardias se desvanecía. ¿Cuánto más duraría esto? ¿Cuánto más podría seguir usando la piedra antes de que el precio que tenía que pagar fuera demasiado alto?
La respuesta le aterrorizaba.