El día siguiente comenzó como cualquier otro, pero para Samuel, todo había cambiado. Lo que había ocurrido en el supermercado el día anterior lo dejó inquieto. Miriam y Laura, dos chicas que nunca le habían prestado atención, de repente estaban peleando por él. Pero lo peor era que la intensidad de sus emociones no había sido natural. Era como si sus voluntades hubieran sido manipuladas por algo mucho más allá de su control: la piedra.
Esa mañana, Samuel no podía quitarse de la cabeza la sensación de que había ido demasiado lejos. Al observar la piedra en su mano, supo que debía corregir su error. Lo que había deseado no había sido justo, ni para Miriam ni para Laura. Ellas no merecían ser manipuladas así. Al sentir el calor familiar de la piedra en su bolsillo, cerró los ojos y formuló un nuevo deseo, uno que creía devolvería las cosas a la normalidad.
-Quiero que Miriam y Laura sean como antes... que no tengan sentimientos especiales por mí. Quiero que todo vuelva a ser normal -susurró, esperando que el deseo funcionara como los anteriores.
Abrió los ojos lentamente, intentando no pensar demasiado en el extraño calor que la piedra emitía cada vez que concedía un deseo. Se preparó para ir al trabajo, esperando que la situación se normalizara.
Cuando llegó al supermercado, Samuel se sintió algo más relajado. Todo parecía igual que siempre. La luz fluorescente parpadeaba en los pasillos, el sonido del escáner en la caja era monótono, y los estantes estaban llenos de productos que debía organizar. Se sentía algo más tranquilo, pensando que, finalmente, había logrado deshacer el desastre que había causado.
Pero apenas entró al almacén, notó algo extraño. Laura y Miriam estaban allí, pero esta vez, la energía que emanaban hacia él no era de atracción o rivalidad. No, lo que sintió fue frío, desprecio, una sensación densa que nunca había experimentado antes. Miriam lo miró con una expresión de repulsión, mientras Laura, con los brazos cruzados, lo observaba como si fuera el peor ser humano que había conocido.
-Ah, miren quién llegó -dijo Miriam en voz alta, lo suficientemente fuerte como para que todo el mundo lo escuchara-. El acosador.
Samuel parpadeó, incapaz de procesar lo que había escuchado. ¿Acosador? ¿De qué estaban hablando?
-¿Qué? -balbuceó, dando un paso hacia ellas-. No entiendo...
Laura lo interrumpió con una mirada venenosa.
-No te atrevas a acercarte, Samuel. Ya hablamos con el jefe sobre ti. Lo que hiciste ayer fue asqueroso. No sé qué te pasa por la cabeza, pero no tienes derecho a tratarnos como si fuéramos tus juguetes.
Samuel sintió cómo la sangre abandonaba su rostro. Intentó protestar.
-Yo... no hice nada. No sé de qué están hablando. Solo estaban... ustedes empezaron a discutir por...
-¡Basta! -gritó Miriam, furiosa-. ¿Te crees que somos estúpidas? Sabemos que intentaste manipularnos, acosarnos. Pero eso se acabó. Te vamos a denunciar.
Samuel retrocedió, sintiendo que el mundo se derrumbaba bajo sus pies. ¿Cómo había pasado esto? Él solo había deseado que volvieran a ser como antes, pero de alguna manera, el deseo se había torcido. Ahora, en lugar de ignorarlo como siempre lo habían hecho, lo odiaban. Y lo peor de todo: lo acusaban de algo que no había hecho.
Trató de calmarse, pero cada palabra que salía de la boca de Miriam y Laura lo hundía más. Se sentía atrapado, sin salida. Sabía que la piedra tenía el poder de cambiar las cosas, pero cada vez que la usaba, el precio era mayor. ¿Qué había hecho mal esta vez? ¿Qué estaba pagando por desear que todo volviera a la normalidad?
El jefe, el señor Ortiz, apareció en escena poco después, con el rostro endurecido y los brazos cruzados.
-Samuel, necesito que vengas a mi oficina -dijo en un tono que no admitía discusión.
Mientras lo seguía, Samuel sintió que el sudor frío recorría su espalda. ¿Qué iba a decirle? Sabía que no había hecho nada, pero las miradas de todos en el supermercado ya lo habían condenado. Las chicas estaban tan convencidas de que él las había acosado que sus palabras parecían inquebrantables. El poder de la piedra había transformado la realidad, pero no como él esperaba.
Ya en la oficina, Ortiz lo miró con dureza.
-Samuel, he recibido quejas muy serias sobre tu comportamiento hacia Miriam y Laura. Me han dicho que intentaste coaccionarlas. ¿Es cierto?
-¡No! -Samuel levantó las manos, horrorizado-. No hice nada de eso, se lo juro. Todo fue... no sé cómo explicarlo. Algo raro pasó.
Ortiz lo observó con escepticismo.
-Esto es grave, Samuel. No podemos tolerar ese tipo de comportamiento aquí. Vas a tener que irte a casa mientras decidimos qué hacer. No estoy diciendo que estés despedido... aún. Pero hasta que resolvamos esto, no puedes quedarte aquí.
Samuel asintió en silencio, su mente revuelta. Sabía que protestar más solo empeoraría las cosas. Salió de la oficina cabizbajo, sintiendo las miradas de todos clavadas en él. Y peor aún, la piedra en su bolsillo ardía, como si estuviera disfrutando de lo que acababa de hacerle.
---
**Horas más tarde**, Samuel deambulaba por las calles de la ciudad, incapaz de creer lo rápido que todo se había desmoronado. Su vida, que apenas unos días atrás parecía estar tomando un giro positivo, ahora era un desastre. Y todo por culpa de la piedra. O quizás, pensó con un escalofrío, por culpa de él mismo. Cada deseo que formulaba parecía torcerse de la peor manera posible.
Mientras caminaba, observó a lo lejos una escena que llamó su atención. Una joven cruzaba la calle sin mirar, y justo en ese momento, un auto venía a gran velocidad. Samuel sintió cómo su corazón se aceleraba. No había forma de que el conductor pudiera frenar a tiempo. La chica estaba en peligro. Antes de siquiera pensar, metió la mano en su bolsillo y apretó la piedra con fuerza.
-Quiero que esté a salvo -deseó con toda su voluntad.
Sintió el familiar calor de la piedra, pero esta vez, fue diferente. Era más intenso, más abrasador. Abrió los ojos justo a tiempo para ver a un hombre, que hasta ese momento estaba de pie en la acera, lanzarse hacia la chica, empujándola fuera del camino del auto. Ella rodó por el suelo, ilesa.
Pero el hombre... no fue tan afortunado.
Samuel vio cómo el auto lo golpeaba de lleno. El cuerpo del hombre voló por los aires y aterrizó a varios metros de distancia, sin moverse. Un grito ahogado escapó de la boca de la chica, que ahora estaba de pie, aterrorizada, mirando la escena. Personas a su alrededor comenzaron a correr, algunos sacando sus teléfonos, otros gritando por ayuda.
Samuel no podía moverse. El aire a su alrededor parecía haberse detenido. Quería que la chica estuviera a salvo... y lo estaba. Pero a qué precio. El hombre que la había salvado había muerto. ¿Era eso lo que la piedra hacía? ¿Concedía sus deseos siempre, pero a cambio de un sacrificio?
Sintió el peso aplastante de la culpa. Había pedido algo sencillo, solo que la chica no muriera. Pero alguien más había pagado el precio de ese deseo con su vida. Las piernas de Samuel temblaban. Se apoyó contra una pared, incapaz de apartar la vista del caos que se había desatado en la calle.
-¿Qué he hecho? -murmuró, sintiendo cómo el calor de la piedra, que aún estaba en su bolsillo, lo quemaba como nunca antes.
Comenzaba a entender que no existía un deseo sin consecuencias. No había magia sin un costo, y cada vez que pedía algo, el precio se hacía más alto, más personal. Sabía que no podía seguir usando la piedra, pero cada vez que intentaba detenerse, la tentación de tener control sobre su vida lo arrastraba de nuevo.
La piedra no era una bendición. Era una maldición.