Cristóbal Vega bajó del coche negro con la precisión de alguien acostumbrado a que el mundo se moviera a su ritmo. Su asistente le había informado de una reunión inusual en una cafetería modesta, lejos de los despachos de lujo y las salas de juntas a las que estaba acostumbrado. Lo desconcertaba, pero algo en el tono de la llamada había despertado su curiosidad.
La puerta de cristal tintineó cuando entró, y el aroma del café recién molido llenó el aire. En una mesa junto a la ventana, Isabel Mendoza lo esperaba. Su cabello oscuro estaba recogido de manera casual, y llevaba una bufanda que cubría parte de su cuello. Aunque su sonrisa seguía ahí, había algo diferente en ella. Algo ausente.
Cristóbal caminó hacia la mesa con pasos firmes, su rostro impenetrable como siempre.
-Isabel -dijo, inclinando la cabeza ligeramente a modo de saludo.
Ella alzó la vista, y por un momento, el tiempo pareció retroceder. La misma chispa en su mirada, el mismo magnetismo que lo había atrapado años atrás. Pero cuando él tomó asiento, notó las sombras bajo sus ojos y la delgadez en su rostro.
-Cristóbal -respondió ella, su voz cálida pero teñida de algo que él no pudo identificar de inmediato-. Gracias por venir.
Él apoyó las manos sobre la mesa, entrelazando los dedos, siempre directo al punto.
-Tu llamada fue... inesperada. Han pasado años.
-Sí, demasiado tiempo. -Isabel desvió la mirada hacia la ventana por un momento antes de volver a enfrentarlo-. Hay algo que necesito decirte, algo importante.
Cristóbal arqueó una ceja, intrigado pero sin dejar que se notara demasiado.
-Adelante.
Ella tomó aire, como si las palabras que estaba a punto de pronunciar pesaran más de lo que podía soportar.
-Estoy enferma, Cristóbal. -Su tono era firme, pero sus manos temblaban ligeramente mientras envolvía su taza de café-. Me diagnosticaron cáncer hace unos meses. Es agresivo, y... los médicos no son optimistas.
Por primera vez en mucho tiempo, Cristóbal sintió que el suelo se movía bajo sus pies. No era el tipo de hombre que se dejaba sorprender fácilmente, pero esas palabras lo dejaron sin habla.
-¿Qué...? -empezó a decir, pero su voz se quebró ligeramente. Se aclaró la garganta y continuó-. ¿Por qué me lo dices ahora?
Isabel lo miró directamente, su expresión una mezcla de tristeza y determinación.
-Porque hay algo más que necesitas saber. Algo que debí decirte hace años, pero no lo hice porque pensé que era mejor así.
Cristóbal sintió un nudo formarse en su estómago. Isabel nunca había sido de las que dudaban en decir lo que pensaban, y ese momento era una excepción que solo aumentaba su incomodidad.
-Tengo una hija, Cristóbal -dijo finalmente, su voz apenas un susurro-. Nuestra hija.
El impacto de esas palabras fue como un golpe en el pecho. Cristóbal la miró fijamente, tratando de procesar lo que acababa de escuchar.
-¿Cómo...? -Su voz era apenas audible, y luego, con más fuerza-. ¿Por qué no me lo dijiste antes?
-Porque pensé que no querías esto. Que no querías complicaciones. -Isabel apretó los labios, como si tratara de contener las lágrimas-. Y probablemente tenía razón. Pero ahora no tengo otra opción. Necesito que Sofía tenga a alguien cuando yo no esté.
Cristóbal sintió que el peso de esas palabras lo aplastaba. Había construido su vida alrededor del control, de las decisiones calculadas, y ahora todo eso se desmoronaba frente a él.
-¿Cuántos años tiene? -preguntó, su voz más baja de lo habitual.
-Cinco. -Isabel bajó la mirada, su voz llena de arrepentimiento-. Es una niña maravillosa, Cristóbal. Merece conocer a su padre.
El silencio que siguió fue pesado, cargado de emociones que ninguno de los dos estaba listo para afrontar. Finalmente, Cristóbal habló, su tono frío pero firme.
-Necesito tiempo para procesar esto.
Isabel asintió lentamente, como si hubiera esperado esa respuesta.
-No tengo mucho tiempo, Cristóbal. Pero espero que hagas lo correcto. Por ella.
Cuando él salió de la cafetería, su mente estaba en caos. Las palabras de Isabel resonaban en su cabeza, mezclándose con una oleada de emociones que no sabía cómo manejar. Por primera vez en años, Cristóbal Vega, el hombre que siempre tenía un plan, no tenía idea de qué hacer.