Cristóbal Vega no era un hombre que postergara decisiones. Su vida entera se había construido sobre la base de actuar rápido, calcular cada movimiento y adelantarse a cualquier contingencia. Pero mientras conducía hacia la dirección que Isabel le había enviado horas después de su inesperado encuentro, se dio cuenta de que esta vez no había un plan.
La dirección lo llevó a un barrio residencial modesto, muy alejado del lujo al que estaba acostumbrado. Estacionó frente a una casa pequeña de fachada blanca, con un jardín delantero descuidado y un columpio oxidado que se balanceaba ligeramente con el viento. Cristóbal apagó el motor y permaneció un momento en silencio, intentando controlar el nudo que sentía en el estómago.
Cuando finalmente bajó del coche, Isabel abrió la puerta principal como si lo hubiera estado esperando. Llevaba un abrigo beige que apenas ocultaba lo frágil que estaba. Sin embargo, su mirada seguía siendo firme, desafiándolo como siempre lo hacía.
-Pensé que no vendrías -dijo Isabel mientras él se acercaba a la entrada.
-Yo no rompo acuerdos, Isabel -respondió Cristóbal con su tono usualmente impasible.
Ella soltó una risa breve, sin humor.
-Esto no es un acuerdo, Cristóbal. Esto es algo mucho más complicado.
Cristóbal no respondió. En su cabeza, repasaba todas las posibles formas en que esta visita podía complicar su vida. Sin embargo, no había regresado por ella, sino por la niña que ahora sabía que existía.
-¿Está Sofía aquí? -preguntó, intentando sonar neutral, pero el ligero temblor en su voz lo traicionó.
Isabel asintió y abrió más la puerta.
-Está en el jardín trasero. Ve a conocerla.
Cristóbal cruzó el umbral y se detuvo brevemente en el pequeño recibidor. La casa era humilde, pero acogedora. Los muebles estaban gastados pero bien cuidados, y había dibujos infantiles pegados a la pared junto a una pizarra magnética llena de garabatos. Cada detalle parecía un recordatorio de cuánto se había perdido.
Isabel lo guió hacia la parte trasera de la casa. A medida que se acercaban, podía escuchar risas y el sonido del agua salpicando. Cuando cruzaron la puerta que daba al patio, Cristóbal la vio.
Sofía jugaba junto a una pequeña piscina inflable. Su cabello castaño estaba recogido en dos coletas desiguales, y llevaba un vestido amarillo que brillaba bajo el sol. Pero lo que realmente lo paralizó fueron sus ojos. Eran idénticos a los suyos.
-Sofía -llamó Isabel suavemente. La niña levantó la cabeza y sonrió, mostrando un par de dientes que aún estaban por crecer.
-¡Mamá! -gritó mientras corría hacia ellas, deteniéndose al notar a Cristóbal. Lo miró con curiosidad, ladeando la cabeza como si intentara descifrar un misterio.
-Sofía, este es Cristóbal -dijo Isabel, arrodillándose junto a su hija-. Él es... un amigo.
La palabra quedó en el aire como una mentira mal disimulada. Cristóbal lo notó, pero no dijo nada. No era el momento de corregirla.
-Hola, Sofía -dijo finalmente, agachándose para estar a su altura.
La niña lo observó fijamente, evaluándolo con una intensidad que lo desarmó por completo. Finalmente, sonrió.
-Hola -respondió, tímida pero con una dulzura que hizo que algo en el pecho de Cristóbal se contrajera.
La tarde transcurrió con una mezcla de incomodidad y momentos inesperados. Sofía, aunque inicialmente tímida, comenzó a mostrarle a Cristóbal sus juguetes favoritos y hasta lo invitó a jugar en el columpio del jardín. Cristóbal, un hombre que había dirigido juntas con presidentes y accionistas sin titubear, se encontró empujando a una niña en un columpio mientras intentaba recordar cómo se hablaba con un niño.
Desde la ventana de la cocina, Isabel los observaba, su expresión una mezcla de tristeza y satisfacción.
-¿Cómo fue que me ocultaste algo tan importante? -dijo Cristóbal más tarde, cuando Sofía se quedó dormida en su habitación. Estaban en la sala, cada uno con una taza de té que Isabel insistió en preparar, aunque claramente no tenía fuerzas para ello.
Isabel suspiró, frotándose las sienes.
-No fue fácil, Cristóbal. Ni siquiera sabía cómo reaccionarías. Cuando descubrí que estaba embarazada, ya habías dejado claro que no querías nada serio en tu vida.
-Eso no significa que no debías decirme la verdad. Yo tenía derecho a saberlo.
-¿Derecho? -repitió Isabel, con una risa amarga-. ¿De verdad crees que habrías estado dispuesto a dejar tu vida para formar parte de la nuestra?
Cristóbal no respondió de inmediato. Sus instintos le decían que ella tenía razón. Había sido un hombre obsesionado con su carrera, con sus objetivos, y probablemente habría reaccionado mal ante la idea de una paternidad no planeada.
-Tal vez no, pero habría tenido la oportunidad de intentarlo.
Isabel lo miró con una mezcla de arrepentimiento y desafío.
-Eso ya no importa. Estoy aquí porque necesito tu ayuda, no para debatir decisiones del pasado.
Cristóbal se inclinó hacia adelante, su mirada fija en ella.
-¿Qué tipo de ayuda necesitas exactamente?
Ella pareció dudar por un momento antes de responder.
-Sofía necesita estabilidad, alguien que pueda cuidarla cuando yo ya no esté. Quiero que tú seas esa persona, Cristóbal.
Las palabras cayeron como una losa sobre él. Sabía que Isabel estaba pidiéndole más de lo que jamás había dado a nadie.
-¿Y qué pasa con el padre que creció sin saber que tenía? -preguntó Cristóbal, su tono más duro de lo que pretendía-. ¿Se supone que simplemente puedo aparecer en su vida y asumir ese papel sin más?
-No será fácil -admitió Isabel, su voz quebrándose ligeramente-. Pero es lo único que puedo hacer por ella ahora.
El silencio que siguió fue denso, lleno de emociones que ninguno de los dos estaba listo para enfrentar. Finalmente, Cristóbal dejó la taza sobre la mesa y se levantó.
-No voy a prometer nada, Isabel. Necesito tiempo para procesar todo esto.
Isabel asintió lentamente, su expresión resignada.
-Eso es más de lo que esperaba.
Cuando Cristóbal salió de la casa, el aire frío de la noche lo golpeó como una bofetada. Se apoyó en el coche, mirando la pequeña casa detrás de él. Por primera vez en su vida, no tenía un plan. Y eso lo aterrorizaba.
El trayecto de regreso a su apartamento fue silencioso, pero su mente estaba en un caos absoluto. No podía sacarse de la cabeza la imagen de Sofía, su sonrisa, sus ojos. Era su hija. No había forma de negar ese vínculo.
Cristóbal sabía que no podía simplemente seguir adelante como si nada hubiera pasado. Sofía era parte de él, y aunque odiaba admitirlo, Isabel también seguía siendo parte de su vida, incluso en sus últimos días.
Lo que no sabía era que alguien más estaba observando de cerca este inesperado giro en su vida. Desde un coche estacionado frente a la casa de Isabel, un hombre con una cámara capturaba imágenes de Cristóbal y Sofía. La misma cámara que pronto pondría en marcha un plan que amenazaría no solo su vida privada, sino también su reputación como CEO.
El pasado y el presente de Cristóbal estaban a punto de chocar, y esta vez no habría forma de salir ileso.