Capítulo 2 El Juego del Dios

Cansado de ver el mundo avanzar sin propósito, el dios decidió jugar con él. No como un sabio que guía, sino como un niño que sacude un hormiguero por aburrimiento. Para él, la humanidad había dejado de ser interesante. Eran inhumanos entre ellos mismos, crueles con su propia especie y con las otras criaturas que él, en su infinita paciencia, había diseñado.

Así nació el mundo de los cazadores. Un campo de batalla perfectamente equilibrado, donde incontables vidas se perderían en el momento en que se abriera la primera puerta. Pero no era un caos sin control. Él no era un dios descuidado. Diseñó un sistema, una red invisible de reglas para contener las hordas de monstruos que desataría. No porque le importaran los humanos, sino porque cada partida necesitaba piezas que al menos tuvieran la ilusión de poder ganar.

Desde lo alto de su trono, el dios contemplaba su obra. La primera puerta había sido abierta, y la caza había comenzado. Observaba con la misma indiferencia con la que un pintor contempla cómo la lluvia deslava su obra inacabada.

Los humanos gritaban, huían, morían. Algunos intentaban resistir, alzando armas que no comprendían contra criaturas que jamás debieron existir en su mundo. Para él, era solo un ciclo más. Había visto civilizaciones nacer y caer, imperios desmoronarse con la facilidad de un castillo de arena.

Pero entonces, lo vio.

Un hombre entre la multitud. No un rey, no un guerrero legendario. Solo un humano más... y sin embargo, algo en él estaba fuera de lugar. No se rindió como los demás, no se dejó consumir por el pánico.

El dios frunció el ceño.

-Tienes mi atención.

Y con un simple pensamiento, decidió ponerlo a prueba.

La tierra tembló bajo sus pies cuando la puerta se abrió. Primero fue un rugido sordo, como el gruñido de una bestia hambrienta. Luego, el caos.

Las criaturas emergieron de la oscuridad, devorando, destruyendo. No hubo advertencia, no hubo salvación. La ciudad, su hogar, se convirtió en un campo de batalla en cuestión de minutos.

Pero él no huyó.

Mientras los demás gritaban y caían en la desesperación, él miró el desastre con ojos fríos. Tomó aire, ajustó el agarre en su arma improvisada proporcionada por una pantalla que decía ser un sistema y avanzó. No tenía respuestas, solo una certeza: no iba a morir como los demás.

El juego avanzaba.

Los humanos caían como piezas mal talladas en un tablero que nunca estuvo a su favor. Pero él seguía de pie. No por astucia, ni por un entendimiento profundo de su situación. No, su único motor era el más simple y primitivo de todos: el deseo de vivir.

Eso lo hacía fascinante.

No analizaba el mundo como un estratega, ni buscaba respuestas como un héroe. Solo corría, golpeaba, resistía. No peleaba por gloria ni por desafío. Solo por su gente, por aquellos a quienes amaba.

El dios lo observó con una mezcla de diversión y curiosidad.

-Veamos cuánto puedes soportar.

Alzó la mano y dejó caer una sombra sobre él.

Todo ardía.

El calor era insoportable, el humo le quemaba los pulmones, pero tenía que seguir. No podía detenerse. No ahora.

Tropezó entre los restos de una casa destruida y sintió su cuerpo gritarle que se rindiera. Pero no podía. No cuando su familia aún estaba allá afuera.

Vivir. Llegar a ellos. Sacarlos de aquí.

Un gruñido rasgó el aire y su estómago se encogió. Miró hacia arriba y lo vio. Era enorme. Sus garras brillaban a la luz de las llamas, y su aliento era una mezcla de podredumbre y muerte.

La bestia lo miraba. No atacó de inmediato. Como si esperara. Como si lo estuviera... probando.

El cazador o más bien un joven de 15 años, apretó los dientes y aferró su arma con manos temblorosas. No tenía un plan. No tenía una oportunidad real. Pero no podía morir aquí. No todavía.

Se preparó para pelear.

No podía apartar la mirada.

Al principio, solo fue curiosidad. Una pieza defectuosa en su tablero, alguien que no debería haber durado tanto en su mundo perfecto. Pero cuanto más lo observaba, más crecía algo en su interior.

No era admiración. No era simple interés. Era deseo, era el deseo de poder poseerlo.

Su pecho se agitó con una sensación desconocida. ¿Cómo un simple humano podía provocarle esto? Un sonrojo leve adornó su rostro, y por primera vez en siglos, sintió la urgencia de poseer algo.

-Mío... -susurró sin darse cuenta.

No podía permitir que este humano cayera. No cuando apenas comenzaba a divertirse.

Extendió su mano y dejó que su voluntad descendiera sobre él. Su bendición lo envolvería como un escudo invisible, asegurándose de que nadie más pudiera arrebatárselo.

El juego había cambiado.

El monstruo se lanzó sobre él.

No tuvo tiempo de pensar, solo reaccionó. Se arrojó a un lado, rodó sobre los escombros y sintió las garras rozar su piel. Su corazón latía con fuerza, la adrenalina lo mantenía en movimiento. No podía morir aquí.

Pero entonces, algo extraño ocurrió.

Un calor desconocido recorrió su cuerpo, un escalofrío que no venía del miedo, sino de... algo más. Sus músculos dolían menos, su respiración se volvió más firme. ¿Qué estaba pasando?

Por un instante, creyó ver algo en el cielo. Una silueta lejana, ojos que lo observaban con una intensidad aterradora.

No entendía qué ocurría, pero no tenía tiempo de cuestionarlo. Agarró su arma con más fuerza y enfrentó a la bestia con una seguridad que antes no tenía.

Sin saberlo, ya no era el mismo de antes.

Con la última bestia derrumbándose, el dios observó el caos desvanecerse. La puerta, que había traído tanta destrucción, quedó bajo su control, pero no la deshizo. La curiosidad seguía creciendo en su interior, como una chispa que no dejaba de arder.

Ver al cazador enfrentarse a las criaturas sin rendirse, sin siquiera saber por qué lo hacía, le resultaba cada vez más fascinante. Había algo primitivo en su lucha, algo tan básico como el deseo de vivir. Y por eso decidió continuar.

-Aún no...-murmuró para sí mismo, mientras su sonrisa se curvaba sutilmente-. Veremos hasta dónde llegas.

El monstruo cayó y el peso sobre sus hombros, aunque aún pesado, pareció disminuir. El aire ya no estaba tan denso, aunque las ruinas de la ciudad seguían ardiendo. Miró alrededor, sintiendo una extraña calma. Las puertas de la destrucción ya no lo acechaban, pero la sensación de que algo más seguía acechando permaneció.

No podía dejar que su guardia bajara. Su mente no pensaba en los porqués, no en el origen de esta pesadilla, sino en un solo pensamiento claro: proteger a su familia. Todo lo demás era ruido.

Luchar. Sobrevivir.

Así que, sin cuestionar nada más, dio un paso hacia lo que podría ser su siguiente desafío.

            
            

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