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Capítulo 3: El precio de la huida
La lluvia caía con furia cuando Isabela llegó al motel. Su ropa estaban empapadas, pegándose a su piel, y su cuerpo temblaba, no solo por el frío, sino por el miedo y la desesperación. Había logrado escapar de la mansión, pero no tenía a dónde ir.
El motel era un lugar decadente, con luces parpadeantes y un fuerte olor a humedad en el aire. Pero era barato. Y en ese momento, lo único que importaba era encontrar un refugio, un lugar donde pudiera pensar en su siguiente paso.
Se acercó al mostrador y dejó unos billetes arrugados. El recepcionista, un hombre desaliñado con los dientes amarillos, la observó con una sonrisa lasciva antes de entregarle la llave de una habitación.
-Habitación 12. Al fondo.
Isabela no le respondió. Solo quería dormir.
Caminó por el pasillo mohoso hasta su habitación y cerró la puerta con seguro. La habitación era pequeña, con sábanas viejas y un olor rancio, pero no le importó. Solo necesitaba unas horas de paz.
Se dejó caer sobre la cama, con la respiración agitada. Su cuerpo estaba exhausto, pero su mente no dejaba de gritarle que esto no era suficiente. Necesitaba seguir huyendo.
Pero antes de que pudiera relajarse, alguien golpeó la puerta.
Su corazón se detuvo.
El golpe se repitió, más fuerte.
-Sabemos que estás ahí, preciosa... -la voz masculina le erizó la piel.
Isabela se quedó helada. No contestó, no se movió. Tal vez se irían.
Pero la puerta se abrió de un empujón.
Dos hombres entraron, ambos con sonrisas depredadoras. Los mismos que la habían mirado en el vestíbulo, los mismos que la habían seguido con la mirada mientras pasaba.
-Parece que la señorita está sola... -murmuró uno, acercándose a ella con pasos lentos.
-Y tan bonita... -el otro cerró la puerta detrás de ellos.
El miedo la paralizó. Se levantó de golpe, tratando de correr, pero uno de ellos la sujetó por el brazo y la arrojó contra la cama.
-¡No! ¡Suéltenme! -gritó, pataleando, luchando, pero eran más fuertes.
Uno de ellos se inclinó sobre ella, con su aliento fétido golpeando su rostro. Sus manos ásperas recorrieron su piel sin permiso, y cuando su peso cayó sobre ella, Isabela creyó que todo estaba perdido.
Pero entonces, un estruendo rompió el aire.
La puerta del cuarto se abrió de un golpe violento.
Antes de que pudiera procesar lo que ocurría, el hombre sobre ella fue arrancado de su cuerpo y lanzado contra la pared con brutalidad.
Gabriel Montenegro estaba ahí.
Su mirada oscura destilaba furia. Sus puños se estrellaron contra los rostros de los hombres sin piedad, hasta que uno de ellos cayó inconsciente y el otro huyó tambaleándose.
Isabela jadeó, temblando. No podía creer lo que estaba viendo.
Gabriel se giró hacia ella. Su expresión era sombría, peligrosa. Y entonces, sin darle oportunidad de reaccionar, la sujetó del brazo y la levantó de la cama con fuerza.
-¿Eres estúpida? -gruñó, acercando su rostro al de ella. Su aliento caliente contrastaba con el frío de su piel empapada-. ¿Creíste que podías huir de mí?
Isabela no pudo responder. Estaba en shock.
-No tienes derecho a escapar -espetó, arrastrándola fuera de la habitación-. Eres mía.
Ella forcejeó, pero fue inútil. Gabriel era demasiado fuerte.
Minutos después, estaba en su auto. El silencio era sofocante mientras él conducía a toda velocidad por la carretera oscura.
Y cuando llegaron a su mansión, su jaula definitiva, supo que su destino estaba sellado.
Gabriel la llevó a su despacho y cerró la puerta con llave. La habitación era grande, imponente, con un solo documento esperándola sobre el escritorio.
El contrato matrimonial.
-Fírmalo -ordenó, soltándola frente al papel.
Isabela negó con la cabeza, su respiración entrecortada.
Gabriel la tomó por el cabello, inclinando su rostro hacia él con un tirón brusco.
-Fírmalo -repitió, su voz baja, amenazante-. Ahora.
Ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas, pero sabía que no tenía opción. Gabriel Montenegro la había atrapado.