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El reloj marcaba las siete de la mañana y, como cada día, Andrés Villaverde ya estaba despierto, revisando su correo mientras tomaba un café negro sin azúcar. Su apartamento en la zona más exclusiva de la ciudad era amplio, moderno y perfectamente ordenado, reflejando su personalidad disciplinada y meticulosa.
Sin embargo, a pesar del éxito que tenía en los negocios, su vida personal era un caos silencioso. Desde la muerte de su esposa, cinco años atrás, Andrés se había refugiado en el trabajo, usando sus largas jornadas como escudo contra el dolor. La única persona que realmente le importaba era su hijo, Lucas, pero últimamente sentía que se estaba alejando de él.
-Papá... -La voz somnolienta del niño interrumpió sus pensamientos. Andrés levantó la vista y vio a Lucas de pie en la entrada de la cocina, con su pijama arrugado y el cabello despeinado.
-Buenos días, campeón -dijo Andrés, esbozando una sonrisa forzada.
Lucas no respondió. Simplemente se sentó en la silla frente a él y comenzó a mover distraídamente la cuchara en su tazón de cereal. Andrés suspiró. Sabía que su hijo estaba pasando por un momento difícil. La última niñera había renunciado hace dos semanas, y desde entonces, Lucas había estado más callado de lo normal.
-Hoy viene alguien nuevo -comentó Andrés, intentando sonar animado-. Su nombre es Mariana, será tu nueva niñera.
Lucas levantó la mirada, pero no dijo nada. Andrés podía notar la desconfianza en sus ojos. No lo culpaba. Habían pasado por tantas niñeras en los últimos años que Lucas había dejado de encariñarse con ellas.
Antes de que pudiera decir algo más, el timbre sonó. Andrés se levantó de inmediato y caminó hacia la puerta. Al abrirla, se encontró con una joven de unos veintisiete años, de sonrisa amable y ojos cálidos. Mariana no tenía el porte rígido de las niñeras anteriores; su expresión transmitía una dulzura natural, y su vestimenta sencilla pero pulcra reflejaba un aire acogedor.
-Señor Villaverde, un gusto conocerlo -dijo ella con voz firme, pero con una calidez que lo descolocó.
-Llámame Andrés -respondió él, haciéndose a un lado para dejarla pasar-. Adelante.
Mariana entró y miró a su alrededor con discreción. Cuando su mirada se posó en Lucas, su rostro se iluminó con una sonrisa genuina.
-Hola, Lucas.
El niño la miró con cautela, sin responder. Mariana no pareció desanimarse. En lugar de insistir, dejó su bolso en la entrada y se arrodilló a su altura.
-Te traje algo -dijo, sacando de su bolso un pequeño avión de papel perfectamente doblado-. ¿Sabías que los aviones de papel pueden volar más lejos si los doblas de cierta manera?
Lucas parpadeó, curioso.
-¿De verdad?
-Sí, si quieres, podemos probar después en el parque.
El niño tomó el avión con cuidado y lo observó como si fuera un tesoro. Andrés, que había estado observando la escena en silencio, sintió algo removerse dentro de él. Mariana tenía algo especial, una manera de conectar con Lucas que ninguna de las anteriores había logrado en tan poco tiempo.
-Bien, Mariana -dijo él, recomponiéndose-. Te mostraré la casa y te explicaré la rutina de Lucas.
Mientras caminaban por el pasillo, Andrés no pudo evitar mirarla de reojo. Había algo en su presencia que llenaba el espacio de una manera diferente. No lo sabía aún, pero Mariana estaba a punto de cambiar su vida para siempre.