/0/16345/coverbig.jpg?v=1ec83ad80cf6dca4351fa444af919a5c)
El sol aún no salía cuando los despertaron con un tono agudo desde los comunicadores del ICEN.
Karl abrió los ojos con la sensación de estar dentro de un sueño extraño.
Pero al mirar alrededor y ver a Rayo ya poniéndose la ropa, recordó dónde estaba y qué día era.
-Es hoy -murmuró.
-Sí -dijo Rayo, sin humor-. El famoso evento.
La voz por los altavoces seguía repitiendo:
"Todos los estudiantes asignados al acto central deben estar listos en 40 minutos. No se permitirá retraso."
Una vez en el vestuario, les entregaron los uniformes.
Karl sostenía la tela con manos tensas.
Era elegante, imponente... una especie de disfraz de poder.
-Pareces alguien que manda -le dijo Rayo.
-¿Y tú pareces alguien que obedece sin pensar -respondió Karl, medio en broma.**
Pero ambos sabían que era más que eso.
Estaban a punto de representar algo que no entendían del todo, frente a personas que sí sabían exactamente lo que buscaban.
Una mujer los guiaba con frases robóticas:
-Los nombres serán mencionados según orden de participación. Las presentaciones durarán seis minutos. Controlen el tono. Eviten palabras radicales. Representen los valores del ICEN.
Karl se tragó la incomodidad.
Antes del evento oficial, los aislaron por turnos en salones privados.
Allí, frente a cámaras, les hicieron preguntas inesperadas.
Temas sobre conflictos étnicos, decisiones económicas, manipulación mediática.
Karl respondió sin titubear.
Cuando le preguntaron:
-¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar para proteger un bien común?
Él pensó en Mö Wara.
Pensó en su familia.
Y dijo:
-Hasta el borde... pero no más allá. No si ese borde lo cruzas pisando a otros.
Los examinadores no reaccionaron. Solo anotaron.
Los trasladaron en un vehículo cerrado hacia el edificio del evento.
Era un teatro antiguo reformado, con grandes columnas y luces blancas.
Dentro, todo era opulento. Mármol, alfombras gruesas, paredes con escudos del ICEN.
-Esto no es una presentación -susurró Karl-. Es una exhibición de control.
Mientras esperaban entre bambalinas, Rayo temblaba un poco.
Karl lo notó y puso su mano en su hombro.
-Ya estamos aquí. Solo... haz lo que sabes hacer.
-Eso no me preocupa -dijo Rayo-. Lo que me preocupa es que guste demasiado.
Pocos minutos antes de subir al escenario, Karl fue llamado aparte.
Le dijeron que había un detalle con su micrófono.
Al llegar, nadie lo esperaba.
Solo una figura lo aguardaba en la oscuridad de un pasillo lateral.
El mismo hombre del traje blanco.
-¿Recuerdas nuestra charla esta mañana?
Karl lo miró fijamente.
-Sí.
El hombre sacó una pequeña caja metálica. Dentro, una foto de su padre. Y otra, reciente, tomada en algún lugar que Karl no reconoció.
-No te confundas con los aplausos. Aquí no viniste a ganar un debate. Viniste a demostrar que sabes obedecer cuando toca.
Karl apretó los dientes.
-¿Y si no lo hago?
El hombre cerró la caja.
-Entonces no eres tan brillante como creemos.
Volvió justo cuando Elias se acercaba a ellos, como si nada.
-Estás justo a tiempo -le dijo con una sonrisa.
Karl no respondió.
La voz desde el sistema interno anunció:
"Primer grupo, prepárense. En tres minutos comienza la transmisión."
Luces encendidas. Cámaras activas.
La multitud esperaría respuestas.
Pero lo que no sabían era que Karl no venía solo a responder.
Venía a sobrevivir.
El salón de las máscaras
El escenario estaba dividido en tres niveles, con estudiantes asignados a distintos módulos según su perfil.
Karl fue ubicado en el nivel central, junto con otros seis.
Rayo quedó justo detrás de él, y Elias, como si el destino jugara, al frente.
-Cinco minutos -avisó una voz femenina por el auricular.
Karl tragó saliva.
Las luces se encendieron.
El evento sería transmitido en vivo a varios puntos del país, incluso más allá, según decían los rumores.
En los bordes del teatro, los altos funcionarios del ICEN, representantes de las zonas urbanas, observaban con atención contenida.
Y en una zona aún más elevada, en palcos de vidrio tintado, alguien más miraba.
El moderador, un hombre joven con voz educada y sonrisa precisa, abrió con palabras floridas:
-Hoy, el futuro se presenta frente a nosotros. Ideas frescas, voces nuevas... semillas que decidirán el rostro de lo que vendrá.
Cada estudiante tenía seis minutos para exponer una propuesta que mezclara análisis social, viabilidad económica y visión política.
Cuando le tocó a Karl, el tiempo pareció detenerse.
Caminó hacia el centro del estrado con los ojos puestos al frente.
-Vengo de Mö Wara -comenzó, sin leer notas-, un lugar que muchos ni siquiera sabrían ubicar en un mapa. Pero en mi tierra aprendí que una vida no vale menos por nacer lejos de las ciudades.
Habló del equilibrio natural, de las aves que migraban siguiendo rutas invisibles, del respeto que se tiene a lo que no se entiende.
Sin discursos rebuscados, sin palabras grandilocuentes.
Solo verdad.
Cuando terminó, hubo un silencio extraño.
El tipo de silencio que se produce cuando las palabras golpean más fuerte que lo esperado.
Y justo cuando el moderador se disponía a pasar al siguiente, alguien en el público se levantó.
Un joven con un pañuelo rojo atado al brazo, estudiante también por el uniforme, se colocó de pie en el pasillo central.
-Ese discurso suena muy bonito -dijo, fuerte, directo-. Pero no es más que una idealización inútil. ¿Qué sabe un campesino del equilibrio real de un país? ¿Del costo de sostener a quienes no producen nada?
Un murmullo se extendió por la sala.
El moderador intentó intervenir, pero Karl levantó la mano sin perder la compostura.
-¿Y qué sabe usted de lo que vale una semilla antes de verla florecer?
-Sé lo suficiente para saber que no todo puede ser salvado -respondió el joven-. A veces hay que sacrificar una parte para que el todo sobreviva.
Los rostros en la sala dejaron de sonreír.
Era evidente que aquella interrupción no estaba planeada.
Y sin embargo, nadie lo detenía.
Karl dio un paso hacia el borde del escenario.
-¿Está diciendo que gente como yo es sacrificable?
-Estoy diciendo que algunos vienen al ICEN para aprender a obedecer. Otros, para aprender a mandar. Y tú... no pareces decidido a ninguna.
Karl lo miró, la voz firme:
-Tal vez no vine para obedecer ni para mandar. Tal vez vine para recordarles a todos que nadie más va a morir por lo que ustedes llaman "orden".
En ese momento, alguien entre los panelistas en el palco se puso de pie abruptamente.
Una mujer mayor, vestida de negro, presionó un botón en su mesa y susurró algo al oído de un asistente.
El joven del pañuelo rojo se sentó sin decir una palabra más.
La tensión era tan espesa que se podía cortar.
El moderador, con la voz algo temblorosa, retomó el acto.
-Gracias, Karl Baera. Su... intervención fue memorable.
Cuando bajó del escenario, Karl notó cómo varias miradas lo seguían.
Algunos con respeto. Otros con alarma. Unos pocos, con temor.
Rayo le palmeó la espalda.
-Eso fue un suicidio, hermano... pero uno valiente.
Karl sonrió apenas.
-Si me iba a caer, que fuera de pie.
Elias apareció por el costado, con el mismo rostro sereno de siempre.
-La parte más difícil no es hablar. Es saber lo que provocas cuando lo haces.
-¿Y tú lo sabías? -preguntó Karl.
-No todo. Pero lo suficiente para saber que alguien... te estaba escuchando. Y no me refiero a los del palco.
Los discursos siguientes se sucedieron con ritmo forzado.
Ninguno logró borrar el eco de lo que Karl había dicho.
La organización decidió entonces hacer una pausa simbólica.
Cámaras apagadas. Músicos en escena.
Mesas con frutas secas, vino especiado, bandejas de dulces crujientes.
Pero Karl apenas tocó algo.
El sabor de la amenaza aún estaba en su garganta.
Desde una esquina del salón, vio a la muchacha del cabello cobrizo,
la misma que había conocido el día anterior, vestida con una chaqueta azul oscuro.
Ella lo notó.
Se acercó, no con prisa, pero tampoco con timidez.
-Buen discurso, Karl Baera.
-¿Me escuchaste?
-Todos lo hicimos. Pero no todos supieron escucharte.
Karl la miró. Algo en ella no encajaba del todo con el resto.
Era como si jugara un juego distinto, aunque usara las mismas piezas.
-¿Quién eres, en realidad? -le preguntó, sin rodeos.
Ella sonrió.
-Digamos que soy alguien que ha aprendido a parecer inofensiva.
Pero si sigues haciendo ruido, voy a tener que cuidarte.
Y sin decir más, puso algo en su bolsillo.
Un papel doblado cuatro veces.
Luego desapareció entre la multitud.
Un anuncio inesperado
La música se detuvo.
Un estruendo de campanas metálicas llenó el auditorio.
En el centro del escenario, el moderador se adelantó nuevamente, pero esta vez su tono había cambiado.
-Queridos invitados, los directivos del ICEN han decidido premiar una de las presentaciones por su "valor inusual", como lo han llamado...
Un murmullo recorrió las filas de estudiantes.
-...y el seleccionado para un encuentro privado con el Consejo Estratégico del Instituto es: Karl Baera.
El nombre cayó como piedra en el agua.
El silencio fue absoluto.
Karl se levantó por inercia.
Sintió la mirada de Rayo, de Elias... y de varios otros.
Unos lo admiraban.
Otros, sabían lo que eso significaba realmente.
Lo condujeron por pasillos internos.
Puertas pesadas, cámaras en las esquinas, pisos de mármol que no hacían eco.
Al llegar a la sala del Consejo, no había un solo asiento libre.
Nueve personas. Nueve rostros inexpresivos.
Y en medio, la mujer del vestido negro que lo había silenciado antes.
-Karl Baera -dijo con tono suave-. Su exposición fue provocadora. Pero más allá de las ideas, nos interesa la actitud.
Un hombre a su lado intervino:
-Buscamos perfiles. No solo discursos. La lealtad no se forma, se detecta. Y usted ha sido... detectable.
Karl frunció el ceño.
-¿Detectable en qué sentido?
-En el sentido de que ya sabíamos quién era usted antes de que abriera la boca.
La mujer colocó sobre la mesa una carpeta gris con el nombre de su padre.
Fotos, registros, cartas que Karl nunca había visto.
-No lo invitamos aquí para premiarlo.
Lo invitamos para decirle que, tarde o temprano, usted tendrá que elegir.
Karl se inclinó hacia ellos, los ojos firmes.
-Ya elegí. Solo que ustedes todavía no lo entienden.
Cuando lo dejaron salir, el aire nocturno era más denso.
El evento había terminado. Algunos estudiantes bailaban al fondo, otros brindaban.
Rayo lo vio y se acercó.
-¿Estás bien?
Karl pensó en mentir. Pero solo dijo:
-Estoy.
No habló del consejo. Ni de la carpeta. Ni del papel en su bolsillo.
Solo caminó con su amigo hacia el borde del jardín, donde los focos no alcanzaban.
Abrió el papel.
Solo una frase:
"Si caes, caerás con ellos. Pero si saltas a tiempo, aún hay salida."
Y una inicial escrita con tinta azul:
S.
El Silencio de los Árboles
Karl tardó casi dos días en abrirla.
La mantuvo debajo de su colchón, como un animal dormido que en cualquier momento podía despertar y morderlo.
Cuando por fin la extendió sobre su escritorio, fue como si el aire en la habitación cambiara.
La primera foto mostraba a su padre, joven, de uniforme, al lado de una jaula cubierta con una lona amarilla. La expresión en su rostro era orgullosa.
La segunda, tomada diez años después, era más oscura: mostraba una reunión con figuras de alto rango en una sala marcada con símbolos del antiguo Ministerio de Recursos Naturales.
Junto a las fotos, había informes firmados, registros de extracción de especies... y una hoja manchada que parecía parte de un diario:
"El Proyecto Pluma del Viento ha sido reactivado. No puedo hablarlo con mi hermano. No sabría cómo explicarle lo que esto significa para Mö Wara si acepto de nuevo. Pero ¿si no lo hago yo... lo hará alguien peor?"
El pecho de Karl se apretó.
No solo por lo que su padre había hecho, sino por lo que había callado.
Y ahora, todo parecía repetir el mismo guion, con él como nuevo protagonista.
La nota llegó esa misma tarde.
Papel perfumado, caligrafía casi artística.
"Sr. Baera: La Sra. Omira Kélan le extiende una cordial invitación a una ceremonia privada en los jardines del ICEN, en honor al florecimiento de los Karamatá.
Código de vestimenta: formal. No se permite la asistencia sin invitación personal."
Rayo silbó cuando la leyó.
-Eso no es tomar el té, Karl. Eso es una presentación. Un desfile de poder. Y si Omira te invita... es porque alguien importante quiere verte.
Karl asintió, aunque por dentro solo sentía un zumbido.
¿Estaba siendo observado o puesto a prueba?
La ceremonia del Karamatá se realizaba cada año, pero solo unos pocos eran invitados.
Los árboles, con sus flores doradas reventando contra el verde profundo, marcaban el cambio de estación.
Pero aquí, el cambio era otro. Más simbólico. Más peligroso.
Karl llegó vestido con un traje gris sin adornos, sencillo, pero limpio.
A su lado, Elias -impecable como siempre- le murmuró:
-No digas demasiado. Pero tampoco seas invisible. Te están midiendo.
El jardín central estaba decorado con estandartes color vino, mesas bajas y lámparas redondas que flotaban como luciérnagas contenidas.
La Sra. Omira Kélan, de cabellera blanca como las nubes y rostro imposible de leer, lo saludó con una inclinación leve.
-Baera. Qué honor tenerte entre nosotros. El Karamatá florece solo cuando algo está por cambiar.
Y sin esperar respuesta, se alejó, dejándolo entre una multitud de figuras influyentes, políticos encubiertos, antiguos estudiantes ahora dirigentes... y Zarek.
Zarek lo interceptó con una copa en la mano.
-¿Sabes qué se celebra en verdad aquí? -le dijo, sin siquiera mirarlo directamente-. El fin de la inocencia. Cada primavera, uno de nosotros deja de ser alumno y se convierte en herramienta.
Karl lo miró con más intensidad de la que quería mostrar.
-¿Tú ya lo hiciste?
Zarek sonrió. Por primera vez, había algo oscuro en su expresión.
-Digamos que me invitaron una vez. Y no dije que no.
Antes de que Karl pudiera responder, la muchacha del cabello cobrizo apareció. Vestía un atuendo azul marino con bordes en cobre. Parecía una joya olvidada entre armas.
-¿Te dieron algo para beber? -le preguntó, con dulzura-. Porque si lo tomaste, ya formas parte del juego.
Karl apretó los labios.
-¿Qué juego?
Ella lo miró con ojos transparentes.
-El de fingir que el Karamatá solo florece por belleza... y no para tapar el olor de lo que muere debajo.
Karl se alejó de la fiesta un momento.
Se acercó al árbol principal. El Karamatá brillaba con una luz natural, casi sagrada.
Desde ahí, vio algo que lo dejó helado.
Una figura encapuchada hablaba con Omira, y junto a ellos... estaba su tío.
El mismo que había desaparecido meses atrás sin dejar rastros.
Antes de poder acercarse, una voz femenina detrás de él -no era la muchacha del cobre- le susurró al oído:
-Baera, la raíz ya fue regada. Y cuando los árboles florecen, también pueden caer. Prepárate. Te queda poco tiempo.
Karl giró.
No había nadie.
Ecos del Pluma del Viento
Era medianoche cuando Karl salió de su habitación con un cuaderno bajo el brazo, fingiendo que iba a repasar. Pero llevaba en mente una sola cosa: encontrar lo que el Consejo no le había mostrado.
La biblioteca restringida del ICEN no era subterránea, pero lo parecía. No se podía entrar sin una clave...
A menos que conocieras la vieja ranura detrás de la estantería de filosofía comparada.
Karl la había descubierto por casualidad dos semanas atrás. Nadie le había dicho que por ahí pasaban los documentos censurados antes de ser archivados oficialmente.
Pasó.
Una lámpara de gas emitía una luz débil.
El olor a polvo, cuero viejo y humedad parecía vivo.
En la tercera fila, encontró una carpeta sin clasificar:
"Proyecto P.V. – Serie B"
La abrió.
Lo que encontró fue una serie de cartas entre un tal Dr. Yael Vaas y un remitente desconocido, firmadas solo con una P.
"...los especímenes no reaccionan igual si nacen en cautiverio. Solo en libertad mantienen el vínculo con la red de señal.
Hemos perdido el control del primero. El pueblo no lo sabe. El experimento ha fracasado."
"Mö Wara ya no es solo un punto de extracción. Es el corazón. Si cae, perdemos todo."
Karl sintió un escalofrío. ¿"Red de señal"? ¿"Especímenes"? ¿Qué habían estado haciendo exactamente?
Entre los papeles, una hoja dibujada a mano:
un mapa de Mö Wara, con marcas subterráneas, zonas bloqueadas... y un símbolo circular donde antes estaba el altar abandonado del pueblo.
El regreso de la sombra azul
Salió de la biblioteca aún con el corazón latiendo como un tambor.
Al llegar a los jardines, la vio esperándolo.
La muchacha del cabello cobrizo.
Sentada bajo un árbol. Esta vez, con ropa sencilla. Sin joyas. Sin sonrisa.
-Pensé que no ibas a venir -dijo Karl.
-No vine por ti. Vine por el mapa.
Él se tensó. La carpeta seguía en su chaqueta.
-¿Quién eres?
Ella respiró hondo, como si hubiera esperado mucho ese momento.
-Me llamo Saleth. Nací en una región que ya no aparece en los mapas.
Mi madre trabajó en el programa de audio-señal de Pluma del Viento.
Murió cuando intentó hablar sobre ello.
Karl bajó la mirada. La rabia empezaba a crecer de nuevo.
-¿Por qué me sigues? ¿Por qué ayudarme?
-Porque el ave existe.
Y si la vuelven a cazar, no es solo el animal lo que muere. Es la memoria.
Y tú... eres el único que aún recuerda lo que el silencio no ha podido borrar.
Saleth le entrega una llave pequeña, dorada.
-Hay una cámara antigua en el ala norte.
Guarda lo que queda del proyecto. No pueden acceder sin este símbolo.
-¿Y por qué confiar en mí?
-Porque yo ya elegí. Y si caigo, tú seguirás.
Antes de irse, le dice algo que lo deja helado:
-El Consejo no está dividido. Pero los estudiantes sí.
Zarek ya eligió también... y su camino no es el tuyo.
Karl se queda solo, bajo el cielo sin estrellas, mirando la llave en su mano.
Y al fondo, invisible, el sonido de un ave que nadie ha escuchado en décadas...
Mö Wara respira distinto
El calor no era el mismo.
El viento del este traía un murmullo nuevo, distinto.
En Mö Wara, los árboles ya no se movían como antes.
En lo alto de la colina donde crecía un viejo Karamatá, una niña recogía semillas con una red improvisada y una mirada que recordaba la de Karl cuando tenía su edad.
El cielo, teñido de un naranja profundo, parecía derretirse sobre las copas del bosque.
El atardecer en Mö Wara era hermoso de una forma peligrosa, como si la belleza quisiera distraer de lo que ya se estaba pudriendo por dentro.
Elías, que había regresado al pueblo con la excusa de revisar unos censos escolares, se detuvo a observar desde el puente de madera.
Cerró los ojos. Escuchó.
No cantaban los pájaros.
No zumbaban los insectos.
Silencio. Total.
Algo estaba a punto de pasar.
En casa de los Baera, la madre de Karl había comenzado a escribir cartas que nunca enviaría.
-A veces me hace bien hablarte, aunque no estés -susurraba, mirando al retrato viejo del padre de Karl, aún joven, con su uniforme lleno de polvo.
"Hoy los hombres del norte llegaron preguntando por ti. Dicen que quieren reabrir la vieja cantera.
Les dije que no sé nada. Pero sé más de lo que parezco.
Si supieran lo que escondiste en la bodega..."
Ella cerró la carta y la quemó.
El fuego no solo borra. También protege.
Al otro lado del pueblo, en la vieja iglesia, el padre Alban, casi olvidado por todos, hablaba en voz baja mientras acariciaba su rosario.
-Latine non moritur -decía, como si alguien lo escuchara.
El viejo sacerdote miraba el altar sin fe, pero con memoria.
Debajo del altar, guardaba un pequeño baúl de madera sellado con símbolos antiguos.
Símbolos que no eran cristianos.
-Él sabrá cuándo abrirlo -murmuró-. Ojalá no sea demasiado tarde.
Mientras tanto, en una pequeña colina, Rayo caminaba solo por el sendero de piedras blancas.
Había pedido permiso para visitar su hogar por unos días. Pero la verdad era otra.
Estaba buscando algo.
Un pedazo de conversación que no había podido olvidar:
"-Si mañana no cumple, alguien morirá."
Karl no le había contado lo que pasaba. Pero lo conocía demasiado bien.
Se detuvo frente al árbol donde de niños solían amarrar telas como banderas de juegos.
Algo estaba tallado en la corteza. Algo nuevo.
Una sola palabra: "VERITAS".
Latín.
Rayo suspiró.
-Tú nunca jugaste a medias, hermano...
Y entonces lo sintió: alguien más estaba en el bosque.
No animales. No cazadores.
Alguien que no debía estar ahí.
Rayo bajó, sin correr. Sabía que los ojos del monte veían más de lo que decía la gente.
El atardecer como advertencia
Desde lo alto del campanario, el sol comenzó a esconderse detrás de la montaña.
Pero el color no era rojo. Era violeta. Como una herida cubierta con tela fina.
Los viejos del pueblo se miraron unos a otros, sin decir nada.
No era un color común.
No era una señal buena.
Uno de ellos, Yásik, el curandero, tomó su bastón y dijo en voz baja:
-Cuando el sol se pone violeta, los que olvidaron... vuelven a recordar.
Y por primera vez en años, entró al templo.
En la madrugada, una mujer del pueblo despertó con un temblor suave en los pies.
No había llovido, pero el suelo estaba húmedo.
Y en la puerta de su casa, alguien había dejado una sola pluma blanca, enorme, brillante.
Ella no dijo nada.
Solo la guardó bajo su cama y rezó.
En Mö Wara, todos sabían que cuando la pluma llegaba sola... era porque la montaña estaba eligiendo a quién hablarle.l.
El eco antes del trueno
Rayo regresó esa noche a casa de su abuela, la única construcción en Mö Wara que aún tenía un techo de palma original.
La red colgante donde dormía estaba tibia por el calor seco que traía la noche.
Pero no durmió.
Sacó del bolsillo una hoja doblada con la palabra "VERITAS" copiada tres veces.
Abajo, escribió los nombres de tres personas.
Karl.
El padre Alban.
Yásik.
Había algo que los unía.
Algo que él aún no comprendía del todo... pero que empezaba a rozar como un pensamiento detrás del pensamiento.
El símbolo escondido
Esa madrugada, alguien más se movía por el pueblo.
Era el padre Alban. Caminaba con un farol cubierto por un paño oscuro.
Llegó a la parte trasera de la iglesia, donde la tierra se había agrietado levemente.
Sacó una pala.
Y comenzó a cavar.
No era una tumba lo que buscaba.
Era una caja metálica, sellada con una cera antigua, con símbolos que casi nadie recordaba ya.
La extrajo con cuidado. Estaba pesada.
En la tapa: una inscripción grabada con un cuchillo, torpe, pero firme.
"NEA'WI TEKÜ"
(La voz del ave que no muere)
En una casa cercana, Yásik preparaba una infusión con hojas de un arbusto que ya nadie usaba.
Cuando la bebida estuvo lista, derramó una parte en la tierra y dijo:
-Para que no olvides. Para que recuerdes lo que duele.
Luego, se colocó una cinta alrededor del cuello. Un pequeño dije de madera tallada en forma de ala.
Abrió una caja debajo de su cama y sacó un fajo de papeles. Viejos, ennegrecidos.
Uno tenía el dibujo de un ave que no existe.
Con alas tan grandes que cubrían un árbol completo.
Con una mirada hecha de viento.
El Pluma del Viento.
Yásik cerró los ojos.
-Ya estás regresando, ¿no?
El estanque del susurro
Rayo bajó esa noche al viejo estanque, donde solían bañarse los niños del pueblo.
Ya no había nadie. Solo el reflejo de la luna en un agua quieta.
Se sentó en la piedra más alta y miró hacia el monte.
Y entonces la escuchó.
Una voz. Muy baja. Como si viniera de un recuerdo enterrado.
-Si no lo salvas tú... nadie lo hará.
Se giró.
Nada.
Solo el rumor de las hojas.
Y una sola pluma, blanca, flotando sobre el agua. Sin que soplara el viento.
Rayo se quedó mirando. No intentó tocarla.
-No soy quien piensan.
Pero tampoco soy quien fui -susurró.
En ese mismo instante, desde la distancia, Saleth observaba Mö Wara desde un visor artesanal, desde una loma cubierta de neblina.
A su lado, una mujer de rostro severo y manos curtidas revisaba un antiguo cuaderno lleno de mapas y símbolos.
-¿Crees que aún queda algo aquí? -preguntó la mujer.
Saleth no respondió al principio. Luego dijo:
-No venimos a buscar pruebas. Venimos a ver si los que quedaron aún recuerdan.
-¿Y si lo han olvidado?
-Entonces que el viento se lo lleve todo. Como antes.
Cerca del amanecer, en lo más profundo del bosque, una figura encapuchada se arrodilló frente al antiguo altar destruido.
En sus manos, una caja de madera negra.
La abrió.
Dentro, una pluma azul tornasol, rígida como una daga.
La colocó sobre el altar reconstruido, aún húmedo por el rocío.
Encendió fuego con aceite rojo.
Y recitó en un idioma que se parecía al pemon, pero era más antiguo. Más crudo.
-Tu sangre en el cielo. Tu aliento en la tierra. Regresa.
Y en ese instante, algo crujió en el bosque.
No un árbol. No un animal.
Un sonido metálico, lejano, casi subterráneo.
La figura encapuchada no miró atrás.
Solo dijo:
-Ya está en marcha.