Esa misma tarde, Ricardo me llamó.
"Ponte guapa, vamos a cenar."
No me apetecía, pero el acuerdo seguía vigente, al menos hasta que me fuera.
Me llevó a un club exclusivo, de esos donde las puertas solo se abren para los muy ricos o los muy influyentes.
Mientras Ricardo saludaba a unos conocidos en la barra, me senté en una mesa apartada.
Escuché fragmentos de conversación de un grupo cercano, amigos de Ricardo.
"¿Cuándo te vas a quitar de encima a esa 'sevillanita'?" dijo uno, con sorna. "Ahora que Carmen ha vuelto, no la necesitas."
Otro rió. "Sí, Ricardo, Carmen es mucha Carmen. Siempre vuelves a ella."
El primero añadió: "Nos contaron que ibas a verla a Londres en secreto, incluso cuando estabas con esta."
Sentí cómo la sangre se me helaba.
Ricardo se acercó a ellos, les dio una palmada en la espalda.
Su voz sonó fría, distante. "Yo me encargo de mis asuntos."
No me defendió. Ni siquiera negó sus visitas a Carmen.
La humillación era una brasa ardiente en mi estómago.
Volvimos al ático. El silencio en el coche era denso.
Cuando entramos, la sorpresa fue mayúscula. Carmen estaba allí.
Esperándonos. Como si fuera su casa.
Ricardo no pareció sorprendido. Debía ser algo habitual.
"Cariño," dijo Carmen, con una voz melosa que me revolvió el estómago, "este sitio necesita unos cambios."
Se paseó por el salón, señalando.
"Estos azulejos sevillanos que pusiste," dijo, mirándome con desprecio, "son horribles. Fuera."
Eran unos azulejos que yo había elegido con ilusión, pintados a mano, un pequeño trozo de mi tierra en Madrid.
"Y esas macetas de geranios en la terraza," continuó, "me dan alergia. Tíralas."
"Las cortinas de seda cruda, demasiado sosas. Quiero terciopelo, rojo oscuro."
Ricardo asentía a todo. "Lo que tú quieras, Carmen."
Sentí que me borraban, que mi presencia, mis pequeños toques personales en ese lugar, eran eliminados sin contemplaciones.
Subí a mi habitación, o lo que había sido mi habitación.
Carmen estaba allí. Sentada en mi cama.
Jugueteaba con algo entre los dedos.
Mi broche. El broche de filigrana de plata que me había legado mi abuela. Mi posesión más preciada.
"Vaya trasto viejo," dijo Carmen, mirándolo con asco. "No sé cómo puedes llevar estas cosas."
Se levantó, se acercó a mí. Su mirada era puro veneno.
"Arrodíllate," ordenó. "Pídeme perdón por intentar robarme a Ricardo."
Me negué. Un último vestigio de orgullo se resistía.
"¿No?" Su sonrisa se ensanchó. "Entonces, este cacharro se va de paseo."
Caminó hacia el balcón, que daba a la concurrida calle Ortega y Gasset. Sostuvo el broche sobre el vacío.
"Una pena, ¿verdad? Pero así aprenderás."
"¡No, por favor!" supliqué. Era lo único que me quedaba de mi abuela, de mi vida anterior.
"Arrodíllate," repitió.
Desesperada, con lágrimas de rabia e impotencia, doblé las rodillas.
Carmen soltó una carcajada.
"Demasiado tarde, querida."
Y lanzó el broche.
Corrí hacia el balcón, intentando agarrarlo al vuelo, o ver dónde caía.
Carmen se interpuso. Hubo un forcejeo torpe, accidental.
Ella tropezó hacia atrás, sus tacones resbalaron en el mármol pulido.
Cayó. Rodó aparatosamente por la corta escalera de mármol que unía el dormitorio con un pequeño distribuidor.
Un grito.
Ricardo entró corriendo, alertado por el ruido.
Vio a Carmen en el suelo, gimiendo, y a mí de pie, horrorizada.
"¡Me ha empujado! ¡Quería matarme!" gritó Carmen, señalándome.
Ricardo me miró. Sus ojos eran dos trozos de hielo.
"¿Por esa baratija te atreves a tocarla?" Su voz era un gruñido.
No me dejó explicar. No quiso escuchar.
"Guardias," llamó. Dos hombres corpulentos aparecieron de la nada.
"Lleváosla a la bodega. Que se enfríe un poco."
Me arrastraron fuera. La bodega del edificio era un sótano frío, húmedo, oscuro.
Me encerraron allí.
Temblaba, no solo de frío, sino de miedo y desesperación.
Metí la mano en el bolsillo. El broche. Roto, pero allí estaba. Debí recogerlo instintivamente del suelo del balcón antes del desastre.
Lo apreté con fuerza.
"Abuela," susurré entre sollozos, "me equivoqué tanto... tanto..."
Al día siguiente, la puerta de la bodega se abrió. Era Ricardo.
Me tendió el broche. Lo había mandado reparar. La filigrana estaba unida, aunque la soldadura era visible.
Actuó como si nada hubiera pasado. Como si encerrarme en un sótano fuera algo normal.
"Espero que hayas aprendido la lección," dijo, con frialdad.
Lo miré. Ya no había miedo. Solo un vacío inmenso y una determinación fría.
"Señor Vargas," dije, mi voz sorprendentemente firme. "Nuestro acuerdo ha terminado. Me marcho."
Su rostro se contrajo por la sorpresa, luego por la irritación ante mi frialdad.
"No seas ridícula, Isa."
Justo en ese momento, su móvil sonó. Era Carmen.
"Cariño, ¿vienes a recogerme? Tengo reserva en ese restaurante con estrella Michelin que tanto te gusta."
Ricardo me miró, luego al teléfono. La elección era obvia.
"Voy para allá," dijo, y se fue, dejándome sola en el umbral de la bodega.
Poco después, mi móvil empezó a recibir fotos.
Carmen y Ricardo en su Aston Martin. Ella, riendo, comiendo churros, dejando migas en la tapicería de cuero. Algo que a mí jamás me habría permitido.
Carmen y Ricardo en la finca de caza de los Vargas en Extremadura. Él, presentándola a sus padres, influyentes y altivos. A mí nunca me llevó.
Comprendí la diferencia. Yo era una "mantenida", una posesión temporal. Ella era la mujer a la que, a su manera tóxica, amaba y respetaba.
La fiesta de graduación de mis antiguos compañeros de diseño era en una terraza de moda en La Latina.
Había decidido ir, como una forma de despedirme de esa etapa antes de Roma.
Estaba charlando con algunos amigos cuando sentí una presencia a mi espalda.
Ricardo. Y a su lado, Carmen, aferrada a su brazo, sonriendo triunfal.
Mis compañeros se quedaron mudos. La tensión era palpable.
Unos estudiantes de otro curso, conocidos por su malicia, se acercaron.
Uno de ellos, con una sonrisa burlona, le preguntó a Ricardo: "¿Conoce usted a esta chica, señor Vargas?"
Todos los ojos se clavaron en nosotros.
Carmen, disfrutando del momento, apretó el brazo de Ricardo y le preguntó con fingida inocencia: "Cariño, ¿conoces a esta chica?"
Ricardo me miró. Un instante. Luego, su rostro se volvió una máscara de indiferencia.
Para no contrariar a Carmen, para mantener su imagen, negó.
"No," dijo, su voz clara y cortante. "No sé quién es."
El mundo se detuvo. La humillación fue total, pública, devastadora.
Era invisible. Menos que nada.