La Dignidad no se Vende
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Capítulo 3

Los días siguientes fueron una tortura silenciosa.

Ricardo seguía con sus demostraciones de afecto, pero ahora yo sabía que eran para Carmen.

Me compraba flores, las favoritas de Carmen. Me llevaba a restaurantes que a ella le encantaban.

Yo era el instrumento de sus celos, una forma de mantener a Carmen interesada.

Me mantenía pasiva, observando desde la distancia cómo se desarrollaba su juego.

Él actuaba, yo era una espectadora involuntaria de una obra que no había elegido.

Mi presencia en el ático era un recordatorio constante para Carmen de que Ricardo podía tener a otras, aunque siempre volviera a ella.

Era un peón en su tablero, y ambos lo sabían.

Una tarde, estábamos en el salón. Ricardo intentaba hablarme de un nuevo proyecto inmobiliario.

De repente, su móvil sonó. Era Carmen.

Su voz, al otro lado, sonaba angustiada, casi al borde del llanto.

"Ricardo, cariño, tienes que venir. ¡Es una emergencia!"

No dio detalles. Solo urgencia.

Ricardo palideció. Dejó caer los planos sobre la mesa.

"¿Qué pasa? ¿Estás bien?"

No esperó respuesta. Cogió las llaves del coche y salió corriendo.

Sin una palabra para mí. Sin una mirada.

Me abandonó allí, en medio del salón, con la palabra "emergencia" resonando en el aire.

La preocupación en su rostro había sido genuina. Por ella.

Para mí, solo quedaba la constatación de mi nulo valor.

Cuando Ricardo se fue, empecé a recoger mis cosas.

No muchas. La mayoría eran regalos suyos, objetos que ahora me quemaban en las manos.

Los vestidos de diseñador, las joyas, los zapatos caros.

Todo fue a parar a bolsas de basura.

No quería nada que me recordara a él, a esa vida de mentira.

Dejé solo la ropa que había traído de Sevilla, mis libros, mis cuadernos de bocetos.

Y el broche de mi abuela, reparado pero con su cicatriz visible.

Era un ritual de purga, un desprendimiento doloroso pero necesario.

Cada objeto descartado era un lazo que cortaba, una ilusión que moría.

Miré alrededor del lujoso ático.

Había llegado allí con la esperanza de salvar a mi familia y, tontamente, con la secreta ilusión de encontrar algo más.

Quizás no amor, pero sí respeto, cariño.

Encontré lujo, regalos, pero también humillación y desprecio.

Mis sueños de diseñadora, mis planes de futuro, todo se había teñido de la falsedad de esa relación.

Ricardo me había comprado una vida, pero me había robado una parte de mí misma.

La ingenuidad, la confianza.

Ahora solo quedaba la amarga aceptación de la realidad.

El cuento de hadas había terminado, y el despertar era brutal.

A la mañana siguiente, Ricardo regresó. Con Carmen.

Ella entró como una reina inspeccionando su nuevo territorio.

"Este sofá es horrendo," decretó, señalando el mueble de diseño italiano que Ricardo había elegido hacía meses. "Quiero uno blanco, de lino."

"Y la mesa de centro, demasiado moderna. Necesitamos algo con más carácter, quizás una antigüedad."

Ricardo asentía, llamando a su asistente para tomar nota de los cambios.

"La habitación de invitados," dijo Carmen, refiriéndose a la que yo ocupaba, "la convertiremos en mi vestidor. Necesito más espacio para mi ropa."

Observaba cómo, metódicamente, Carmen borraba cualquier rastro de mi existencia.

Los pocos objetos personales que aún no había empaquetado, un jarrón con flores secas, un libro de arte, fueron apartados con displicencia.

Ricardo no intervino. Su sumisión a los caprichos de Carmen era total.

Observé la escena desde el umbral de la puerta de "mi" habitación.

Carmen se movía por el espacio, tocándolo todo, evaluándolo todo.

Sentí una punzada de dolor al ver cómo mi pequeño refugio iba a ser desmantelado.

Pero, extrañamente, también sentí un atisbo de alivio.

Pronto me iría. Pronto sería libre de esa jaula dorada, de esa relación tóxica.

Cada exigencia de Carmen, cada cambio que ordenaba, era un paso más hacia mi partida.

Ella, sin saberlo, me estaba empujando hacia la puerta de salida.

Y yo estaba deseando cruzarla.

            
            

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