Observaba desde mi rincón, sintiéndome cada vez más una extraña en esa casa, en esa vida.
La dolorosa verdad se asentaba: él la amaba a ella, a su manera retorcida y posesiva, pero era amor.
Lo mío había sido un contrato, una sustitución.
Una tarde, volví al ático después de dar un largo paseo para aclarar mis ideas.
La puerta de mi habitación estaba entreabierta.
Entré y encontré a Carmen allí.
Estaba hurgando en el cajón de mi mesilla de noche.
El cajón donde guardaba mis cosas más personales, mis recuerdos de Sevilla.
Y en su mano, sostenía el broche de filigrana de mi abuela.
El mismo broche que ya había intentado destruir.
Mi corazón dio un vuelco. Era lo único que me unía a mi familia, a mi identidad.
"¿Otra vez con este trasto?" dijo, con una mueca de asco. "Pensé que te habías deshecho de él."
Se acercó a mí, su mirada desafiante.
"Ya te lo dije. Arrodíllate. Pídeme perdón. Quizás, solo quizás, te lo devuelva."
La rabia me ahogaba, pero el miedo por el broche era más fuerte.
No podía permitir que lo destruyera.
"Por favor, Carmen, es lo único que tengo de mi abuela."
"Arrodíllate," repitió, su voz un susurro venenoso. "Y suplica."
Miré el broche en su mano, luego sus ojos crueles.
Lentamente, con la dignidad hecha jirones, doblé las rodillas.
Caí al suelo, humillada, derrotada.
"Por favor," rogué, la voz quebrada.
Carmen sonrió, una sonrisa triunfal.
"No es suficiente."
Y con un movimiento rápido, lanzó el broche con fuerza contra la pared.
El delicado trabajo de filigrana se hizo añicos.
Un pequeño grito ahogado escapó de mis labios.
Me abalancé para recoger los pedazos, desesperada.
En ese instante, Ricardo entró en la habitación.
Carmen, rápida como una serpiente, se echó al suelo, agarrándose el tobillo.
"¡Ay, mi tobillo! ¡Isabella me ha empujado! ¡Quería atacarme!"
Ricardo me miró, su rostro una máscara de furia.
"¿Qué demonios has hecho?" gritó.
Intenté explicar, balbucear que había sido un accidente, que ella había roto el broche.
Pero él solo veía a Carmen, su "víctima", en el suelo.
"¡Estás loca! ¡Por una baratija eres capaz de hacerle daño!"
Su juicio fue instantáneo, implacable. Creía ciegamente en Carmen.
"¡Guardias!" volvió a gritar Ricardo.
Los mismos hombres corpulentos aparecieron.
"Llévensela otra vez a la bodega. Y esta vez, asegúrense de que no salga hasta que yo lo diga."
Me arrastraron de nuevo, sin contemplaciones.
La bodega era aún más fría, más húmeda que la vez anterior.
Me dejaron allí, en la oscuridad, con el eco de las acusaciones de Ricardo resonando en mis oídos.
Injusticia. Traición. Desesperación.
El frío me calaba hasta los huesos.
Mi cuerpo temblaba incontrolablemente.
Las paredes rezumaban humedad, y el olor a moho era insoportable.
Pasaron las horas, o quizás los días. Perdí la noción del tiempo.
El frío era una tortura constante. Me acurruqué en un rincón, intentando conservar algo de calor.
Tenía hambre, sed, pero sobre todo, un dolor profundo en el alma.
En mi bolsillo, los trozos rotos del broche de mi abuela eran como esquirlas de hielo.
"Abuela," susurré, tiritando. "Perdóname. Tenía que haberte escuchado. Tenía que haber sido más fuerte."
Recordé sus palabras: "La dignidad no se vende, niña."
Y yo la había vendido. Por un puñado de billetes, por una falsa seguridad.
Empecé a desvariar. Veía el rostro de mi abuela, decepcionada.
Escuchaba la risa cruel de Carmen.
Sentía el desprecio en la mirada de Ricardo.
"Me equivoqué," repetía una y otra vez, como una letanía. "Me equivoqué tanto."
Un frío más intenso me invadió. Un frío que venía de dentro.
Mis párpados pesaban.
"Ricardo," murmuré, aunque no sabía si estaba despierta o soñando, "nunca te quise. Nunca."
Y luego, la oscuridad se volvió completa.