"No estoy enfadada," digo, mi voz es monótona.
No me creen. Sus caras muestran alivio y confusión a partes iguales.
"Entonces, ¿por qué no contestabas?" pregunta Lucas.
"Estaba ocupada."
Me alejo de la puerta, dejándolos en el umbral.
"El viaje a Ibiza sigue en pie, ¿verdad?" pregunta Mateo, siguiéndome al salón. "Los cuatro, como siempre."
Me detengo. Me giro para mirarlos.
"¿Los cuatro?"
"Sí, tú, yo, Lucas y Carla," dice, como si fuera lo más normal del mundo.
"Carla no viene," digo con frialdad. "El viaje es para los amigos. Ella no lo es."
Sus caras se descomponen.
"Sofía, no seas así," dice Lucas. "Sabes que ella no tiene dinero para un viaje así. Sería cruel dejarla fuera."
"Ese no es mi problema."
"¡Pero es nuestra amiga!" exclama Mateo.
"Vuestra amiga," corrijo. "No la mía."
Pasan el resto del día intentando convencerme. Prometen que me prestarán toda su atención. Que Carla será solo una invitada más.
Acepto.
No por ellos.
Sino porque Ibiza es el escenario perfecto para mi siguiente movimiento.
La fiesta en el yate de la familia Reyes es un caos de música, alcohol y gente guapa. Mateo y Lucas cumplen su promesa. No se separan de mí. Me traen bebidas, me ríen las gracias, me miran con adoración.
Es un espectáculo para los demás.
Carla está en la otra punta del yate, rodeada de un grupo de chicos. Finge no mirarnos, pero sé que está pendiente de cada uno de nuestros movimientos.
Me disculpo para ir al baño. En lugar de eso, subo a la cubierta superior. Desde allí, los veo.
Mateo y Lucas se han acercado a Carla. Le están suplicando.
"Carla, por favor, no te enfades," oigo decir a Mateo.
"Solo estamos intentando que Sofía no sospeche," añade Lucas.
"¿Y creéis que no me doy cuenta?" dice Carla, su voz es un susurro venenoso. "Me tratáis como a una criada delante de ella."
"No es eso, sabes que te queremos a ti," dice Mateo.
"Demostrádmelo," exige ella. "Haced que Sofía sufra. Haced que se sienta humillada."
"¿Qué quieres que hagamos?" pregunta Lucas.
"Empujadla por la borda. Un pequeño accidente. Que pase un susto."
Vuelvo a la fiesta. Mi corazón late con fuerza. No por miedo. Por rabia.
Minutos después, estoy apoyada en la barandilla, mirando el mar. Carla se acerca, sonriendo.
"¿Disfrutando de la fiesta, Sofía?"
"Mucho," respondo, mi voz es gélida.
"Es una pena que se vaya a acabar tan pronto para ti."
Me empuja.
Caigo al agua. El golpe me deja sin aire. El agua salada me entra en la boca y en los ojos. Trago agua. Me ahogo.
Desde abajo, veo la escena con una claridad aterradora.
Mateo y Lucas se lanzan al agua.
Pero no para salvarme a mí.
Nadan hacia la cubierta, donde Carla finge un ataque de pánico, gritando y agitando los brazos.
"¡Ayudadme! ¡Me ahogo!"
Ellos la "rescatan", la suben a cubierta, la abrazan, la consuelan.
A mí, nadie me mira.
La corriente me arrastra lejos del yate.
Cuando estoy a punto de perder el conocimiento, siento unos brazos fuertes que me rodean.
Es un marinero de la tripulación.
Me salva la vida.
Esa noche, mientras todos en el yate se desviven por la "traumatizada" Carla, yo estoy en mi camarote.
Cojo mi móvil.
Borro sus números.
Bloqueo sus perfiles en todas las redes sociales.
Luego, busco el número de un agente inmobiliario en Madrid.
"Buenas noches," digo. "Quiero poner a la venta un ático en la calle Serrano."