El mes que me pidieron mis suegros no fue un tiempo de reflexión para Mateo. Fue una celebración de su crueldad.
Cumplió la promesa que me hizo a mí durante diez años pero que nunca cumplió. Llevó a Valeria a la Feria de Abril de Sevilla.
Mis redes sociales se inundaron de sus fotos. Mateo y Valeria, vestidos de flamencos, besándose apasionadamente en una caseta privada. La misma caseta a la que yo soñaba con ir con él. La foto iba acompañada de un texto: "Con mi reina, donde el arte de verdad nace. #AmorVerdadero #Musa".
Toda la alta sociedad madrileña hablaba de ello. Mis amigos me llamaban, furiosos, indignados.
"¿No vas a hacer nada? ¡Te está humillando!"
"No", respondía yo con una calma que los sorprendía. "Dejadlo. Ya no es mi problema".
Por primera vez, no llamé a periodistas amigos para acallar los rumores. No publiqué una foto sonriendo para mantener las apariencias. Simplemente, observé.
La humillación no terminó ahí.
Una semana después, Mateo tomó la decisión que sellaría el destino de su legado. Nombró a Valeria "directora artística" del tablao "El Duende Rojo", el tablao que mi arte había convertido en el más prestigioso de Madrid.
Lo primero que hizo Valeria fue una limpieza. Un amigo guitarrista me llamó, con la voz rota.
"Isabella, lo ha tirado todo. Tus trajes de baile, tus premios, las fotos de tus estrenos... todo está en un contenedor en el callejón".
Me dijo que Valeria estaba rediseñando el local. Iba a organizar noches de "Flamencotón", una fusión de flamenco y reguetón.
"Está destrozando tu legado, Isa. Tienes que detenerla".
Colgué el teléfono. Miré mis muletas apoyadas contra la pared. Mi legado ya estaba destrozado. Mi cuerpo estaba destrozado. Pero mi espíritu, extrañamente, empezaba a sentirse libre.
Dejé que lo hicieran. Dejé que quemaran el pasado. Yo ya no vivía allí.