A la mañana siguiente, cuando Carmen me trajo el desayuno con el tónico, sonreí y lo acepté.
"Gracias, Carmen. Eres muy amable."
En cuanto salió de la habitación, vertí el líquido oscuro en una de las macetas de la terraza.
"Creo que el tónico me está sentando un poco mal al estómago", le dije a Carmen esa tarde. "Quizás debería descansar de él unos días."
Su sonrisa se tensó por una fracción de segundo. "Claro, hija. Como tú veas. Pero es una lástima, con lo bueno que es."
A partir de ese día, dejé de tomar cualquier cosa que ella me ofreciera.
También me había regalado unas "vitaminas carísimas para la fertilidad". Un frasco de lujo, sin etiqueta de farmacia. Las guardé.
Llamé a mi hermano mayor, David. Es farmacéutico.
"David, necesito un favor enorme. Y es confidencial."
Le conté una versión simplificada. Que me sentía mal y que la suegra me daba unos remedios caseros que no me inspiraban confianza.
"No te tomes nada que no sepas lo que es, Sofía. Tráeme una muestra de ese tónico y de las vitaminas. Lo mandaré a un laboratorio de confianza. No le digas nada a nadie."
Ese fin de semana, con la excusa de visitar a mi familia para detalles de la boda, llevé las muestras a mi hermano.
Recogí un poco del tónico que había guardado en un frasco pequeño y le di la caja de las "vitaminas".
David me miró con preocupación. "Ten mucho cuidado, Sofía. Esta gente... no me gusta."
"Lo tendré", le prometí.
Volví a la finca sintiéndome como una espía en mi propia vida. Observaba a Carmen, a Isabel, a Mateo. Cada sonrisa, cada palabra, parecía parte de una obra de teatro en la que yo era la única que no se sabía el guion.
Mateo seguía siendo el prometido perfecto en la superficie. Me abrazaba, me besaba, hablaba del futuro. Pero yo veía los emails de Elena en mi mente cada vez que me tocaba.
Me concentré en mi trabajo, diseñando las joyas para mi nueva colección. El metal frío y las piedras preciosas eran mi único refugio. Eran honestos. No mentían.