"Debe haber un error" , susurré, mi voz apenas un hilo. "Repitan la prueba" .
El médico suspiró. "Ya lo hicimos tres veces. Los resultados son consistentes" .
A mi lado, mi pequeña Valentina dormía, su pecho subiendo y bajando suavemente, ajena al terremoto que acababa de devastar a su madre. Su rostro, que siempre me había parecido una extraña mezcla de los Lavezzari, ahora era el rostro de una desconocida.
Salí del hospital como una autómata. El volante del auto se sentía resbaladizo bajo mis palmas sudorosas. Las calles de Valparaíso, normalmente un caos de colores que inspiraba mi arte, hoy eran borrones sin sentido.
Mi mente era una tormenta. Error. Tenía que ser un error.
Un camión tocó la bocina con furia. Di un volantazo, evitando por centímetros una colisión. Mi corazón martilleaba contra mis costillas. Me detuve a un lado de la carretera, temblando, incapaz de seguir conduciendo.
No podía ir a casa. No podía mirar a Alejandro a la cara. No con esta duda monstruosa carcomiéndome por dentro.
Decidí ir al único lugar que siempre me había dado paz: el viñedo. La Viña Lavezzari. El imperio de mi esposo.
Estacioné el auto lejos de la casona principal, cerca de las bodegas de almacenamiento, y caminé entre las hileras de vides. El olor a tierra húmeda y uvas maduras normalmente me calmaba. Hoy, solo aumentaba mi náusea.
Me acerqué a la oficina del capataz, buscando un vaso de agua, cualquier cosa que me anclara a la realidad. Las luces estaban encendidas. Me detuve al escuchar voces.
Era Alejandro. Y Ricardo, el capataz.
"La próxima semana, Ricardo. Isabel llega de Francia el martes. Quiero que su habitación en la casona esté impecable" .
La voz de Ricardo sonaba preocupada. "Señor Lavezzari, ¿está seguro? ¿Y si la niña Valentina la reconoce como su madre? ¿Y si todo se descubre?" .
Un silencio helado. Luego, la voz de Alejandro, cortante como el cristal.
"Isabel ha sufrido demasiado. Su familia quebró, y yo la envié a estudiar para protegerla. Ha terminado su doctorado en enología. Merece vivir aquí, rodeada del lujo que le corresponde. Le ordenaré que no diga una sola palabra sobre Valentina" .
El capataz insistió, su voz más baja. "Pero, señor... ¿doña Sofía? ¿Cree que aceptará que su hijo fue cambiado al nacer? ¿Y después de que usted la hizo esterilizar con esas inyecciones...?" .
"Sofía me ama" , la interrupción de Alejandro fue brutal, llena de una confianza arrogante que me heló la sangre. "Me ama demasiado como para dejarme. Hará lo que yo le diga" .
Me apoyé contra la pared de adobe, el aire escapando de mis pulmones. Las rodillas me fallaron y me deslicé hasta el suelo.
Inyecciones.
Durante años, la madre de Alejandro, una matriarca fría y déspota, me había humillado. "Una artista inútil que ni siquiera puede darme un nieto varón" , decía en las cenas familiares.
Lloré en secreto. Me sometí a tratamientos de fertilidad dolorosos y humillantes. Y Alejandro... mi amado Alejandro, me abrazaba y me decía que era fuerte.
Me traía "vitaminas para fortalecerla" , inyecciones que un médico amigo suyo venía a administrarme a la casona.
Un anticonceptivo de largo plazo.
El engaño era tan profundo, tan monstruoso, que mi mente se negaba a aceptarlo. Mi amor, mi matrimonio, mi familia... todo era una farsa.
Me levanté, mis piernas temblorosas. Mis ojos se posaron en un pequeño jardín al lado de la oficina. Unas delicadas flores blancas, únicas en la región.
Alejandro las había llamado "Lágrimas de Sofía" .
Dijo que las había cultivado para mí, un símbolo de nuestro amor puro y único. Eran la joya de la corona del viñedo, admiradas por todos.
Ahora, al mirarlas, solo sentía asco. Recordé un comentario casual de un viejo jardinero: "Qué curioso, estas eran las flores favoritas de la señorita Isabel" .
La rabia, pura y ardiente, reemplazó al dolor.
Caminé hacia un grupo de jornaleros que terminaban su turno. Mi voz, cuando hablé, era irreconocible. Fuerte. Dura.
"Arranquen todas estas flores. Ahora mismo. No quiero que quede ni una sola raíz" .
Los hombres me miraron, confundidos. Miraron hacia la oficina de Alejandro.
"¡He dicho que las arranquen!" , grité. "¡Yo soy la señora de esta casa!" .
Comenzaron a trabajar, arrancando las "Lágrimas de Sofía" de la tierra, dejando una cicatriz oscura en el paisaje. Una cicatriz que reflejaba la que ahora llevaba en mi alma.
Mientras observaba la destrucción, saqué mi teléfono. Mis dedos temblaban, pero mi determinación era de acero.
Busqué en mis contactos. No era un investigador privado. No todavía. Era alguien que representaba un mundo diferente. Un mundo de luz, de verdad.
Javier Montes. El joven arquitecto de la Ciudad de México que había conocido en un simposio de arte hacía meses. Habíamos hablado durante horas, una conexión instantánea basada en el respeto mutuo por nuestro trabajo. Me había dado su tarjeta. "Si alguna vez necesitas un amigo en México... o un arquitecto para un proyecto loco" , había dicho con una sonrisa cáliente.
Marqué su número. No sabía qué le iba a decir. Solo sabía que no podía seguir en este infierno sola.
Necesitaba una salida. Un futuro.
"¿Hola?" , respondió su voz, al otro lado del mundo.
"Javier" , dije, mi propia voz sonando extraña. "Soy Sofía Vargas. La muralista de Chile" .
Hubo una pausa. "Sofía. Claro que me acuerdo. ¿Está todo bien? Suenas..." .
"Necesito tu ayuda" , lo interrumpí, las palabras saliendo a borbotones. "Necesito... necesito saber si esa oferta de trabajo para el proyecto comunitario en la Ciudad de México sigue en pie" .