No fue dado en adopción. No fue entregado a una familia anónima.
El investigador, un ex-policía con ojos que lo habían visto todo, había adjuntado una declaración jurada de un empleado de la bodega, despedido recientemente.
El hombre describía cómo, por orden directa de Alejandro, el pequeño cuerpo de mi bebé fue llevado a la bodega privada de la familia Lavezzari. La más antigua, la más exclusiva.
Allí, mi hijo, mi Mateo, fue sumergido en una pequeña barrica de roble francés, de las que se usan para aguardientes experimentales. La barrica fue sellada con cera y etiquetada.
"Cosecha Experimental. Mateo. 24 de marzo de 2018" .
La fecha de su nacimiento. La fecha de su muerte.
El informe cayó de mis manos. El horror era una cosa física, una garra helada que me apretaba la garganta. Vomité en una papelera, el cuerpo convulsionando por un dolor que no era físico.
Mi hijo. Preservado en alcohol. Como un espécimen. Un trofeo macabro de su retorcido amor por Isabel.
Empecé a recordar. Pequeños detalles que había ignorado, piezas de un rompecabezas que ahora encajaban con una claridad espantosa.
El viaje de "negocios" de Alejandro a Francia dos meses antes de que yo diera a luz. "Para asegurar una nueva distribución" , había dicho. Ahora sabía que había ido a ver a Isabel, a planearlo todo.
Las veces que lo encontraba mirando a Valentina con una extraña distancia, una frialdad que yo atribuía a su carácter reservado. No era reserva. Era la mirada de un hombre que ve al hijo de otra mujer.
La forma en que desvió mis preguntas sobre el parto, diciendo que los detalles eran "cosas de mujeres" y que lo importante era que "nuestra" hija estaba sana.
Me derrumbé en el suelo de mi taller, rodeada de lienzos a medio pintar que ahora parecían burlarse de mí. Lloré hasta que no me quedaron lágrimas, un llanto seco y desgarrado que venía de un lugar roto dentro de mí.
Esa noche, Alejandro llegó tarde. Entró en mi taller, su rostro una máscara de preocupación fingida.
"Sofía, cariño, ¿qué haces aquí a oscuras? ¿Te sientes bien?" .
Me miró, y por primera vez, vi la mentira en sus ojos. La vi claramente.
"Valentina tuvo una pesadilla" , dijo, su voz suave. "Pero ya se durmió. Isabel es maravillosa con ella. La calmó enseguida" .
La mención de su nombre fue como echar sal en la herida abierta. Isabel. Ya estaba aquí. En mi casa. Cuidando a la hija que me habían hecho creer que era mía.
No pude responder. La traición era tan vasta que me ahogaba.
Él se arrodilló a mi lado, intentando abrazarme. "Estás fría. Debes haber cogido un resfriado. Mañana llamaré al doctor para que te revise" .
El mismo doctor corrupto, sin duda.
Me aparté de su contacto como si quemara.
La noche siguiente, la fiebre me consumió. Mi cuerpo, finalmente, se rindió al tormento de mi mente. Tiritaba bajo las sábanas, perdida en un delirio de imágenes: la cara de Isabel, la barrica de roble, los ojos fríos de Alejandro.
A través de la neblina de la enfermedad, escuché risas. Risas que venían del piso de abajo.
Me levanté, apoyándome en las paredes. Bajé las escaleras, mis pasos silenciosos. La puerta de la sala de catas privada, el lugar más sagrado de Alejandro, el lugar donde me había pedido matrimonio, estaba entreabierta.
La luz de la chimenea proyectaba sombras danzantes en la pared.
Y allí, sobre una alfombra de piel de oso, estaban ellos. Alejandro e Isabel. Sus cuerpos entrelazados, sus gemidos llenando el silencio de la noche.
La imagen se grabó a fuego en mi cerebro. La traición carnal, en el mismo lugar donde me había prometido amor eterno.
Retrocedí, mi mano en la boca para ahogar un grito. El mundo se volvió negro.
Desperté en mi cama. Una enfermera desconocida estaba a mi lado, cambiándome una compresa fría en la frente.
"Tranquila, señora Lavezzari. Tuvo una fiebre muy alta. El señor Lavezzari está muy preocupado" .
Alejandro entró en la habitación. Detrás de él, como una sombra, estaba Isabel. Llevaba una de mis batas de seda.
"Sofía, mi amor. Nos diste un susto de muerte" , dijo Alejandro, su voz goteando una falsa sinceridad.
Isabel se acercó a la cama. Su sonrisa era a la vez dulce y venenosa.
"Pobre Sofía. Te ves terrible" , dijo. "Alejandro me ha pedido que me quede en la casona una temporada. Como soy enóloga, puedo ayudarle con la nueva cosecha. Y por supuesto, a cuidarte a ti y a la pequeña Valentina" .
Me miró directamente a los ojos, un destello de triunfo en su mirada. Era una declaración de guerra. Había venido a reclamar lo que consideraba suyo: mi esposo, mi hogar, mi vida.
En ese momento, la puerta se abrió de golpe. Valentina, con su pijama de ositos, corrió hacia la habitación.
Se detuvo en seco al ver a Isabel. Sus ojitos se abrieron de par en par.
Y entonces, con una voz clara y resonante que cortó el aire tenso de la habitación, gritó:
"¡Mamá!" .
No corrió hacia mí. Corrió directamente a los brazos de Isabel.