Escuché a Alejandro entrar en la habitación. Salió al balcón y oí el tintineo del hielo en un vaso. Cuando salí del baño, él estaba allí, mirándome. Había bebido, se notaba en sus ojos.
"¿Sabes?", dijo, acercándose. "A veces, cuando te mueves de cierta manera, me recuerdas a ella".
"¿A quién?", pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
"A una mujer que vi bailar una vez. Hace mucho tiempo. Tenía... algo. Algo que nunca he vuelto a encontrar".
Estaba buscando en mí el reflejo de otra. De mí misma, pero de una versión que él no conocía y que yo había enterrado. La ironía era tan cruel que casi me eché a reír.
Se acercó más, su aliento olía a whisky caro. Puso una mano en mi cintura, atrayéndome hacia él.
"Quizás esta noche...", empezó a decir, su voz era un murmullo ronco.
Intentó besarme. Era un beso torpe, desesperado, un intento de encontrar en mí lo que buscaba en otras.
Justo en ese momento, su teléfono, olvidado sobre la cama, sonó. La pantalla se iluminó con el nombre "Carla". El hechizo, si es que alguna vez lo hubo, se rompió.
Alejandro se apartó de mí como si quemara. Miró el teléfono, luego a mí, con una expresión de fastidio.
"Tengo que cogerlo", dijo, sin una pizca de disculpa.
Cogió el teléfono y salió al balcón, cerrando la puerta de cristal tras de sí. Me quedé sola en la habitación, escuchando el murmullo de su voz tranquilizando a su amante. Me había abandonado a mitad de un beso por ella.
Lo miré a través del cristal. Su espalda, su silueta recortada contra las luces de Jerez. Recordé sus palabras: "Si tú tuvieras a alguien, me daría exactamente igual". Me lo había permitido. Me había dado la justificación que necesitaba. Se acabó el dolor. Se acabó la humillación. Ahora tocaba jugar.
Saqué mi móvil y marqué el número de Mateo.
"¿Estás en Madrid?", pregunté sin preámbulos.
"Sí. ¿Por qué? ¿Me necesitas?". Su voz sonaba somnolienta y cálida.
"Ven a mi casa. Ahora".
Colgué antes de que pudiera responder. Sabía que vendría.
Una hora más tarde, el timbre sonó. Bajé a abrir. Mateo estaba allí, con su guitarra colgada a la espalda y una sonrisa curiosa. No dijo nada. Entró, cerró la puerta y me besó.
Fue un beso que no tenía nada que ver con el de Alejandro. Era real, hambriento, lleno de una energía que me desbordaba. Me levantó en brazos y me llevó escaleras arriba, a la habitación principal. A la cama que había compartido con Alejandro.
Después, mientras yacíamos en silencio, Mateo se incorporó sobre un codo.
"Sofía, quiero que seas mi novia".
Me reí. Una risa seca, sin alegría. "¿Tu novia? No seas ridículo. Eres un niño".
"No estoy bromeando", insistió él, serio.
Lo miré. Su juventud, su pasión, su idealismo. Era todo lo que Alejandro no era. Y era exactamente lo que necesitaba en ese momento: un arma, no un romance.
"Escúchame bien, Mateo", le dije, mi voz sonando fría y calculadora. "No voy a ser tu novia. Puedes ser mi amante. Te llamaré cuando te necesite. Te pagaré bien. Esas son mis condiciones. ¿Las aceptas o te vas?".
Esperaba que se ofendiera, que se marchara. Pero él solo me miró fijamente durante un largo rato. Luego, sonrió lentamente.
"Acepto".