Durante días, Luciana no se apartó del lado de Kieran. Lo cuidaba con una devoción que Roy nunca había recibido.
Él estaba solo en su habitación. Nadie venía a verlo. Era invisible.
Una enfermera joven intentó coquetear con él, trayéndole fruta.
"Está muy pálido, señor Castillo. Necesita cuidarse".
Luciana pasó por el pasillo en ese momento. Vio la escena y le lanzó una mirada gélida. La enfermera se disculpó y huyó.
Esa noche, para celebrar la "recuperación" de Kieran, Luciana organizó un espectáculo de fuegos artificiales que se podía ver desde la ventana del hospital.
Roy los observó solo, desde su habitación oscura. Cada explosión de color en el cielo era un recordatorio de la felicidad que había perdido.
Cuando le dieron el alta, Luciana se negó a llevarlo.
"Kieran todavía está débil. No tengo tiempo para ti. Además, seguro que puedes enganchar a alguna enfermera que te lleve".
En un evento de negocios en un parador de lujo, Luciana lo presentó como su "asistente".
"Roy, tráeme una copa de vino".
"Roy, llévale el abrigo al señor García".
Lo humilló delante de todos. Luego, lo obligó a beber.
"Bebe, Roy. Mis socios quieren brindar contigo".
Los hombres de negocios se reían, incitándolo. Una empresaria con demasiado maquillaje se le acercó, le tocó el brazo, la pierna.
"Eres guapo", le susurró.
Roy se sintió asqueado. Intentó apartarse, pero ella le puso algo en la bebida.
Sintió que el mundo empezaba a girar. El calor subía por su cuerpo. Desesperado, se disculpó y corrió, buscando un lugar donde esconderse. Encontró una habitación vacía y se encerró.
La puerta se abrió. Era Luciana.
Él, delirando por la droga, no la reconoció al principio.
"Por favor... ayúdeme. Busco a una mujer...".
Ella se acercó. Él la vio con más claridad.
"Tú no...", susurró, apartándose como si quemara. "Tú eres Luciana... eres mi Luciana".
La confesión rota, involuntaria, desató algo en ella. La furia en sus ojos se mezcló con una pasión desesperada.
"¿Por qué me rechazas? ¿¡Te doy asco!?".
Lo agarró por el cuello, sus uñas clavándose en su piel.
"¡No es asco!", gritó él, las lágrimas corriendo por sus mejillas. "¡Es porque eres tú! ¡Porque eres Luciana!".
El grito fue una confesión. No la odiaba a ella, odiaba la situación, el dolor, el abismo entre ellos.
Ella lo entendió. Su agarre se aflojó. El odio en su rostro se transformó en una tormenta de deseo y dolor.
Lo besó. Fue un beso salvaje, desesperado, lleno de años de amor, odio y malentendidos.