"Te amé, Alejandro", me había dicho mientras el veneno que me daba lentamente hacía su efecto, paralizando mis músculos. "Pero tú te interpusiste. Él era mi verdadero amor".
Él. Sebastián. El erudito talentoso, el hombre que ella amaba, el que se castró para entrar al palacio como eunuco y estar cerca de ella. Juntos, habían vendido los planos de defensa de la capital. Juntos, me habían visto caer.
La puerta de la celda rechinó, y su silueta apareció. Sebastián. Su rostro ya no era el de un humilde erudito, sino el de un conquistador, lleno de un resentimiento triunfante.
"El imperio ha caído, 'Alteza'", siseó la palabra con veneno. "Isabella es mía ahora, como siempre debió ser".
Me sonrió, una sonrisa torcida y cruel. Fue lo último que vi. Un dolor final, y luego, la oscuridad.
Y entonces...
Abrí los ojos de golpe.
No estaba en la mazmorra. No sentía el frío de la piedra ni el dolor de mis huesos. Estaba de pie. Llevaba el pesado y ornamentado atuendo del Príncipe Heredero, el oro y las sedas pesaban sobre mis hombros. El aire olía a incienso y a las flores que adornaban el gran Salón del Trono.
El murmullo de la corte llenaba el espacio. Cientos de nobles, vestidos con sus mejores galas, me miraban con expectación. Frente a mí, sentado en el trono dorado, mi padre, el Emperador, me sonreía con orgullo.
"Alejandro, hijo mío", su voz resonó en el salón, profunda y llena de autoridad. "Ha llegado el día. Debes elegir a tu consorte, la futura Emperatriz de nuestro vasto imperio".
Mi sangre se heló. Reconocí este momento. Era el día de la elección. El día en que, en mi vida pasada, había sellado mi destino y el de mi imperio.
Mis ojos recorrieron a las candidatas, una fila de jóvenes nobles de las familias más poderosas. Y allí, en el centro, estaba ella. Isabella. Hija del Duque Ricardo. Su belleza era deslumbrante, un faro en el salón. Su vestido de seda azul resaltaba el color de sus ojos, y una sonrisa confiada y serena adornaba sus labios. Me miraba directamente, con una expresión que prometía amor eterno, la misma expresión que había perfeccionado para engañarme.
En mi vida anterior, mi corazón había latido con fuerza al verla. Estaba ciego, un joven tonto y enamorado que creía haber encontrado a su alma gemela. No había visto la ambición en sus ojos, oculta tras un velo de dulzura. No había visto la manipulación en sus gestos.
Ahora, al verla, no sentía amor. Sentía una náusea profunda, un eco del veneno que me había matado. El recuerdo de la traición era tan vívido, tan real, que casi podía saborear la amargura en mi lengua. Recordé su mano fría sobre la mía mientras me aseguraba que el "tónico" del médico me haría bien. Recordé las noches en que me retorcía de dolor mientras ella dormía plácidamente a mi lado. Recordé su desesperación fingida cuando los ejércitos enemigos llegaron a las puertas, una desesperación que ocultaba su júbilo.
"Hijo, ¿has tomado una decisión?", preguntó mi padre, su voz sacándome de mis oscuros recuerdos.
Toda la corte contuvo la respiración. El Duque Ricardo, el padre de Isabella, hinchó el pecho, seguro de la inminente victoria de su familia. Isabella dio un paso casi imperceptible hacia adelante, lista para aceptar su corona.
En mi vida anterior, habría dicho su nombre sin dudarlo.
"Isabella".
Pero esta no era mi vida anterior.
Respiré hondo, sintiendo el aire fresco de esta segunda oportunidad llenar mis pulmones. Miré a Isabella directamente a los ojos, y por primera vez, la vi por lo que era: una tumba bellamente decorada.
"Padre", dije, mi voz sonando más fuerte y firme de lo que recordaba. "Las tradiciones antiguas son la base de nuestro imperio. A veces, la sabiduría de nuestros ancestros supera la elección de un solo hombre".
El Emperador frunció el ceño, confundido. "¿Qué quieres decir, Alejandro?"
"Quiero decir que no elegiré por preferencia personal", declaré, mi voz resonando en el silencio del salón. "Dejaré que el destino guíe mi mano. Pido que se traiga el Cofre del Sorteo".
Un jadeo colectivo recorrió la sala. El Cofre del Sorteo era una reliquia, una tradición olvidada que no se había usado en siglos. Se utilizaba cuando un príncipe no quería mostrar favoritismo entre las casas nobles. Era una elección al azar. Una locura.
La sonrisa de Isabella se congeló. Su rostro pasó de la confianza a la incredulidad en un instante. El Duque Ricardo palideció, su expresión de orgullo se desmoronó.
"¡Alejandro, esto es inaudito!", exclamó el Duque. "La elección de la consorte es un asunto de estado, no un juego de azar".
"Precisamente, Duque", respondí con frialdad, sin apartar la mirada de su hija. "Y un asunto de estado no debe ser contaminado por afectos personales que pueden cegar el juicio. Traigan el cofre".
Mi padre, aunque sorprendido, vio la determinación de acero en mis ojos. Asintió a los guardias. "Hagan lo que dice el Príncipe Heredero".
Dos guardias trajeron un viejo cofre de madera oscura, con incrustaciones de plata. Dentro, en pequeños pergaminos, estaban los nombres de todas las candidatas elegibles del imperio, incluso las de los territorios más lejanos y menos influyentes.
Un sirviente me ofreció el cofre abierto. Metí la mano, sintiendo los pequeños rollos de papel bajo mis dedos. No me importaba quién saliera. Cualquiera era mejor que Isabella. Cualquiera.
Saqué un pergamino. El silencio en el salón era tan denso que se podía cortar. Desenrosqué el papel lentamente y leí el nombre en voz alta, proyectando mi voz para que todos escucharan.
"La Princesa Xochitl, de las Tribus del Viento del Sur".
El caos estalló. Murmullos de incredulidad, de burla. ¿Una princesa indígena? ¿De una tribu lejana y "salvaje", conocida por su temperamento feroz y sus nulas conexiones políticas en la capital? Era un insulto para las grandes casas nobles.
Miré a Isabella. Su rostro era una máscara de furia y humillación. Sus ojos me gritaban una pregunta que no podía pronunciar: "¿Por qué?". No podía entenderlo. Ayer mismo, yo le había jurado amor eterno. Hoy, la había descartado como si no fuera nada.
En su mente, esto era una traición. En la mía, era justicia.
Mientras el nombre de la Princesa Xochitl resonaba en el salón, una extraña calma se apoderó de mí. El fantasma de Isabella, el amor que me había envenenado y destruido, se desvaneció por completo. Sentí que me liberaba de unas cadenas que ni siquiera sabía que llevaba.
Esta vez, las cosas serían diferentes. Protegería mi vida, mi imperio y mi trono. Y nunca, jamás, volvería a permitir que el veneno de un falso amor se acercara a mi corazón.
Adiós, Isabella.
Bienvenida, nueva vida.