El Retorno del Príncipe
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Capítulo 3

Mi intento de alejarme fue inútil. Isabella me bloqueó el paso, su desesperación convirtiéndose en una audacia impactante.

"¡No te irás hasta que me escuches!", exclamó, su voz perdiendo toda su dulzura. "Anula el compromiso con esa mujer. Cásate conmigo, como estaba planeado. Seré tu Emperatriz".

La miré, asombrado por su descaro. "¿Y qué pasaría con tu... amante?", pregunté, dejando que la palabra flotara en el aire.

Ella no se inmutó. "Sebastián puede ser tu consejero personal. Su inteligencia es vasta. Será un gran activo para el imperio. Podemos estar los tres juntos".

La absurdidad de su propuesta me dejó sin aliento. Quería a su marido y a su amante, todo bajo el mismo techo, con el poder del imperio en sus manos. Creía que podía tenerlo todo.

Por un segundo, sentí un pinchazo en el pecho. No era amor. Era el fantasma de un dolor antiguo, el eco de la herida mortal que me habían infligido. Recordé mi muerte en la mazmorra, solo y traicionado. Y esa memoria borró cualquier vestigio de sentimiento. La miré como se mira a un insecto extraño y venenoso.

Sebastián, siempre el actor, tosió débilmente y se apoyó en el hombro de Isabella, como si la mera confrontación fuera demasiado para su delicada constitución.

"Mi amor, no te esfuerces", le susurró él, mirándome con ojos acusadores. "Su corazón es de piedra".

Isabella lo acunó protectoramente. "No te preocupes, Sebastián. Él entrará en razón. Tiene que hacerlo".

Su enfermiza codependencia era un espectáculo grotesco. Dos parásitos convencidos de que el mundo les debía todo.

Ya había tenido suficiente. No iba a malgastar ni un segundo más de mi nueva vida en su drama tóxico.

"Se acabaron las discusiones", dije, mi voz tan gélida como el invierno en las montañas del norte. "Si vuelven a acercarse a mí con estas tonterías, se enfrentarán a consecuencias que no les gustarán".

Sin esperar respuesta, los rodeé y me alejé a paso rápido, dejándolos en medio del jardín. No miré atrás. Sabía que si lo hacía, vería la furia pura en el rostro de Isabella.

Y sabía que esto no había terminado.

Esa misma noche, mis espías me informaron de que Isabella se había encerrado con su padre, el Duque Ricardo, durante horas. Y poco después, Sebastián, el "humilde eunuco", había comenzado a dar órdenes a los sirvientes del duque como si fuera el señor de la casa, preparándose para algo.

Estaban tramando. La negativa no era una opción para ellos. Si no podían conseguir lo que querían por las buenas, lo intentarían por las malas.

Me senté en mi estudio, mirando las llamas de la chimenea. En mi vida anterior, me habría angustiado, habría buscado la reconciliación. Ahora, solo sentía una fría determinación.

Dejen que vengan, pensé. Esta vez, estaré listo.

            
            

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