El Retorno del Príncipe
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Capítulo 4

El Duque Ricardo solicitó una audiencia privada a la mañana siguiente. Su rostro, normalmente arrogante y seguro, estaba lleno de una preocupación mal disimulada.

"Alteza", comenzó con una reverencia forzada. "Entiendo que mi hija... ha sido indiscreta. Su corazón está roto, y no mide sus palabras".

"Sus palabras no son el problema, Duque. Son sus intenciones", respondí, sin invitarlo a sentarse.

El duque tragó saliva. "He venido a suplicarle que reconsidere. La alianza con mi casa es la más poderosa que puede forjar. Esta... princesa del sur... es una incógnita. Un riesgo para la estabilidad del imperio".

"La mayor amenaza para la estabilidad del imperio, en este momento, parece provenir de su propia casa, Duque", repliqué con frialdad. "Controle a su hija. Y a su mascota".

El rostro del Duque se ensombreció ante la mención de Sebastián, pero no dijo nada. Estaba claro que había perdido el control sobre su propia hija.

"Solo le pido que no culpe a la Casa Ricardo por los desvaríos de una joven enamorada", dijo finalmente, con un tono suplicante.

"Sus actos reflejan a su casa, Duque. No lo olvide", concluí, dando por terminada la audiencia.

Sabía que mis palabras no servirían de nada. La ambición de Isabella y el resentimiento de Sebastián eran una fuerza que ni su padre podía contener.

La oportunidad para su siguiente movimiento llegó durante la Cacería Real anual, un evento al que toda la corte estaba obligada a asistir. Era una tradición, una demostración del poder y la vitalidad del imperio.

Yo montaba mi semental negro, un animal poderoso y bien entrenado. A poca distancia, vi a Isabella y a Sebastián. No participaban en la caza, sino que observaban desde un claro. Su cercanía era inapropiada y descarada. Isabella le ajustaba el cuello de la camisa a Sebastián, mientras él le susurraba algo al oído que la hizo reír. Ignoraban las miradas de desaprobación de los otros nobles. Su arrogancia era ilimitada.

Mi atención se centró en la caza. Seguí a mis guardias hacia una parte más densa del bosque, persiguiendo a un gran ciervo. El terreno se volvió más escarpado. Nos acercamos a un estrecho sendero que bordeaba un barranco profundo.

Fue entonces cuando sucedió.

Mi caballo, normalmente tan seguro y tranquilo, de repente relinchó de pánico y dolor. Se encabritó violentamente, sus ojos desorbitados por el terror. Luché por mantener el control, pero algo andaba mal. Sentí que la silla de montar se aflojaba peligrosamente.

Miré hacia abajo y vi la causa: la cincha, la correa de cuero que aseguraba la silla, estaba casi completamente cortada. Solo unos pocos hilos la mantenían en su sitio. Un sabotaje.

El caballo se volvió a encabritar, y esta vez, la cincha se rompió por completo. La silla se deslizó, y yo fui arrojado violentamente hacia un lado, directo hacia el borde del barranco.

Caí, y el mundo se convirtió en un borrón de verde y marrón. Mi hombro chocó contra una roca con una fuerza brutal, y un dolor blanco y cegador estalló en mi cuerpo. Rodé por la pendiente, las ramas y las piedras arañando mi piel, hasta que me detuve de golpe contra el tronco de un árbol, a pocos metros de una caída mortal.

El aire fue expulsado de mis pulmones. El dolor en mi hombro era insoportable. Estaba aturdido, desorientado. A través de un velo de dolor, oí gritos arriba.

"¡Sebastián! ¡Oh, Dios mío, Sebastián, estás herido!".

Era la voz de Isabella.

Con un esfuerzo titánico, levanté la cabeza. Arriba, en el sendero, vi la escena. Mi caballo, ya calmado, estaba siendo sujetado por un guardia. Sebastián estaba en el suelo, agarrándose la pierna con una expresión de agonía. Isabella estaba arrodillada a su lado, frenética, acunando su rostro.

"¡Un médico! ¡Traigan al Médico Real para Sebastián!", gritaba, con lágrimas corriendo por su cara. "¿Nadie va a ayudarlo? ¡Está herido por mi culpa!".

Su mirada recorrió el pánico y la confusión de los guardias. Ni una sola vez miró hacia el barranco. Ni una sola vez preguntó por mí. El Príncipe Heredero del imperio podía estar muerto o moribundo a pocos metros de distancia, pero su única preocupación era un rasguño en la pierna de su amante.

En ese momento, tumbado en el suelo del bosque, con el hombro dislocado y el cuerpo magullado, la última y minúscula brasa de cualquier sentimiento pasado se extinguió para siempre, dejando solo cenizas frías.

La vi gritar el nombre de él, y supe, con una certeza absoluta y escalofriante, que si hubiera tenido que elegir entre su vida y la mía, no habría dudado ni un segundo en dejarme morir.

Como ya lo había hecho una vez.

                         

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