La Princesa Xochitl y su séquito ya estaban en camino a la capital. Mientras tanto, yo tenía que navegar por el campo minado que se había convertido el palacio. Evitaba a Isabella a toda costa, pero sabía que un enfrentamiento era inevitable.
Sucedió una tarde, en los jardines del palacio. Buscaba un momento de paz cerca de las fuentes de mármol cuando su voz me detuvo, tan dulce y venenosa como siempre.
"Alejandro".
Me di la vuelta lentamente. Allí estaba, de pie bajo un arco de rosas. Parecía un ángel, pero yo sabía que era un demonio. A su lado, ligeramente detrás de ella, estaba Sebastián. Su presencia era una sombra constante y enfermiza.
"Isabella", respondí, mi voz plana, sin emoción.
"¿Podemos hablar?", preguntó, acercándose. Su rostro mostraba una estudiada expresión de dolor y confusión. "No entiendo, Alejandro. ¿Qué hice mal? ¿Nuestros votos? ¿Las promesas que nos hicimos? ¿No significaron nada para ti?".
"Nuestras promesas...", repetí, y una risa amarga casi se me escapa. Recordé sus promesas de amor mientras me envenenaba. "Las promesas, como las personas, pueden cambiar, Isabella".
Su rostro se contrajo. "Pero yo no he cambiado. Te sigo amando. Esta... esta salvaje que has elegido, ¿qué puede ofrecerte ella? No tiene linaje, ni poder, ni refinamiento. ¿Por qué me haces esto?".
Mi interior se revolvió de asco. El descaro con el que hablaba de amor me repugnaba. En mi vida anterior, sus lágrimas me habrían destrozado. Ahora, solo veía el cálculo detrás de ellas.
"Mi decisión está tomada", dije fríamente. "No hay nada más que discutir".
Entonces, Sebastián dio un paso al frente. Su postura era la de un mártir, un hombre herido por la crueldad del mundo.
"Alteza", dijo con una voz suave, casi un susurro. "Usted le ha roto el corazón. Ella solo vive para usted. ¿Cómo puede ser tan cruel con el alma más devota del imperio?".
La hipocresía era tan densa que casi me ahogaba. Este hombre, que había conspirado para matarme y destruir todo lo que yo representaba, ahora me acusaba de crueldad.
Lo miré fijamente, a los ojos. En mi vida pasada, lo veía como un rival, un erudito talentoso que me había robado el amor de Isabella. Ahora, solo veía a un hombre consumido por el resentimiento y una ambición desmedida.
"¿Devoción?", pregunté, con un tono cortante. "No confundas la obsesión con la devoción, Sebastián. Y en cuanto a tu talento como erudito, siempre fue mediocre. Nunca habrías conseguido un puesto en la corte por tus propios méritos. No finjas que tu presencia aquí se debe a otra cosa que no sea tu enfermiza fijación con ella".
La máscara de víctima de Sebastián se agrietó. Un destello de furia pura brilló en sus ojos antes de que pudiera ocultarlo. Isabella jadeó, ofendida.
"¿Cómo te atreves?", siseó ella. "Sebastián es más hombre que tú mil veces. Él sacrificó todo por mí. ¡Todo!".
Sabía a qué se refería. A su castración. Un acto que ella veía como la máxima prueba de amor, pero que yo ahora entendía como un movimiento estratégico de un psicópata para infiltrarse en mi vida.
"Sus sacrificios son su problema", respondí, dándome la vuelta para marcharme. "Y tú eres el tuyo. Aléjense de mí".
Ya no iba a jugar su juego. Ya no iba a ser el peón en su retorcida historia de amor.