Llevaba su bata blanca de médico, su rostro usualmente tranquilo ahora estaba contraído en una máscara de preocupación.
"Sofía, hermanita, no te muevas," dijo, su voz sonaba extrañamente hueca, como si viniera de muy lejos.
Se acercó a mi cama, sus ojos evitando los míos, concentrándose en los monitores a mi lado.
"¿Qué... qué pasó?", mi voz salió rasposa, un susurro que apenas pude reconocer como mío.
"Tuviste un accidente, Sofía," respondió, ajustando la bolsa de suero. "Dos tipos te atacaron cerca del estacionamiento. Intentaron robarte."
Recuerdos fragmentados destellaron en mi mente: un callejón oscuro, el olor a alcohol barato, unas manos ásperas sujetándome, y luego un líquido frío y quemante en mi cara.
Un grito mudo se atoró en mi garganta.
Mi boda. Mañana era mi boda con Marco.
"¿Marco?", pregunté, el pánico comenzando a burbujear en mi pecho. "¿Él lo sabe?"
"Papá está hablando con él ahora," dijo Daniel, su mano descansando en mi hombro por un segundo, un toque profesional, sin calor. "No te preocupes por nada. Descansa."
Mi padre, Arturo, entró justo en ese momento. Su traje caro estaba impecable, como siempre. Su rostro, sin embargo, era una tormenta de furia controlada.
"Hija," dijo, su voz grave resonando en la pequeña habitación. "Encontraremos a los desgraciados que te hicieron esto. Te lo juro."
Asentí, queriendo creerle, necesitando creerle.
Me dieron algo para el dolor y me hundí en una neblina de sueño, un refugio temporal del infierno que se había convertido en mi realidad.
No sé cuánto tiempo pasó.
Desperté por el sonido de voces susurradas fuera de mi puerta.
La droga me mantenía en un estado de duermevela, mi cuerpo pesado e inerte, pero mi mente estaba extrañamente clara.
Reconocí las voces al instante. Mi padre, mi hermano y mi hermana adoptiva, Renata.
"No podemos permitir que Marco la vea así," decía mi padre, su voz era un siseo bajo y peligroso. "La boda es mañana. La fusión con la empresa de su familia depende de ello."
Una pausa. El silencio era más aterrador que las palabras.
"Papá, es su cara," la voz de Daniel sonaba tensa, casi quebrada. "El daño es severo. Necesitará múltiples cirugías. No hay forma de ocultarlo."
"Entonces no se casará con ella," la voz de Renata, usualmente tan dulce y melosa, era ahora filosa y fría. "Yo lo haré."
Mi respiración se detuvo. El monitor cardíaco a mi lado debió haber registrado el salto, pero ellos no lo notaron.
"Es la única solución," continuó mi padre, su tono final, sin espacio para la discusión. "Renata tomará el lugar de Sofía. Diremos que Sofía tuvo una crisis nerviosa, que huyó. Algo. Cualquier cosa."
"Pero... ¿Sofía?", preguntó Daniel, un último vestigio de conciencia en su voz.
"Sofía entenderá," dijo mi padre con una frialdad que me heló la sangre. "Es por el bien de la familia."
Un nudo de hielo se formó en mi estómago. No fue un robo. No fue un accidente.
Fue una trampa.
Orquestada por mi propia familia.
Mi padre, mi hermano, la hermana a la que había querido y protegido.
Me traicionaron.
Me rompieron.
Me desecharon como si fuera basura.
La puerta se abrió de nuevo, y entraron los tres, sus rostros compuestos en máscaras de falsa preocupación.
Renata se acercó, sus ojos llenos de lágrimas de cocodrilo.
"Ay, hermanita," sollozó, tomando mi mano. Su tacto se sentía como veneno. "Pobrecita. Lo que te hicieron... es horrible."
Aparté mi mano con la poca fuerza que tenía.
Mi padre se aclaró la garganta, su mirada dura.
"Sofía, hija, necesitas ser fuerte. La boda... tendrá que posponerse."
Mentiroso.
Miré a Daniel, mi hermano. El médico que juró proteger la vida. El hermano que juró protegerme a mí.
Él no pudo sostener mi mirada. Sus ojos se clavaron en el suelo, la culpa grabada en cada línea de su cuerpo.
"¿Por qué?", susurré, y la pregunta no era sobre los atacantes. Era para ellos. Para los monstruos que se hacían llamar mi familia.
Nadie respondió.
Renata apretó los labios, una sombra de triunfo cruzando sus ojos antes de que pudiera ocultarla.
Mi padre me miró con una frialdad calculadora, como si yo no fuera su hija, sino un problema de negocios que necesitaba ser resuelto.
En ese silencio, en esa habitación estéril de hospital, mi corazón se hizo añicos.
Pero debajo del dolor, debajo de la traición, algo nuevo y duro comenzó a formarse.
No iba a dejar que se salieran con la suya.
No habría perdón.
Solo habría justicia.