Observaba los monitores, no a mí. Su rostro era el de un hombre de negocios evaluando un activo dañado.
"Daniel dice que estás estable," dijo, su voz impersonal. "Eso es bueno."
No respondí. Dejé que el silencio se extendiera, un arma que apenas comenzaba a entender cómo usar.
Luego, Renata entró, trayendo consigo un olor floral que me revolvió el estómago.
Se sentó en la silla junto a mi cama, la misma silla donde mi madre solía sentarse durante horas cuando me enfermaba de niña.
"Hermanita, te traje un poco de caldo," dijo con una voz que goteaba una dulzura empalagosa. "Tienes que comer algo para recuperar fuerzas."
Intentó acercar una cuchara a mis labios. Giré la cabeza, el pequeño movimiento enviando una ola de dolor por mi cuello y mi mejilla.
"No tengo hambre," mi voz sonó más fuerte de lo que esperaba.
Renata suspiró, un sonido de perfecta frustración ensayada. "Sofía, por favor, no seas difícil. Todos estamos muy preocupados por ti."
"¿Preocupados?", pregunté, mirándola directamente por primera vez. "¿Preocupados por qué exactamente, Renata?"
Ella parpadeó, sorprendida por mi tono directo.
"Pues, por tu salud, por lo que te pasó..." tartamudeó, recuperando rápidamente la compostura. "Es una tragedia."
"Sí, lo es," acepté, mi mirada moviéndose de ella a mi padre. "Es una tragedia que alguien quisiera hacerme tanto daño la víspera de mi boda."
Mi padre se tensó. Se acercó a la cama, su sombra cayendo sobre mí.
"Ya te lo dije, Sofía. Encontraremos a los responsables," su voz era una orden para que dejara el tema. "Ahora, necesitas concentrarte en recuperarte. Daniel se encargará de todo."
Daniel. Mi hermano. El traidor con bata de médico.
Justo en ese momento, él entró, sosteniendo una jeringa.
"Es hora de tu analgésico y un sedante suave," anunció, su tono profesional no lograba ocultar el temblor en su mano.
"No quiero un sedante," dije firmemente. "Quiero estar despierta. Quiero saber qué está pasando."
"Sofía, el doctor sabe lo que es mejor para ti," intervino mi padre, su paciencia agotándose.
"Soy tu hermano, Sofía, confía en mí," dijo Daniel, acercándose con la aguja.
Lo miré a los ojos, buscando desesperadamente al hermano que recordaba, al niño con el que había crecido.
No lo encontré.
Solo vi a un extraño. Un cómplice.
"¿Confiar en ti?", repetí, y el dolor en mi voz era real, pero no era por mis heridas físicas. "¿Por qué debería hacerlo, Daniel? Eres médico. Mírame. Mírame la cara. ¿Qué le pasó a mi cara?"
Mi pregunta lo tomó por sorpresa. Su mano vaciló.
"Fue... fue algún tipo de químico," balbuceó, evitando mi mirada, enfocándose en preparar la inyección. "Posiblemente un ácido. No lo sabemos con certeza todavía."
"Un ácido," repetí, la palabra sabiendo a ceniza en mi boca. "¿Y la boda? ¿Qué le dijeron a Marco?"
"Le dijimos que sufriste un colapso nervioso por el estrés," dijo mi padre rápidamente, tomando el control de la narrativa. "Que no estás en condiciones de casarte. Que necesitas tiempo."
Sus mentiras eran tan fluidas, tan ensayadas.
Se movían como una manada, protegiéndose unos a otros, tejiendo una red de engaños a mi alrededor.
"Así que Marco piensa que estoy loca," dije, una risa amarga y rota escapándose de mis labios. El sonido fue horrible, incluso para mí.
"Es lo mejor por ahora," insistió mi padre.
Daniel aprovechó mi distracción. Sentí el pinchazo en mi brazo, seguido por el frío del líquido entrando en mis venas.
Mis músculos comenzaron a relajarse en contra de mi voluntad. Mis pensamientos se volvieron lentos, pegajosos.
Lo último que vi antes de que la oscuridad me reclamara fue la mirada de Daniel.
No era preocupación lo que vi en sus ojos.
No era compasión.
Era miedo.
Y en ese momento, supe con una certeza absoluta que él sabía exactamente lo que me habían hecho.
Y lo había permitido.
Su cobardía era tan culpable como la ambición de Renata y la crueldad de mi padre.
Estaba sola. Completamente sola.
Y ellos me estaban silenciando, drogándome para que su plan pudiera seguir adelante sin obstáculos.
Mientras me hundía en el sueño forzado, una sola promesa se formó en la última chispa de mi conciencia: no me rendiría.
Recordaría cada mirada, cada mentira, cada traición.
Y los haría pagar.