Si la prometida sobrevivía la noche ilesa, era aceptada en la familia. El problema era que ninguna lo lograba.
Ocho prometidas habían entrado a esa hacienda, y ocho habían salido en bolsas para cadáveres. El patrón era siempre el mismo, una muerte inexplicable durante la noche, sin testigos, sin señales de lucha. La policía, influenciada por el poder y el dinero de los Mendoza, siempre cerraba el caso con la misma conclusión: suicidio. La sociedad murmuraba, la prensa especulaba, pero nadie se atrevía a desafiar a la familia más poderosa de la ciudad. Las muertes se convirtieron en una leyenda urbana, un cuento de terror susurrado en las cenas de la alta sociedad.
Entonces aparecí yo, Elena. Me presenté en la mansión de los Mendoza vestida con mi traje de mariachi, el guitarrón colgado a mi espalda. No tenía la ropa de diseñador ni las joyas de las mujeres que solían frecuentar esa casa. Me paré frente a la matriarca, Doña Isabella Mendoza, una mujer de mirada fría y postura rígida, y declaré mi amor por su hijo, el apuesto y arrogante heredero, Ricardo Mendoza. Dije que estaba dispuesta a enfrentar la tradición, a pasar la noche en la hacienda para demostrar que era digna de él.
Doña Isabella me miró con desdén, pero había un brillo de curiosidad en sus ojos. Una mariachi. Era algo nuevo, algo exótico para su colección de futuras nueras fallidas.
Pero mi nombre no era solo Elena, la mariachi de voz angelical. Mi verdadero yo era Elena, la hermana menor de Sofía.
Sofía fue la primera prometida. La número uno. Hace ocho años, ella entró a esa hacienda y nunca salió. Era una panadera, una mujer sencilla y dulce cuyo único pecado fue enamorarse del hombre equivocado. La encontraron muerta, pero su muerte no fue un suicidio. El informe forense que logré obtener de manera ilegal contaba una historia diferente, una historia de brutalidad y tortura. Tenía las uñas rotas, como si hubiera arañado las paredes tratando de escapar. Su cuerpo estaba cubierto de moretones y quemaduras. La habían matado lentamente, con una crueldad inimaginable.
La policía y la familia Mendoza enterraron la verdad. Dijeron que Sofía se había quitado la vida, que estaba loca, que no pudo soportar la presión de unirse a una familia tan importante. Destruyeron su reputación para proteger la suya. Y mi familia, mi propio padre, lo permitió. Los Mendoza lo amenazaron, y él, un humilde panadero, cedió. Se quedó callado mientras difamaban el nombre de su hija muerta.
Yo era solo una estudiante de música en ese entonces, brillante y con un futuro prometedor. Pero el día que vi el cuerpo de mi hermana, la música murió dentro de mí. En su lugar, nació una sed de venganza fría y calculadora. Abandoné mi beca en el conservatorio y, en secreto, me inscribí en la facultad de criminología forense. Durante ocho años, me dediqué a estudiar, a prepararme, a analizar cada detalle de la muerte de mi hermana y de las siete que le siguieron. Me convertí en una experta en venenos, en psicología criminal, en manipulación.
Ahora, después de años de preparación, había regresado a la Ciudad de México. Me había transformado en Elena, la mariachi, una fachada perfecta para acercarme a ellos. Me ofrecí como la novena prometida de Ricardo, decidida a entrar en esa hacienda y desenterrar la verdad, sin importar el costo. Iba a vengar a Sofía, y la familia Mendoza pagaría por lo que le hizo.