Dejé la iglesia y tomé un taxi. Le di al conductor la dirección de la mansión Mendoza. Durante el trayecto, la ciudad pasaba borrosa por la ventana. Las luces, los sonidos, la gente, todo parecía parte de un mundo al que yo ya no pertenecía. Mi mundo ahora era uno de sombras, secretos y venganza.
Al llegar, un chófer silencioso me esperaba para llevarme a la hacienda. El viaje fue largo, alejándonos del bullicio de la ciudad hacia la oscuridad del campo. El camino se volvió de tierra y el coche se sacudía con violencia. A lo lejos, la silueta de la hacienda se recortaba contra el cielo nublado. Era una bestia dormida, una tumba esperando a su próxima ocupante.
El coche se detuvo frente a la imponente puerta de madera. Doña Isabella estaba allí, esperándome, envuelta en un rebozo negro, como un cuervo presagiando la muerte.
"Las reglas son simples" , dijo, su voz resonando en el silencio de la noche. "Entrarás a la capilla. Recitarás las oraciones que están en el altar. No puedes salir hasta el amanecer. Si lo haces, el compromiso se rompe. ¿Entendido?"
Asentí, sin decir una palabra.
Ricardo apareció a su lado, con una sonrisa burlona en el rostro.
"Buena suerte, mariachi. Espero que cantes para los fantasmas. Dicen que les gusta la música."
Su arrogancia me revolvió el estómago. Quería borrar esa sonrisa de su cara a golpes, pero me contuve. Mi venganza sería más lenta, más dolorosa.
"No te preocupes por mí, Ricardo. Preocúpate por ti" , le dije, mirándolo fijamente.
Su sonrisa vaciló por un segundo.
Doña Isabella me entregó un viejo candelabro con una sola vela encendida.
"La puerta se cerrará detrás de ti. Nos vemos en la mañana. O no."
Tomé el candelabro. Mis manos no temblaban. Empujé la pesada puerta de madera y entré. La oscuridad me envolvió al instante, densa y fría. El olor a humedad, a polvo y a algo más, algo parecido a la descomposición, llenó mis pulmones. La puerta se cerró a mis espaldas con un sonido sordo y definitivo. El eco del cerrojo al girar fue como el sonido de una celda de prisión cerrándose.
Estaba sola. Completamente sola en el corazón de la bestia.
La luz de la vela apenas iluminaba unos pocos metros a mi alrededor. Avancé por un pasillo largo y oscuro. Las paredes estaban cubiertas de telarañas y manchas de humedad. El suelo de piedra estaba irregular y frío. El silencio era absoluto, roto solo por el sonido de mis propios pasos y el latido de mi corazón.
Llegué a la capilla. Era una habitación grande, con un techo alto del que colgaban los restos de candelabros de hierro. Había bancos de madera carcomidos y un altar de piedra al fondo. Sobre el altar, un libro viejo y polvoriento esperaba. Las oraciones.
Me acerqué al altar y dejé el candelabro. La llama de la vela parpadeó, proyectando sombras danzantes en las paredes. Abrí el libro. Las páginas estaban amarillentas y las letras eran de una caligrafía antigua. Comencé a recitar las palabras en voz alta, mi voz sonando extraña y frágil en el vasto silencio.
"Por los ancestros de la casa Mendoza, por su sangre y su legado..."
Mientras recitaba, mis sentidos se agudizaron. Escuchaba cada crujido de la madera, cada susurro del viento afuera. Mi piel se erizó. La sensación de ser observada era abrumadora. Sabía que no estaba sola. Las almas de las otras ocho mujeres estaban allí, atrapadas en ese lugar.
Y de repente, en medio de una oración, un pensamiento claro y nítido atravesó mi mente, una epifanía nacida del miedo y la concentración extrema. No era un fantasma. No era una maldición. Era algo mucho más tangible, algo que había pasado por alto en todos mis años de investigación. El pan. El famoso "pan de muerto" que mi padre horneaba, el mismo pan que los Mendoza le encargaban cada año para estas fechas. El pan que Sofía había traído consigo esa noche, como una ofrenda.
Un grito se formó en mi garganta, un grito de horror y de revelación.
"¡No es la casa!" , grité a la oscuridad, a las paredes, a los oídos que sabía que me escuchaban desde afuera. "¡Nunca fue la casa! ¡Son ustedes! ¡Ustedes son los asesinos!"