Ahora, con los ojos bien abiertos, sentía el sudor frío en mi nuca. No estaba en el hospital. Estaba en mi cama, en la lujosa hacienda de mi esposo, Fernando. El sol de la mañana se filtraba por las cortinas de lino, y el aroma a café recién hecho llegaba desde la cocina. Estaba embarazada, y el bebé, no, los bebés que llevaba dentro, estaban a salvo. Había regresado. Había renacido en un momento crucial, justo antes de que la tragedia ocurriera.
Mi mano fue instintivamente a mi vientre, todavía plano pero lleno de promesas. Esta vez sería diferente. Esta vez, usaría esta maldición a mi favor.
Escuché los pasos de Fernando subiendo la escalera. Entró a la habitación con una sonrisa radiante, esa sonrisa que me había enamorado.
"Buenos días, mi amor. ¿Cómo amaneció la futura mamá más hermosa de todo Jalisco?"
Se sentó a mi lado y me besó la frente. Su mente era un libro abierto para mí, lleno de amor genuino, planes para la cuna, y la emoción por nuestra creciente familia. No había malicia en él, solo una peligrosa ingenuidad.
"Fernando," le dije, mi voz un poco más firme de lo normal, "anoche tuve un mal sueño. Soñé que alguien intentaba hacerme daño, a mí y a nuestro bebé."
Su ceño se frunció, la preocupación reemplazando su alegría.
"Tranquila, Ximena. Fue solo una pesadilla. Aquí nadie te haría daño. Yo te protegeré."
Sabía que lo decía en serio, pero su protección no era suficiente. Él no veía el peligro que yo sí.
Justo en ese momento, oímos unos golpecitos en la puerta.
"¿Pá? ¿Ximena? ¿Están despiertos?"
Era la voz dulce y cantarina de Sofía, la hija de dieciséis años de Fernando de su matrimonio anterior. Mi hijastra.
"Adelante, mi niña," dijo Fernando con cariño.
La puerta se abrió y apareció Sofía, sosteniendo una bandeja con una taza de té humeante. Llevaba un vestido de verano blanco que la hacía parecer un ángel. Su sonrisa era inocente, sus ojos grandes y expresivos. Una fachada perfecta.
"Te traje un té de hierbas, Ximena," dijo con dulzura. "Mi abuela decía que es muy bueno para las náuseas del embarazo. Es un remedio casero, completamente natural."
Se acercó a la cama, su movimiento era grácil y estudiado. Pero mientras su boca decía palabras amables, su mente gritaba una historia completamente diferente.
"Tómalo, estúpida. Bébetelo todo. Este té especial que me dio mi tío Roberto te limpiará por dentro. Adiós al heredero. Papá volverá a ser solo mío, y toda su fortuna también."
El veneno en sus pensamientos era tan potente que sentí un escalofrío recorrer mi espalda. Era el mismo té. La pesadilla era un recuerdo. Iba a suceder de nuevo.
Mi corazón martilleaba en mi pecho, pero mi rostro se mantuvo sereno. Miré la taza que me ofrecía, el líquido de un color ámbar oscuro. Olía a manzanilla y a algo más, algo metálico y amargo.
"Gracias, Sofía. Qué amable de tu parte," dije, mi voz sonando calmada.
Tomé la taza con una mano temblorosa. Fernando me sonreía, orgulloso de la relación que creía que su hija y yo teníamos. Sofía me miraba con una expectación depredadora mal disimulada.
Levanté la taza hacia mis labios, pero en el último segundo, me detuve.
"Sabes, ahora que lo huelo bien," dije, fingiendo curiosidad, "tiene un aroma un poco extraño. ¿Qué hierbas dijiste que tenía?"
La sonrisa de Sofía vaciló por una fracción de segundo.
"Mierda. ¿Se dio cuenta? No, imposible. Solo bébelo."
"Oh, solo manzanilla, jengibre... cosas así. Cosas que mi abuela usaba," respondió ella, tratando de mantener su tono casual.
Fernando intervino, ajeno a la tensión.
"Mi amor, Sofía solo quiere cuidarte. No seas desconfiada."
Ignoré a Fernando y miré directamente a los ojos de Sofía.
"Huele a ruda," dije, mi voz baja y cortante. "Y la ruda es una hierba abortiva, Sofía. ¿Lo sabías?"
El color desapareció del rostro de Sofía. El shock en su cara era genuino, no por mi acusación, sino porque la habían descubierto. El silencio en la habitación se volvió pesado, denso.
Fernando nos miraba, confundido. "¿Ruda? ¿De qué hablas, Ximena? Sofía no haría algo así."
Pero yo no le quitaba los ojos de encima a la adolescente. Vi el pánico en su interior antes de que su rostro se transformara. Sus labios temblaron, sus ojos se llenaron de lágrimas y un sollozo desgarrador brotó de su garganta.
"¡No! ¡Yo no sabía! ¡Lo juro!" gritó, dejando caer la bandeja al suelo. La taza se hizo añicos, y el té se derramó sobre la alfombra cara. "¡Solo quería ayudarte, Ximena! ¿Por qué piensas algo tan horrible de mí?"
Se lanzó a los brazos de su padre, llorando desconsoladamente, interpretando el papel de la niña herida e incomprendida a la perfección.
Fernando la abrazó con fuerza, lanzándome una mirada de reproche.
"¡Ximena, mira lo que has hecho! ¡Es solo una niña!"
Mientras él la consolaba, yo llamé a una de las empleadas de la casa.
"Consuelo, por favor, trae un paño y recoge un poco de este líquido. Y llama al doctor Ramírez. Dile que es una emergencia. Que necesito que analice una muestra de inmediato."
Consuelo, una mujer mayor que me tenía aprecio, vio la seriedad en mi rostro y asintió sin hacer preguntas. Recogió un trozo de tela, lo empapó en el charco de té y salió rápidamente de la habitación.
Fernando seguía abrazando a su hija sollozante.
"Esto es ridículo, Ximena. Estás exagerando."
"¿Estoy exagerando, Fernando?" repliqué, mi voz temblando de una ira contenida. "Tu hija casi me envenena, a mí y a tu futuro hijo, y ¿crees que estoy exagerando?"
Él me miró, su lealtad dividida. Amaba a su hija con una ceguera que me aterraba. Y en ese momento, a pesar de todo, a pesar del peligro evidente, vi en su mente que una parte de él quería creerle a ella. Quería creer que yo estaba equivocada, paranoica por el embarazo. La primera grieta en nuestra confianza se había abierto, y Sofía, la pequeña víbora, la había creado.