Se vio a sí misma, más joven, más ingenua, atada a una cama. La débil luz de una vela parpadeaba, proyectando sombras monstruosas en las paredes de adobe. Ramiro, el hombre con el que la obligaron a casarse, la miraba sin emoción, con los brazos cruzados. A su lado, Catalina, su amante, sonreía con suficiencia.
"Solo un poco más de tu sangre, Sofía," había dicho Catalina con una voz melosa que ocultaba un veneno mortal. "Es para una buena causa. Para que yo pueda estar sana y fuerte para Ramiro."
Sofía había sanado la parálisis de Ramiro con su sangre, un don que era tanto una bendición como una maldición. Él le debía la vida, la capacidad de caminar. A cambio, cuando Catalina contrajo una enfermedad debilitante, él no dudó en sacrificarla. La desangraron lentamente, transfiriendo su fuerza vital a la mujer que él realmente amaba. Su último aliento fue un susurro ahogado, viendo cómo Ramiro besaba a una Catalina revitalizada sobre su cuerpo agonizante.
Ahora, en esta nueva vida, el destino tenía un retorcido sentido del humor. Ramiro volvía a estar postrado en una cama.
El sonido de un carruaje deteniéndose bruscamente frente a su casa la sacó de sus pensamientos. Sofía no necesitó mirar para saber quién era. El aura de desesperación y arrogancia la precedía.
Doña Elena, la esposa del cacique y madre de Ramiro, bajó del carruaje con el rostro surcado por la angustia. Llevaba días, semanas, viniendo a suplicarle.
"Sofía, por favor," comenzó la mujer, con la voz quebrada. "Te lo ruego como madre. Mi hijo... se está consumiendo."
Sofía se levantó lentamente, limpiándose la tierra de las manos en su delantal. La miró directamente a los ojos, su expresión tan serena como un lago en calma.
"Ya le he dado mi respuesta, Doña Elena."
Su voz era tranquila, pero firme.
"Pero no lo entiendes. Don Ernesto, mi esposo, está dispuesto a darte lo que pidas. Tierras, oro... lo que sea. Solo tienes que curar a Ramiro."
Sofía soltó una risa seca, sin alegría.
"No hay nada que su esposo pueda ofrecerme que yo quiera."
"¿Por qué?" gritó Doña Elena, la desesperación convirtiéndose en frustración. "¿Por qué tanto odio? Ramiro siempre te admiró. Incluso... incluso pensó en casarse contigo."
Esa mentira casi hizo que Sofía perdiera la compostura. En su vida pasada, Ramiro no pensó en casarse con ella; fue obligado por su padre, Don Ernesto, quien vio el valor de tener a la "curandera milagrosa" en la familia. Y la desechó en cuanto no la necesitó más.
"Usted y yo sabemos que eso no es verdad," dijo Sofía, su voz bajando a un susurro helado. "Ramiro nunca me ha visto como nada más que una herramienta. Y yo ya no estoy dispuesta a ser utilizada."
Doña Elena la miró con furia, su rostro enrojecido.
"¡Eres una mujer cruel y sin corazón! ¡Dejar morir a un hombre que podrías salvar!"
"¿Salvarlo?" repitió Sofía, y esta vez, una pequeña y genuina sonrisa se dibujó en sus labios, una sonrisa que no llegó a sus ojos. "Doña Elena, su hijo no está enfermo por un capricho del destino. Está en esa cama por sus propias acciones."
La mujer mayor la miró confundida.
"¿Qué quieres decir?"
Sofía se inclinó hacia adelante, como si fuera a compartir un secreto.
"Ramiro está paralizado porque el carruaje en el que intentaba sabotear los frenos para matar a un rival se volcó sobre él. El universo simplemente le devolvió el golpe un poco más rápido de lo esperado."
El rostro de Doña Elena palideció. Sabía de la rivalidad de su hijo con Mateo, pero nunca había querido creer que Ramiro fuera capaz de tal cosa. La certeza en la voz de Sofía era innegable.
"Tú mientes..." susurró, pero su voz carecía de convicción.
"Créame o no, no cambia mi decisión," dijo Sofía, enderezándose. "No curaré a Ramiro. Busquen ayuda en otro lado."
Doña Elena la fulminó con la mirada.
"Lo haremos. ¡No te necesitamos! Catalina ha ido a la capital. ¡Encontrará una cura verdadera, no tus supercherías de pueblo! ¡Y entonces Ramiro se recuperará y se reirá en tu cara!"
"Le deseo la mejor de las suertes," respondió Sofía con una calma exasperante.
Observó cómo Doña Elena subía al carruaje y se marchaba, levantando una nube de polvo. Sofía no sintió nada. Ni pena, ni satisfacción. Solo un vacío helado donde antes había un corazón ingenuo. Sabía que Catalina no traería una cura. Traería algo mucho peor.
Se giró para volver a su jardín, anhelando la simpleza de la tierra bajo sus uñas. Pero antes de que pudiera dar un paso, otra figura se acercó, esta vez a pie. Era una mujer humilde del pueblo, con los ojos hinchados de tanto llorar.
"Señorita Sofía," dijo con voz temblorosa, retorciendo un pañuelo en sus manos. "Perdone la molestia. Sé que ha dicho que no... que no hace milagros. Pero mi hijo... Mateo..."
El nombre resonó en el aire quieto.
"Lleva meses en cama, sin despertar, desde el accidente..." la mujer rompió en sollozos. "Los curanderos dicen que no hay nada que hacer. Usted es mi última esperanza."
Sofía la miró. Mateo. El rival de Ramiro. El hombre que Ramiro había intentado asesinar. El hombre que, sin saberlo, era la pieza clave en el tablero del destino.
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